En 1995, Julián Cáceres Freyre publicaba una reseña bio-bibliográfica sobre el comerciante riojano Perfecto Paciente Bustamente (1870-1932), antiguo propietario de una herboristería que, en la década de 1920, poseía dos sucursales en la ciudad de Buenos Aires: una con domicilio en la calle Arenales y la otra, situada en la Avenida Pueyrredón N°1371, al lado de la residencia de la familia del autor y donde hoy se encuentra una filial de la fábrica de pastas “La juvenil”.
Julián Bernardo Cáceres Freyre (1916-1999) combinaba sus recuerdos de infancia con su itinerario intelectual, mostrando cómo las sombras de una momia y de un herborista reaparecerían en su vida profesional de la segunda mitad del siglo XX. Esas dos figuras lo habían marcado, uno vivo, la otra, muerta, aunque, a decir verdad, para entonces, las dos contaban como muertas. Y mirados desde este siglo XXI, las tres ya son parte del pasado: Cáceres Freyre falleció hace más de veinte años. Entre 1958 y 1980 había dirigido el Instituto Nacional de Antropología. Fue, además, director del Fondo Nacional de las Artes y presidente del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, en cuyo Boletín publicó la nota de referencia. (1) En 1959 realizó estudios antropológicos en México becado por la Organización de los Estados Americanos (OEA) y, diez años después, de antropología cultural comparada entre el sudoeste de los Estados Unidos y el noroeste argentino, gracias a una beca de la Fundación Guggenheim. Sin dudas, en esos menesteres se habrá cruzado con los trabajos de Aby Warburg (1866-1929) aunque, en realidad, esa comparación era una vieja idea de Juan B. Ambrosetti (1865-1917), el primer director del Museo Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuyos papeles conservó gracias al legado de su viuda.
Cáceres Freyre durante su larga carrera como funcionario aprendió que los muertos de todas las épocas, además de acumular polvo, dejaban cosas, huesos y papeles. Pero también que la fragilidad de las instituciones argentinas impedía incorporarlos a sus acervos. Él, por su parte, fue un eximio coleccionista no solo de escritos, libros y objetos: supo recolectar historias minúsculas sobre la práctica de las ciencias en un momento paralelo al protagonismo que estas cobrarían gracias a Menocchio, el molinero friulano del siglo XVI, la figura que articula la historia del Queso y los gusanos de Carlo Ginzburg.
Lejos de la microhistoria pero amante de los detalles, Cáceres llegó a esas minucias desde el folklore, un campo que lo confrontó con varios hechos insoslayables. Primero, la permeabilidad entre los mundos culto y popular, entre el pasado y el presente, es decir la coexistencia en un mismo espacio o en un mismo individuo y al mismo tiempo, de tradiciones de diversos orígenes históricos y culturales que cuestionan la visión lineal del devenir de las cosas. Segundo, la pregunta de “cómo una persona que no había tenido estudios universitarios (ni secundarios) pudiera darse cuenta de cuáles eran las distintas materias que abarcaban el conocimiento de la ciencia del Folklore o saber popular, que por esos años estaba solo configurándose.” Sin quererlo -o quizás sí- al reseñar la vida de Perfecto Paciente se planteó una pregunta que hoy, cuando las prácticas vocacionales de la ciencia y el papel de los aficionados están bajo la lupa, cobra más vigencia que nunca para entender esos espacios donde casi nadie espera que la ciencia ocurra. Don Perfecto demuestra que, ya sea en Chilecito, en las minas de La Rioja o en una herboristería de la Avenida Pueyrredón, siempre puede haber alguien dispuesto a asumir la identidad de obrero del saber. Y tener éxito.
Cáceres Freyre propuso una respuesta a esa pregunta al recordar que, en 1921, se había empezado a divulgar la Encuesta del Folklore Argentino: organizada por el Consejo Nacional de Educación, estuvo precedida por una cartilla con instrucciones para los maestros. Cáceres Freyre señalaba que ese saber presuntamente autodidacta –lejos de espontáneo y popular, lejos de surgir de la genialidad de los individuos- había sido modelado o activado por los dispositivos de la burocracia del Estado. Aunque pensados para otro destinatario, le indicaron a Perfecto Paciente qué mirar, cómo ordenar los datos para un interlocutor anónimo y desconocido pero partícipe de un espacio común e inteligible por todos.
