La gota y la bolsa

Homenaje a Diyi, 1965, Cortesía Fundación Kosice - Museo Kosice. Fotografía: Gentileza Malba.



Aerolito y luz móvil, ca. 1970 (Detalle). Fotografía: Gentileza Malba.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

“Intergaláctico”, la exposición sobre la obra de Ferdinand Fallik o Gyula Kosice (1924-2016) que, en estos meses, se realiza en el MALBA [VER] propone un reencuentro con uno de los materiales y las industrias que más marcaron el siglo XX: la química de los monómeros y de los polímeros, y la síntesis artificial de estos últimos para producir plásticos, vinilos, acrílicos, plexiglás, siliconas. Esas cosas de las cuales el mundo del siglo XXI aborrece en abstracto y consume en concreto y que, en forma de lentes, nalgas o en la comida, integran las capas externas y subcutáneas de nuestra especie humana.


El acrílico de los años de Kosice, en cambio, todavía estaba afuera de nuestros cuerpos como parte del optimismo supersónico, como uno de los plásticos usados en la ingeniería y en la arquitectura: el metacrilato -su denominación técnica-, también conocido como PMMA, que se obtiene de la polimerización del metacrilato de metilo. En la industria se presenta en gránulos [para el proceso de inyección o extrusión] o en placas [para termoformado o para mecanizado]. Este material fue el resultado de los trabajos de, entre otros, el químico alemán Wilhem Fittig (1835-1910) quien, en 1877, descubrió el proceso de polimerización que convierte el metacrilato de metilo en metacrilato de polimetilo. En 1933, otro químico alemán, Otto Röhm (1876-1939), patentaba la marca “Plexiglás” y en 1936, la británica Imperial Chemical comenzaba la producción comercialmente viable de acrílicos de seguridad en reemplazo del vidrio. Durante la Segunda Guerra Mundial tanto las fuerzas aliadas como las del Eje los utilizaron para los periscopios de los submarinos, los parabrisas y las torretas de los aviones, un material cuya explosión resultaba mucho menos dañina para los soldados alcanzados por las esquirlas. De esa manera, se empezó a pensar que entre el acrílico y los humanos había una mayor cercanía que la desarrollada con el vidrio a través de varios milenios de historia. No por nada el desembarco de la industria petroquímica en el arte, le da paso al artista plástico.


Los paneles introductorios de la muestra recuerdan que, desde fines de la década de 1950, este material comenzó a producirse en la Argentina en talleres instalados en el Gran Buenos Aires. Hoy -a falta de Páginas Amarillas- una búsqueda en internet nos confirma que muchos de esos emprendimientos familiares sobrevivieron a las sucesivas crisis del país y celebran sus varias décadas de existencia ya sea en Haedo, Quilmes, o en algún otro punto de los itinerarios del Ferrocarril General Roca.


Kosice aprovechó esa cercanía para contactar a sus fabricantes que lo proveyeron de las planchas que, por no cumplir con los parámetros de calidad, eran descartadas por la presencia de, por ejemplo, burbujas o fisuras que las hacían inutilizables en la construcción. Esa aparición fortuita de lo inesperado, Kosice la transformó en experimentos que apostaban a la creación de texturas con lo no previsto, mediante el aprisionamiento del aire, el agua y la luz. Así, a través de la introducción de aire surgirían las estructuras lumínicas con vejigas, esas obras de plexiglás inyectado, modelado en hornos fabriles y con una máquina sopladora.


«El plástico -dicen los paneles de la muestra- permitió a Kosice trabajar el potencial estético del agua: ‘un elemento que literalmente se escapa de las manos’, decía en su manifiesto de 1960 (…) El agua se cuela en los múltiples formatos que le propone el plástico: los reflejos y brillos que producen las moléculas (gotas) son utilizados para amplificar su efecto deformante y refractante.»


Estructura lumínica, 1965. Cortesía Fundación Kosice - Museo Kosice. Fotografía: Gentileza Malba.


Kosice creaba esas gotas figuradas que simulaban agua pero que, de agua, tenían poco: se trataba de una mezcla de hidrocarburos ya que el agua quieta hubiese sido el caldo de cultivo de algas y otros organismos. Toda una metáfora: los materiales de la naturaleza se enturbian, el agua cultiva la vida y la muerte. Allí las cosas nacen, se descomponen, se pudren, y para evitarlo, nada como sintetizar una realidad prístina y sintética. De este modo, en el documental de Alejandro Vignati [1984] que forma parte de la exposición, se lo ve a Kosice inyectando un líquido transparente dentro de un prisma [como la burbuja de un nivel], creando esa otra metáfora del artista como inventor, ingeniero o carpintero del porvenir que aprovecha los productos y los descartes del desarrollo químico industrial de la Argentina de entonces.


