A la luz de estas aseveraciones podríamos colegir que los hispanoamericanos necesitamos «parecer», sin advertir que lo importante es «ser». La cultura popular ha consagrado el dicho «las comparaciones siempre son odiosas» a lo que nosotros agregamos y muchas veces innecesarias, tal como comprobaremos en tres ejemplos - el primero en esta entrega y los restantes en el próximo número de Hilario - que no necesitan reflejarse en otros espejos por poseer cada uno de ellos cualidades suficientes como para ser, en lugar de parecer.
Cuando se descubrieron las ruinas del actual parque Arqueológico Joya de Cerén, en la República de El Salvador, en el valle de Zapotitán, a 36 km. de su capital, la ciudad de San Salvador, la noticia librada al público las caracterizó como «La Pompeya de América», apelativo adoptado incluso por la Unesco en su declaración de Patrimonio de la Humanidad en 1993. Sin embargo, aceptando la certeza incontrastable de la coincidencia de haber sufrido ambas la agresión del mismo fenómeno geológico, después de haber visitado ambos sitios, creemos que este asentamiento mesoamericano posee atributos particulares y universalmente únicos como para diferenciarse.
Su nombre tiene que ver con la familia Cerén, propietaria del lugar hasta antes de venderlo al gobierno, y el término joya alude al valle pequeño y fértil que aparece rodeado por accidentes topográficos, tal como aquí sucede.
Estudiada por numerosos cronistas de las más diversas ramas de la ciencia, se sabe que la fecha de destrucción de Pompeya, emplazada en el golfo de Nápoles, a orillas del mar Tirreno, fue datada en el verano del año 79 de la era cristiana, debido a la erupción del volcán Vesubio.
Este fenómeno tuvo un espectador: Plinio el joven, quien plasmó la vivencia en una carta a su amigo Tácito, citado elocuentemente por el Dr. Francisco García Jurado, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, en el cierre de sesiones de las Jornadas Pompeyanas, que se desarrollaron en 2014 en La Academia de Bellas Artes de San Fernando: «Quienes murieron el año 79 en Pompeya bajo las cenizas, los gases y lava no supieron que aquella montaña que vomitaba fuego era, en realidad, un volcán. Esa ignorancia hizo que pareciera tan extraordinario e imprevisible lo que allí estaba ocurriendo. La víctima más conocida de aquel desastre, el erudito Plinio el Viejo, que estaba al norte de la bahía, quedó tan asombrado por lo que contemplaba desde lejos que decidió embarcarse para observar mejor el prodigio.
Su sobrino, Plinio el Joven, nos cuenta esta historia en una conocida carta dirigida a su amigo el historiador Tácito. Se trata del testimonio escrito más importante de la época, a pesar de que muchos historiadores lo cuestionan como poco fidedigno. Sin embargo, no todos los comentaristas han reparado en que la carta está escrita desde una interesante visión heroica que nos sugiere ver el desastre del Vesubio a partir de la comparación con la misma guerra de Troya.
Como hasta muchos siglos después no se supo que el Vesubio era un volcán, observamos cómo el mismo Plinio el Viejo sólo lo cita en su Historia Natural [14, 22] para decirnos que se trata de un lugar donde se crían ásperos vinos. A pesar de todo lo que sabía sobre el mundo conocido, Plinio no pudo adivinar que lo que él consideraba una fértil montaña acabaría también con su vida, como terminó con la de cientos de personas que apenas hoy conocemos. Él murió igualmente, qué duda cabe, pero morir tras haber dejado grandes escritos o hazañas implica, al menos, no morir del todo.»
Lo que se sabe en la actualidad es que la erupción consistió en una oleada piroclástica, es decir una mezcla de gases volcánicos, materiales pétreos y aire comprimido, de movimiento veloz y altísimas temperaturas que oscilan entre los cuatrocientos y mil grados centígrados, que a su paso no respetan las vallas topográficas que se les oponen.
El caso de Joya de Cerén es distinto; mientras que la terrible erupción del Vesubio destruyó Pompeya, distante unos diez kilómetros y afectó veinticinco kilómetros a la redonda, el volcán Loma Caldera se encontraba a menos de un kilómetro de esta población maya, y la gran diferencia estriba en que no se trató al inicio de una erupción violenta, sino manifestaciones graduales del fenómeno, como lo explicó a la BBC el Dr. Payson D. Sheets, arqueólogo de la Universidad de Colorado, a la conocida periodista Analía Llorente, quien escribió un artículo en ocasión de la octava edición del Foro Centroamericano de Periodismo, celebrado del 14 al 19 de mayo de 2018, de cuyo contenido extractamos jugosas declaraciones:
«Conocemos mucho sobre la élite maya, sus pirámides, sus jeroglíficos... Joya de Cerén nos da la primera ventana clara a la riqueza de la vida de la gente común».