Cáceres Freyre fue, asimismo, un asiduo visitador de viudas y deudos, asesorándolos sobre qué hacer con la herencia de un allegado obsesionado con atesorar objetos en los anaqueles, los sótanos y los armarios. En esos espacios, en esas visitas y gracias a sus recorridas por las provincias, por el archivo de su padre y su interés por las artes, surgieron las historias de dos vendedores de remedios incurables: Perfecto Paciente Bustamante y Guido Bennati a quienes, con sutileza, supo reconocer como dos eslabones de la historia de la práctica de la arqueología en la Argentina y parte de esa red difusa que estructura la práctica de las ciencias traspasando las fronteras de las disciplinas y las escuelas de pensamiento.
La Casa de Bustamante de productos andinos
Perfecto Paciente Bustamante nació en Famatina, provincia de La Rioja, Argentina, en enero de 1870. Asociado con su hermano, se instaló en Buenos Aires aparentemente en 1897. Pronto los seguiría su madre, Ceferina Díaz Moreno, viuda de Carmen Bustamante, antiguo soldado de la Guerra del Paraguay y comerciante viajero oriundo de Tinogasta.
Perfecto Paciente conservó varios recuerdos de sus finados padres: de su padre, un mazo de cartas del Paraguay, de su madre, una urna consagrada por el dolor, “¡sus huesitos que ahí me quedan para contemplarlos y su cráneo descarnado de alta frente, para extasiarme, admirándolo!”
Perfecto había llegado a Buenos Aires luego de haber actuado como mayordomo en las minas de Famatina y como maestro y secretario de juzgado de paz en Chilecito, donde se preparó para ejercer esos cargos y adquirió las figuras retóricas usadas en sus libros. Probablemente los Recuerdos de Provincia sarmientinos lo inspiraran para pergeñar la figura enjuta de su madre, el jardín riojano y la vida entre las montoneras de provincia. Bustamante, lo sepa o no, se concibe como un Sarmiento del siglo XX, uno de los tantos hijos anónimos engendrados por la pluma del expresidente leído en las aulas de las escuelas del país. El destino, sin embargo, no le sería tan propicio y a diferencia de los escritos del sanjuanino, para Bustamante la ciudad y la modernidad se volverían anatema, sinónimo de la degeneración extranjerizante a la que estaba sometido el pueblo argentino en manos del emporio de la química, la ciencia y la medicina de los laboratorios. Y de los anarquistas, los epónimos de las montoneras del siglo anterior.
Igual de nefastas le parecían las federaciones universitarias y obreras y las sociedades de resistencia: “muchedumbres de hombres en ciernes que no cesan de divagar en perenne conspiración insólita, contra el principio de autoridad. Muchachos inexpertos, mocitillos imberbes e ignorantes, tumores malignos dentro del corazón del país”, contra los cuales valía la cirugía temprana y rápida, ya que “a cada momento que se vienen iniciando, deben extirparse cuanto antes, aunque duelan y aunque sangren, porque para eso no hay curación posible, y dañan y perjudican en su fundamento, la acción biológica de la vida nacional, que debe continuar progresando.”
Bustamante escribía estas líneas en el contexto de los coletazos de la Reforma Universitaria de Córdoba, la Revolución Bolchevique y la crisis antieuropea desatada por la Gran Guerra, en consonancia y en pleno expansión de la Liga Patriótica Argentina, el movimiento de ultraderecha surgido en la década anterior y vinculado a la semana trágica de 1919. A ella se ligaron varios personajes de la ciencia para promover la búsqueda de las tradiciones artesanales y populares argentinas. Entre ellos, el italiano naturalizado argentino Clemente Onelli (1864-1924), naturalista viajero venido a rescatista de los tejidos y las artesanías de las provincias cuyos secretos se transmitían a las damas de la ciudad a través de cursos y exposiciones.
Bustamante, paradójicamente, dejó las minas riojanas para buscar en Buenos Aires el remedio contra la mordedura de un perro hidrófobo: la vacuna y el tratamiento antirrábico, descubierto por Louis Pasteur en 1885 y aplicado solamente en la capital pues la vacuna no era transportable. Bustamante no dejó mayor testimonio de ese tratamiento a pesar -o quizás por ello- de haberse curado definitivamente y morir solo muchos años después en el intento de recuperar sus minas y de hacerse rico gracias a la explotación del terruño nativo.
Su tirria contra los médicos alópatas surgiría poco después, con la enfermedad de su madre internada en el Hospital de Clínicas de la Capital. La señora que, desde niña estaba tragada por la melancolía de la miseria, había entrado al tratamiento muy entusiasmada al verse en sitio seguro, donde –según su hijo- sufrió un mes para luego pedir que la sacaran por la falta de abrigo y de alimentos. Fue en ese momento, “que entramos los dos hermanos de acuerdo a tener acierto y hacer prosperar un negocio iniciado por mí, de traer de las montañas andinas yerbas medicinales y ofertarlas en venta en esta capital, ya que (las) están llevando a Europa y aquí no se conocían sino los venenos de fabricación extranjera.”
