El vertedero de la historia



Bukhard Glaetzner, oboísta y director de orquesta, fue cofundador de la Academia Libre de las Artes de Leipzig en 1992 y desde 2005, miembro de la Academia Sajona de las Artes. Fotografía: Gentileza Sächsischen Akademie der Künste.



Christine Schornsheim, eximia clavecinista y pianista nacida y formada musicalmente en Berlín. Hoy es jurado frecuente de concursos internacionales de clavecín. 



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

Las ciudades medianamente opulentas –decíamos ayer- descartan en el basurero los productos de su historia. Sobran los ejemplos en forma de plato, de copa o de libro que, si tienen suerte, esquivan o postergan el destino pasando a otra casa, otros dueños, otra función.


Los vinilos, hace poco, lograron evitarlo por obra y gracia de un renacer cuya fecha de caducidad llegará de un momento a otro. Los diccionarios y las enciclopedias, se anuncia en el horizonte, son dos especies condenadas a desaparecer. De un tiempo a esta parte, se los encuentra en las veredas y en los almacenes de recuperación de papel. Los discos compactos, por su lado, andan mendigando por las calles y se juntan en los zaguanes con el Gran Diccionario Larousse, el Meyers Konversations-Lexikon, los libros para la enseñanza de idiomas extranjeros y la ropa de bebé. Un amontonamiento donde los conciertos de clarinete de Mozart conviven con las palabras y los escarpines que nadie usa, la música de películas que nadie ve y los cuentos leídos por algún actor cuya voz creyó inmortalizar para esa posteridad que no se interesa en ellos. Sobre todo, si vienen de un país cuya existencia cesó de repente. Como cuando, apenas ayer, ocurrió en esa noche del 9 de noviembre de 1989.


Una noche histórica. Alemanes federales subidos al muro y dispuestos a cruzar hacia Occidente. Aquella barrera de cemento tenía casi 3,6 metros de altura, unos 43 km de largo y 302 torres de vigilancia.


Ese día empezaba el fin de un país con bandera, moneda, pasaporte, medallas olímpicas, trofeos y pasión deportiva de todo tipo. Desfiles, himnos, monumentos históricos, héroes nacionales y universales. Todos inútiles a la hora de evitar que, por un error en las palabras usadas en una conferencia de prensa de Günter Schabowski (1929-2015), periodista de Neues Deutschland y político del Politburó del Partido Socialista Unificado berlinés, se adelantara el anuncio de la libertad inmediata para viajar a través de todos los pasos fronterizos de la República Democrática Alemana hacia la República Federal y Berlín Occidental. Y con ello, sin querer, se disolvía una frontera creada y destruida por la historia.


Han pasado poco más de 30 años y de aquello no sobrevive prácticamente nada. Sus ciudadanos, a quienes, de la noche a la mañana se les acabó la patria, se han diluido en otra que habla la misma lengua, pero con otros modismos y vueltas.


Los niños nacidos en la década de 1980 hoy son cuarentones formados en un mundo con una abundancia desconocida por sus abuelos y sus padres. El consumo en su máxima expresión hace que las estanterías y las paredes no alcancen y que la calle deba acoger los restos del país de sus ancestros para, de este modo, poder seguir acumulando lo que se tirará mañana.   


Así, alguien, por alguna razón, un día se desprendió de “Der Mauerfall. Künstlerleben In der DDR und kulturelles Erbe”. Dos discos compactos, con el registro de una serie de entrevistas realizadas a cantantes, periodistas y músicos invitados a testimoniar cómo era la vida de artista en la República Democrática Alemana, el país donde se habían formado y desarrollado sus carreras.


El álbum había sido editado en enero del año 2010 como conmemoración de los 20 años de la caída del muro. Se trataba de una iniciativa promovida por el sello discográfico Phoenix, el hermano rentable de Capriccio, una casa fundada en Viena en 1982 y conocida por su catálogo con música de todos los períodos históricos, con la condición que fuera poco conocida o redescubierta recientemente. Tras la quiebra de Delta Music GMBH, el director artístico de Capriccio, Johannes Kernmayer, decidió continuar con varios proyectos de grabación de la sección clásica de Delta conocida como "Phoenix Edition", una apuesta comercial que permitió rescatar el catálogo de Capriccio y restablecer la etiqueta como una nueva compañía independiente. Capriccio hoy cuenta en su haber con óperas de Hasse, Graun, Schreker y Zemlinsky; las sinfonías de Joseph Martin Kraus, Gossec, Schulhoff y Ullmann; la edición completa de Kurt Weill; la música cinematográfica de Shostakovich y Schnittke; y la serie 'Retratos del siglo XX', con música de compositores como Ernst Bloch, Egon Wellesz y Paul Dessau. Entre sus artistas, figuran la clavecinista y pianista Christine Schornsheim (1959-) y el contratenor Jochen Kowalski (1954-), dos de los protagonistas de “Vida de artista en la RDA” que se vende en Amazon y en otras plataformas digitales donde, nuevo, cuesta más de 20 euros y, usado, un poco más de la mitad. Capriccio, en este mundo del Siglo XXI dominado por la concentración de las casas editoriales y discográficas en pocas manos, continúa radicada en Viena como una rama del grupo Naxos.


