La colección de artesanía latinoamericana en el Museo José Hernández

Esqueleto con una hoz, tallado en madera y policromado. El humor de su autor causaba sensaciones extrañas a quienes desconocían su origen cultural. Fotografía: Daniel Schávelzon.


Ángel femenino (¿?) hecho en cerámica, policromado. Mérida, Yucatán. México.


Elefante con las crías sobre su espalda. La magia del arte popular.


Daniel Schávelzon 


Director del Centro de Arqueología Urbana (UBA), se doctoró en Arquitectura en la Universidad Autónoma de México con la especialidad Arquitectura Prehispánica. Profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, ha sido profesor en distintas universidades de América.


Schávelzon fundó el Centro de Arqueología Urbana, dependiente de la Universidad de Buenos Aires, el área de Arqueología Urbana en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Área Fundacional en la ciudad de Mendoza. Ex Investigador Superior del CONICET.

Ha publicado unos 50 libros sobre arqueología e historia del arte, y más de trescientos artículos en revistas científicas y de divulgación


Entre otros, ha recibido premios y becas internacionales, como la beca Guggenheim (New York 1994); National Gallery of Art-CASVA (Washington, 1995), Graham Foundation for the Arts de Chicago (1984), Getty Grant Program (1991), Harvard University-Dumbarton Oaks (1996), DAAD Berlín (1988), Center for Latin-American Studies de la University of Pittsburgh (2002), FAMSI, Florida (1995),  y del Centro de Antropología Comparada de la Universidad de Bonn (1998). 


Daniel Schávelzon *

Había cumplido dieciocho años pocos días antes de que mis padres me llevaran a recorrer parte del continente. Era una costumbre porteña clasemediera: había que viajar para entender lo grande y complejo que era el mundo. Quizás se seguía la tradición del Grand y del Petit Tour de la Generación de 1880, es posible, ya adaptada a una América Latina que reemplazaba –bajando costos– el viaje necesario antes “de sentar cabeza”. ¿Perú y México reemplazan a Egipto y Creta? Es posible y lo agradezco.

 

En una calle de Mérida, en el Yucatán, con el cerebro lleno de ruinas, pirámides, monumentos históricos, museos, tradiciones inimaginables en nuestra Buenos Aires, vi un ángel de cerámica (una ángela en realidad, porque era mujer, diferentes a los hombres) vestida con la ropa yucateca: el huipil. (Puedes ver la imagen al inicio del artículo) ¿Era posible que un ángel fuese mujer y estuviera vestido como indígena? A esa edad, esas preguntas generan muchas ideas. Una de ellas fue comenzar a comprar –a veces compulsivamente– arte popular de América Latina y a tratar de entender eso que los intelectuales de su tiempo dividían entre arte culto y arte popular.  

 

Viaje tras viaje llené mi casa, para sufrimiento familiar, de objetos y de cajas llenas de ellos: baños, cocina, todo lugar posible era el sitio indicado para algo nuevo. Obvio que el problema era el dinero ya que pocos podían acceder a las grandes piezas que estaban alcanzando valores insospechados, pero… había que comprar todo lo posible. Una vez quise, obsesivamente, una “rueda de la fortuna” que se hacían en Oaxaca, pero cuando me decidí a comprarla la artesana había fallecido. Convencer a uno de sus hijos que retomara la artesanía fue una aventura que llevo dos años de viajar, hasta que la pieza estuvo lista.

 

Por supuesto, estamos hablando de antes de que se multiplicaran por el continente los museos de arte popular, cuando aún era posible comprar la figura guaraní de un cocodrilo capturando un pez. Insólito ya que esos animales nunca lo hacen. O dar con jirafas de cerámica en Paraguay cuya inspiración le nació a aquel alfarero en una revista con fotos de África. Y como la fotografía estaba rota las jirafas tenían patas cortas y gruesas: maravilla de la creación espontánea. Tengo sobre mi mesa un elefante proveniente de Mitla, donde nacieron en la década de 1970 los alebrijes, hoy objetos de fama mundial. Ahí encontré un elefante con sus cuatro crías, solo que las carga sobre su espalda como si fuera una zarigüeya. Quien creó esa enorme imagen de madera pintada habrá visto un elefante en la televisión, pero sin cría, el resto fue su imaginación.