La Casa Bustamante tuvo diferentes locales dedicados a productos andinos, negocios de minas, colección de minerales, la piedra imán y las plantas medicinales. No eran los únicos: en la localidad de Moreno, la espiritista Ana Flores combinaba sus prácticas con la venta de productos andinos y la piedra imán. La sucursal de la Avenida Pueyrredón, según el testimonio de Cáceres Freyre, contaba con vidriera a cada lado de la entrada y en el interior exhibía especímenes de historia natural; fósiles, minerales y objetos arqueológicos, folklóricos e históricos, como espuelas, estribos, armas, los naipes del padre y otros objetos de la Guerra del Paraguay. La gran mayoría de las piezas –incluyendo los huesos maternos- procedían, sin embargo, de la provincia de La Rioja donde se proveía de hierbas e incursionaba en el terreno de las minas.
El Museo Bustamante - como se hacía llamar el negocio – era el consultorio y el despacho de don Perfecto, quien atendía personalmente y, gracias al museo, estaba habilitado para abrir todos los días, aun los sábados, domingos y feriados de 8 a 21 horas. Entre los productos se destacaban la piedra imán –de uso más viejo que la ruda– y el Chuschampi, prodigioso bálsamo de hierbas resinosas para uso externo contra los dolores reumáticos, las llagas, las fístulas y el dolor de espalda.
Según los anuncios que Bustamante publicó en los diarios y revistas, la tienda había sido fundada en 1897, repartía gratis su catálogo de productos y contaba con teléfono para recibir pedidos con el número 44 de la Unión Telefónica, la empresa que en 1886 adquirió por varias décadas el dominio del negocio de las telecomunicaciones en Buenos Aires y la región pampeana.
Cáceres Freyre resumió algunas de las obras de Don Perfecto: la que más le interesó, por recopilar cuentos y figuras del folklore riojano fue Girones de historia (1922). Dejó de lado, “por exceso de fantasía”, aquellas ligadas a los productos andinos y a su industria de las yerbas medicinales que, en realidad, definían el por qué de su colección: el Catecismo argentino de la larga vida (1923) y La Flora argentina (1922), una “defensa de la salud pública. Naturalismo nacionalista. Defensa de la raza. Nuevos horizontes. Economía y sociología. Luz para todos!!!” Estos libros de unas 160 páginas, ilustrados con fotos y grabados, editados bajo el sello de su casa, con el cóndor como bandera tienden un puente que de la arqueología lleva a la historia de las prácticas de la botánica, el comercio, la política, la medicina y, también, a la del pensamiento conservador ligado a los valores seguros del pasado del suelo nacional.
Libros del hogar, su lectura volvía innecesarias (salvo para extirpar anarquistas) todas las herramientas de la cirugía inventadas hasta hoy, así como los rayos y las placas, la solemnidad de la auscultación y todos los “especialistas” con sus técnicas patológicas. Dedicado al Soberano Pueblo de la República, pretendía combatir la especulación que evitaba el uso de la flora nacional para mantener en pie “el mercado lucrativo de la droga extranjera y mortífera inyección que viene degenerando nuestra raza con el aniquilamiento de la sangre de sus víctimas.” Europa nos obligaba a consumir esas materias nocivas, envenenándonos mientras que “¡Aquí no falta nada para la vida de los habitantes, nos bastamos a nosotros mismos!” con la naturaleza y la Pachamama.
Hoy, a ese discurso se lo tildaría de una proclama de soberanía sanitaria, olvidando que entender a la Naturaleza como la gran farmacia de Dios es una idea de los alquimistas europeos de la Alta Edad Media y que los manuales naturalistas de autoayuda basados en los productos de la tierra eran otra invención del hemisferio norte. No por nada, Jorge Luis Borges, refiriéndose a la literatura, en 1932 recordaría que “El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo." (2).
Notas:
1. Julián Cáceres Freyre: Bio-bibliografía de Perfecto Paciente Bustamante (1860-1932). Escritor, coleccionista y precursor del Folklore en la provincia de La Rioja. En Boletín del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, 18: 47-66, 1995.
2 Jorge Luis Borges. El escritor argentino y la tradición. En Obras Completas, 1. Buenos Aires, Emecé, 1990, (1a ed. 1932).
* Irina Podgorny
Museo de La Plata
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