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El álbum descartado no tiene fallas, se lo escucha sin saltos, de la A a la Z. En el orden que uno se le antoje, surgen las voces y opiniones de esos artistas que hoy, en 2023, se están jubilando, se han retirado o fallecido, pero que, en 2009, estaban en la cima de sus carreras gracias al reconocimiento que habían alcanzado en la República Democrática, en Europa y en el resto del mundo sin necesidad de afiliarse al Partido Comunista.  A Kowalski y a Schornsheim, se le suman el barítono Olaf Bär (1957-) y el tenor Reiner Goldberg (1939-), la mezzo-soprano Uta Priew (1944-), el oboísta y director de orquesta Burkhard Glatzner (1943-), el violinista Conrad Muck, la actriz Gisela May (1924-2016), la periodista Monika Zimmermann (1949-) y el político y diplomático Hans Otto Bräutigam (1931-), hablando de sus vivencias antes y después de la caída del muro.


Las entrevistas responden a unas preguntas que se proponen recordar ese mundo extinguido donde las reglas eran otras, una reminiscencia de la cultura de ese país donde “la música unía a la gente atravesando las fronteras existentes.” Entre ellas, ¿ayudó la cultura a romper el muro entre Oriente y Occidente? ¿Qué herencia cultural dejó la República Democrática Alemana? ¿Qué muros cayeron? ¿Cuáles se han construido desde entonces? ¿Cómo vivieron los acontecimientos antes y después de 1989? Los dos discos se estructuran combinando algunas grabaciones vocales e instrumentales con las reflexiones en torno a estas cuestiones, adentrándose en el mundo personal y profesional de los artistas y políticos convocados.


Con cierto aire (n)ostálgico, pero con la certeza de un derrumbe anunciado por las fallas estructurales del subsuelo, la mayoría coincide en la sorpresa con que los tomó el desplome del país donde vivían. Como en mayo de 1810, a esta gente los atrapó un suceso imprevisto y revolucionario de la historia. El 9 de noviembre los encontró a uno en Australia, a otros en Leipzig y a todos, en la necesidad de adaptarse a las reglas donde ya no regía el empleo estatal. Hasta ese día habían sido funcionarios de por vida de los cuerpos de los teatros y de las orquestas más prestigiosas. Eran mucho más que una marca del nivel musical de los conservatorios de Dresde y Berlín: gracias a ellos el estado de Alemania oriental se nutría de las divisas que tanto faltaban. Salían -observados- al extranjero y, al regresar, la mitad de lo ganado iba a las arcas de la RDA para garantizar, entre otras cosas, que los egresados de los conservatorios tuvieran asegurado un empleo en algún teatro o compañía sostenidos públicamente, con funciones siempre llenas, con entradas a precios irrisorios.  Una de las entrevistadas recuerda que tuvo que esperar a la caída del muro para experimentar por primera vez en su carrera qué era tocar en una sala casi vacía. El costo elevado de las localidades sí, pero también las reglas de un mercado cultural al que no estaban acostumbrados y en el que, sin dudas, lograron sobrevivir gracias a la educación recibida.


La tristeza no está ausente de las voces grabadas en 2009 como tampoco lo está de quien lo escucha después de rescatarlo del contenedor de la basura.


Kowalski, flaco y huesudo, se acaba de retirar de los escenarios de la Staatsoper de Berlín donde el público que lo adoraba en la década de 1990 -o por lo menos algunos- aún lo aplaudía con cariño, complicidad y fervor.  Se jubiló en un papel secundario, propio a una voz cansada: la nodriza de Octavia, la esposa de Nerón en la Coronación de Popea de Monteverdi. Feliz, coronado de gloria, le hicieron una fiesta en la confitería del subsuelo después de la función de despedida. Ignoraba, con certeza, que alguien había decidido arrojar de su hogar ese disco con sus recuerdos orientales todavía frescos y que, al hacerlo, también sin pensar en ello, contribuía a multiplicar de manera exponencial su carácter de vestigio de algo cada vez más remoto en el espacio y en el tiempo.  


Una alerta que si estamos dispuesta a escuchar, nos recuerda que ese es el final de todo lo vivo, de todo lo humano, de todas las naciones, los países, los estados, las ciudades.


No por nada a alguien, alguna vez, se le hizo cuento la fundación de Buenos Aires.


La muerte, al fin y al cabo, deja más huellas que los nacimientos.


Huesos. Piedras.


No más que eso. 


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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