Se habla de Kosice como el primer hidro-artista, en una época donde otros también encerraban el agua en recipientes transparentes. Como por ejemplo, la bolsa de compras de plástico, cuyas primeras patentes americanas y europeas se remontan a principios de la década de 1950. Aunque se trataba de un producto bastante diferente a la bolsa que se usa en nuestros días, apareció como un invento del ingeniero sueco Sten Gustaf Thulin [1914-2016] quien, en 1959, desarrolló un método para formar una bolsa sencilla y ligera, de una sola pieza, doblando, soldando y troquelando un tubo plano. Destinada a la empresa de envases Celloplast de Norrköping (Suecia), el diseño dio lugar a una bolsa sencilla y resistente, con una gran capacidad de carga que fue patentada en 1965. La intención de este invento era evitar la deforestación ligada a la producción del papel que, hasta entonces, era el material más usado en los embalajes. Mediante el uso de un material totalmente humano, gracias a las promesas de la química del petróleo, se salvarían los bosques y la Tierra continuaría siendo verde.


A partir de mediados de la década de 1980, las bolsas de plástico se convirtieron en el medio habitual para transportar las compras desde la tienda hasta los vehículos y los hogares en buena parte del mundo, sustituyendo a las de papel pero también a los contenedores de vidrio, metal, piedra y madera. Hoy, se calcula que hay un billón de bolsas de plástico en uso activo, sin contar las obras de arte donde apareció ligada al agua, como un contenedor de líquido. Por ejemplo, en 1998 el artista peruano Fernando Bedoya  (1958) monta «Trans-apariencia. Tajo a lo plástico», 7000 bolsas de plástico transparente con agua, colgadas del techo del Centro Cultural Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires y que sin dudas, dialogan con la lluvia artificial que en 1968, Kosice hizo caer en 150 metros de la calle Florida en ocasión de su muestra en el Instituto Di Tella. En la obra de Bedoya, la bolsa se incorpora a inicios de la década de 1990 cuando, luego de una larga residencia en la Argentina, se topa con ellas al regresar al Perú por tierra y vía Bolivia. Allí, en una parada del camino, las bolsas, colgadas del techo, se usaban para repeler a las moscas, reemplazando al vidrio como envase para cazar insectos. En plena epidemia de cólera, se habían vuelto un talismán ligado a la higiene y a la promesa de salud. Prismas de luz, las bolsas con agua eran una bienvenida al mundo andino, un prisma hecho con el objeto más paradigmático de la sociedad de consumo: la bolsa de las compras transformada en cebo para la peste.


Nudo, de 2019. Obra de Fernando Bedoya pintada, por supuesto, con acrílico. En el catálogo Fernando “Coco” Bedoya / Artista en residencia. Instituto Cultural Peruano Norteamericano. Curaduría Max Hernández Calvo. Lima, 2022.


Las bolsas, sin embargo, en 1964 ya habían aparecido en la obra del artista holandés Henk Peeters (1925-2013), miembro fundador de Nul, la sección holandesa del movimiento ZERO creado por Heinz Mack (1931-) y Otto Piene (1928- 2014) en la Düsseldorf de finales de la década de 1950. ZERO -que recientemente ha sido revisitado con exposiciones en el Stedelijk de Ámsterdam, el Guggenheim de Nueva York y el Martin-Gropius-Bau de Berlín- se situó en oposición al expresionismo y al atavismo del Art Informel. Peeters, recordado ahora como una de las principales figuras de un movimiento cuyo reconocimiento ha ido acompañado de un aumento de su valor en el mercado, se inspiró en la posibilidad de un arte ilustrado, racional y populista. Esto es evidente en sus 16 bolsas de plástico llenas de agua montadas en una cuadrícula sobre un soporte de terciopelo: la Acuarela Z #64-07 del año 1964. 


Henk Peeters. Aquarelle Z #64-07, 1964. Fotografía: En Internet, VER


En Europa, las bolsas con agua se asociaban a la venta de los peces de colores procedentes de los trópicos. Humildes, austeras, eran un ejemplo de la ligereza de ZERO, de una visión que, despojada de solemnidad, trataba de los temas contemporáneos. En el caso de la obra de Peeters hoy se habla de un brillo “retrofuturista”, donde la simplicidad y la confianza evocadas en el diseño de la bolsa, en ese período de la postguerra, invocaba un futuro inmediato mucho más halagüeño que el pasado reciente. Las bolsas de Peeters forman parte del mismo contexto que llevó a Sten Gustaf Thulin a pensar maneras alternativas de embalar sin destruir bosques recurriendo a materiales 100% humanos. La bolsa en Europa como el acrílico en América , hablaba de un brillante porvenir. En el siglo XXI, a poco más de medio siglo de la obra de Peeters y de la invención de Thulin, es un símbolo del pesimismo ambiental, una amenaza a la vida en la Tierra: no se rompe, pero tampoco se degrada. Coloniza, se mete en los cuerpos, sus partículas se funden en las tripas de los peces. El futuro, a fin de cuentas, está lleno de plástico. Hoy esas obras de arte son una reflexión sobre la naturaleza híbrida del presente, de este mundo encapsulado por el consumo que, como el océano Pacífico, está siendo invadido y transformado por la basura que producimos. Una invitación a pensar los paisajes y la humanidad del futuro. El Antropoceno está en los estratos recientes pero también en las células de los animales del mar que, gracias a la pesca, pasan a los estómagos de sus vecinos y de quienes, como nosotros -a pesar de los deseos de Kosice-, seguimos habitando en tierra firme.


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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