«En el episodio sufrido en la Joya de Cerén, la gente no tuvo tiempo de llevarse sus cosas. Tuvieron que escapar por la erupción volcánica a sólo 600 metros al norte de ellos».
Al quitar las capas de ceniza aparecen las edificaciones ocultas por catorce siglos. Fotografía del autor.
Sheets, el arqueólogo entrevistado, quien realizó numerosas excavaciones en el lugar en los últimos cuarenta años, dice que la erupción del volcán fue freatomagmática; es decir que fue en fases.
«La primera fue una masa de granos fina que cayó horizontalmente cubriendo plantas como las de maíz, yuca, los techos de las casas y el paisaje en general. Y la segunda fase fue más violenta y explosiva que desplazó hasta el agua del río. Luego vinieron varias fases convirtiendo el lugar en una cápsula del tiempo que hizo que la gente ni se molestara en desenterrar», asegura.
En 1978, un poco por curiosidad y otro poco por casualidad, cuando realizaba una investigación en El Salvador, el doctor Sheets se topó con una estructura cubierta de ceniza y sacada a la luz por una excavación que había realizado una empresa constructora dos años antes en el departamento de La Libertad, al noroeste de San Salvador.
«Tomé algunas muestras -describe-, las sometí al método de datación por radiocarbono [para determinar la edad de los materiales] y los resultados fueron 1400 años. No recuerdo cuánto tiempo estuve con la boca abierta», describe.
«Me di cuenta que no había un lugar en el mundo moderno con una preservación de este tipo», añade.
Durante los catorce siglos que la Joya de Cerén quedó sepultada bajo las cenizas, algo extraordinario sucedió.
«La comida que estaba almacenada en vasijas permaneció igual. Encontramos una vasija de cerámica con cientos y cientos de semillas de calabaza. Después de 1400 años, en un clima tropical, las semillas de calabaza no cambiaron ni en tamaño, ni forma, ni peso. Estaban solo con un poco de polvo».
Entre las similitudes, se sabe que el Vesubio ya había hecho una erupción – menos destructiva – en el año 62, es decir diecisiete años antes del desastre, en tanto que el centro y el oeste del actual territorio de El Salvador fueron cubiertos en el año 500 por las cenizas del volcán Llopango. Y cuando el suelo volvió a ser fértil nació el asentamiento de Joya de Cerén, tapado a su vez en el siglo siguiente por el mismo fenómeno.
Lo que nos maravilló en nuestra visita fue estar frente a un verdadero documento informativo sobre los hábitos y modo de vida de una comunidad de agricultores mayas, descubierta accidentalmente cuando, en la excavación de una compañía constructora contratada para levantar silos, los ingenieros encontraron paredes de arcilla.
En este caso no hubo pérdidas humanas, dado que sus habitantes pudieron evacuar el pueblo antes de que fuera cubierto por las cenizas volcánicas y las lapilli [pedruscos de lava solidificada], pero en la huida dejaron sus enseres domésticos que permanecieron intactos durante catorce siglos, incluidos algunos árboles de cacao y otras especies vegetales.
La erupción del Vesubio, en cambio acabó con la vida de una alta cifra de habitantes, entre otras la de Plinio el viejo, incluidas las de los animales domésticos, y lo que los arqueólogos encontraron fueron los huecos de aquellos cuerpos desaparecidos por el calor y conservados en la lava solidificada. Aquellos vacíos fueron rellenados recién en 1860 por el arqueólogo italiano Giuseppe Fiorelli, recuperando las formas originales que hasta hoy se observan en el sitio.
Y así como se hallaron en Joya de Cerén los elementos de uso cotidiano y utensilios domésticos sin signos de haber sido manipulados durante esos catorce siglos, otra fue la historia en Pompeya donde la rapiña se inició poco después del desastre bajo el gobierno del emperador Tito Flavio Domiciano, continuada en 1748, cuando los reyes de Nápoles, Carlos de Borbón y María Amalia de Sajonia, se convirtieron en mecenas de las investigaciones, que a la postre sólo fue una pantalla para apropiarse de obras de arte que instalaron en su palacio.
Actualmente, en Joya de Cerén se encuentran expuestas diez estructuras entre las que se cuenta un edificio de uso comunitario, dos casas habitaciones, un temascal [baño de vapor equivalente a un sauna], una cocina y un edificio religioso para las ceremonias oficiadas por un chamán. La protección brindada por esta verdadera «cápsula del tiempo» como la ha caracterizado el doctor Sheets, se evidencia en las piezas exhibidas en su museo de sitio, y ha llegado al extremo de preservar algunos techos de paja.
Se comprenderá ahora la relevancia científica de Joya de Cerén, un patrimonio de la Humanidad que no requiere de comparación alguna para dimensionar su valor testimonial.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios