Josefina Plá en la encrucijada

Josefina y Julián (Andrés Campos Cervera), el amor de su vida.



Josefina en Manises decorando un plato. Gelatina de plata vintage, Circa 1931. Gentileza Miguel Ángel Fernández.



Calle del Pozo, Villajoyosa. En la casa del balcón curvo  vivió Josefina Plá. Fotografía del autor.



Miguel Ángel Fernández 


Escritor, poeta, crítico de arte, editor y profesor universitario. Licenciado en Humanidades por la Universidad Católica de Asunción. Miembro fundador y primer secretario de Asociación Internacional de Críticos de Arte, Capítulo Paraguay; miembro de la Asociación Internacional de Hispanistas y de la Sociedad de Estudios Literarios Hispanoamericanos. Fundador y director de la Revista Diálogo y de Ediciones Diálogo. Sus publicaciones incluyen libros y numerosos artículos sobre historia del arte, arte moderno, artistas y escritores paraguayos. Como editor, ha publicado y prologado obras de Rafael Barrett, Augusto Roa Bastos, Josefina Plá, Hérib Campos Cervera y otros. Ha organizado en Paraguay seminarios y simposios internacionales de Literatura. Actualmente prepara la edición de varios volúmenes de historia y crítica de Josefina Plá, fundadora de AICA-Paraguay y figura destacada de la cultura paraguaya e hispánica.


Por Miguel Ángel Fernández *

En más de una ocasión me he referido a la obra de Josefina Plá como un hecho de encrucijada, que se visualiza bien mediante un recorrido por su vida y su obra.


En Villajoyosa, un día del verano de 1924, Josefina Plá y Andrés Campos Cervera (más conocido con el seudónimo de Julián de la Herrería) se encuentran en la casa de Mimí, sobrina del artista paraguayo. El azar (ese otro nombre del destino, diría tal vez Borges) los reunió en esa pequeña pero preciosa ciudad alicantina de la Costa Blanca, en cuyo casco antiguo todavía se conserva la casa donde vivía la joven Josefina con su familia.


Así nace una relación amorosa que duraría hasta la muerte de Andrés, trece años después, en 1937. En ese lapso, Josefina colaboró estrechamente con su marido en el campo de la cerámica, al mismo tiempo que se dedicaba a su primera vocación: la poesía, y más tarde el teatro, la narración, el ensayo y la crítica. Se habían casado por poderes a fines de 1925, y en febrero del año siguiente pisaba tierra paraguaya quien vendría a ser una de las figuras mayores de la cultura paraguaya en el siglo XX.


Josefina Plá nunca más regresó a Villajoyosa. En 1993 quise conocer el lugar donde se había anudado su destino paraguayo e hispanoamericano. Allí, en compañía de Alicia Campos Cervera, mi mujer y yo recorrimos las estrechas y a veces empinadas callejuelas de la ciudad vieja. Bajando por la calle del Pozo, y en seguida por la de la Escalereta, se llega al Portalet, casi a la vera del mar. La Escalereta y el Portalet servirían de motivos para más de un grabado de Julián de la Herrería: Josefina recuerda este hecho en la biografía que dedicó a su marido. A mi regreso, visité a mi ya anciana maestra y le enseñé las fotografías que había tomado en Villajoyosa. Al ver una de ellas me dijo, estremecida por la emoción y con voz quebrada, que uno de los balcones de la calle del Pozo, era el de su antigua casa. Quizá fue la última vez que vio una imagen de la ciudad donde había vivido parte de su juventud y había conocido a quien sería su maestro y compañero.


Julián de la Herrería, El Portalet Villajoyosa. Heliograbado, 1923. Prohibida la reproducción de esta imagen sin autorización expresa del autor.


Apenas trece años duró su matrimonio con Julián de la Herrería. Años decisivos, durante los cuales toma contacto con la realidad paraguaya y con el arte de las grandes civilizaciones indígenas americanas, que sería el centro temático de buena parte de la obra de Julián de la Herrería y de ella misma. Con él descubre también las escenas populares de los matecitos esgrafiados por la india Catalina. Ello daría lugar a una gran serie de cerámicas del artista paraguayo, en la última etapa de su vida. Para Josefina Plá fue el punto de partida de lo que años después, en su madurez, sería temática de sus cerámicas de temas populares paraguayos e indígenas de la extinguida etnia payaguá.


Pero también con Julián de la Herrería aprendió la técnica del grabado, en particular la de la xilografía. Si él fue el primer artista moderno en el Paraguay, a su mujer le tocaría ser también, en la década del 20, la primera grabadora moderna, y más tarde, figura capital del movimiento artístico que a partir de 1954, con el grupo Arte Nuevo, afirmó en el Paraguay los conceptos y los lenguajes de vanguardia del arte del siglo XX.


Su labor en el campo de la cerámica no sólo se dio como continuación de la tarea de rescate de los valores estéticos prehispánicos, tal como se propuso Julián de la Herrería en parte de su obra, sino también como experiencia de las formas modernas y las de la tradición americana. Por eso su obra es asimismo testimonio de disyunciones y conjunciones, en la medida en que los signos de uno y otro universo semántico se excluyen, se combinan o se funden en su obra artística.


Izq.: Julián de la Herrería, Mamopa rejhó Josefa. Cerámica a la cuerda seca, 1936. Der.: Josefina Plá, Motivo malayo. Cuerda seca con reflejo metálico, 1936. Prohibida la reproducción de estas imágenes sin autorización expresa del autor.


Años más tarde, en momentos de lucha por las nuevas expresiones artísticas, la tarea de Josefina Plá (en colaboración con su discípulo José Laterza Parodi) se vio reconocida en la IV Bienal de São Paulo (1957) con el Premio Arno. Después vendrían las distinciones internacionales para Edith Jiménez, Hermann Guggiari, Carlos Colombino y otros. Tanto la obra de Julián de la Herrería como la de Josefina Plá hicieron de la cerámica un arte mayor y hoy podemos ubicarlas entre lo más notable de la producción artística paraguaya del siglo XX.


Jarro Lechuza, pieza de Josefina Pla que integra la Colección Museo Julián de la Herrería.


Paralelamente, la obra de creación de Josefina Plá se desarrollaba en el campo de las letras. En primer lugar, la poesía: su producción, en este ámbito, es —no me cabe duda— uno de los hechos más valiosos de la lírica moderna en lengua castellana. Se dio, inicialmente, cuando ya brillaban en el cielo literario hispanoamericano esa constelación extraordinaria compuesta por Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni. Quizá por ello haya quedado un poco velada a los ojos de la crítica. Sin embargo, al lado de sus ilustres predecesoras, la obra poética de Josefina Plá no desmerece en modo alguno y a menudo se empina y rompe cotas por la intensidad y belleza de su expresión, plena de sentido existencial.


Ambos expusieron su obra de cerámica en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en 1931.


Igualmente constante fue su dedicación al teatro, al cual dio obras de gran calidad como Historia de un número y Fiesta en el río, piezas que figuran entre lo más importante de la producción dramática hispanoamericana contemporánea.


En la segunda mitad de la década del 50, Josefina Plá publica en la revista Alcor una serie de cuentos, parte de los cuales incluyó luego en la edición de La mano en la tierra, en 1963. Por entonces, ya habían visto la luz El pozo y La babosa, de Gabriel Casaccia, y El trueno entre las hojas y El baldío, de Augusto Roa Bastos. Si bien los cuentos de Josefina Plá también enfocaban aspectos de nuestro mundo, sus particulares configuraciones significativas y expresivas se distinguían claramente de la de estos escritores. El mundo narrativo de Josefina Plá está situado en el lugar de intersección de los universos semánticos hispanos (originarios de la autora) y el de la expresión paraguaya e hispanoamericana, que sería definitivamente el ámbito pragmático de su habla y de su estilo. De este modo, su literatura aprehende, conjuga y cristaliza en una literatura de alto porte estético los signos de su patria originaria y los de la tierra que en la hora postrera su mano por fin tocaría definitivamente, como la del viejo hidalgo español de su cuento “La mano en la tierra”. 


El 11 de enero de 1999, una ancianita ciega y sorda, nacida casi noventa y seis años antes en Lobos ―una pequeña isla de las Canarias―, que conoció al gran amor de su vida en una villa joyosa a la vera del mar Mediterráneo y llegó al Paraguay un 1º de febrero de 1926 para gloria de su arte y de su literatura, se extinguía para el mundo, dejando como legado una obra de extraordinario valor por su autenticidad vital y su plenitud estética. 


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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