 

La mirada penetrante del yaguareté en una talla guaranítica. Misiones, Argentina. 


Donar gran parte de la colección al Museo de Motivos Populares José Hernández fue un dolor agudo. Eran cincuenta años de verlos todos los días, compartir su belleza y múltiples significados. Pero ahí se fueron casi trescientas piezas que ahora son de todos, y los libros sobre el tema que aumentaron su biblioteca.

  

Imaginemos: levantar la vista y ver a cuatro metros de altura un papagayo de madera pintado de fuertes colores, de dos metros de largo (comprado en Misiones y por el que tuve que pagar el asiento a mi lado en el avión para llevarlo); tener bajo la mesa canastas trenzadas llenas de cuchillos, cucharas y objetos de madera talladas a mano traídos del Chaco y Formosa, mirar un nicho en la pared donde se encontraba un par de remos rotos desgastados por el agua a lo largo de un siglo (recogidos en el río Paraná).

 

Arte popular peruano. Fotografía: Daniel Schávelzon.


¿Saben lo que es pedirle al oído a mi hijo que se levante de un almohadón sobre el que se sentó en un comedero de tercera categoría en un viaje a Neuquén y comprárselo a la cocinera como una maravilla de costura, o ver una cruz de madera en que las pequeñas imágenes que la decoran fueron colocadas dentro de tapitas de gaseosas pintadas de colores? El placer de comprarle a mi esposa ropa de cada país, o hacer demorar un vuelo desde Caracas para adquirir todos los animales de cerámica de una tienda del aeropuerto. Qué decirles de la emoción que me guiaba al salir a buscar por todo Cuzco quien fabricaba los toros que se colocan sobre los tejas al inaugurar una casa en la sierra. En Estados Unidos, en el sur, se venden animales exóticos tallados en madera, como una inusitada cebra, y saber que en mi casa nadie quería limpiar un ambiente porque había un esqueleto de madera con una hoz en la mano. Era una búsqueda ansiosa que un día tenía que terminar. ¿En nuestro país, alguien podría hacer guerrilleros zapatistas con telas viejas y venderlos? Esa colección ya la viví, ahora que la disfruten todos los que quieran.

 

El mensaje era explícito, y se vendían en el mercado de Chiapas, México. Fotografía: Daniel Schávelzon.

 

La última artesanía

 

Caminando por la ciudad de Oaxaca, entre los vendedores de artesanías frente al convento de Santo Domingo, tuve una visión imposible. Ya había donado mi colección así que transitaba este tiempo de mi vida en el que me había propuesto no comprar nada más, nunca. Fue una semana difícil para aceptarlo habiendo cientos de artesanías en la calle. Hasta que vi un simple e insípido avión hecho en cerámica. Las alas eran muñones, las ventanas cuadradas, era un juguete de corta vida ¿para qué quería saber más detalles? Finalmente le pregunté a la vendedora, imbécil de mí: - ¿Por qué no tiene puerta?

 

El silencio fue absoluto y la mirada que recibí me llevó a arrepentirme. La señora contestó, con un hilo de voz: - ¿Y para qué va a tener puertas?  Vi pasar muchos por el aire y ninguno tenía.

 

Había metido la pata y seguí el diálogo, seguramente ahondando el gesto de superioridad absurda. Señora: los viajeros llegan adentro, ¿cómo entran y salen?

 

Pero lo que ella decía era cierto: las puertas de los aviones quedan disimuladas en el fuselaje, el avión avanza a lo lejos surcando el cielo, no se ven. - Pues, m´hijo, yo no veo ninguna puerta, así que no existen.

 

Compré el avión, me callé y me fui, y no dormí esa noche. También el avión fue al museo. 


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios



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