Durante la intendencia del arquitecto Alberto Prebisch en aquel Buenos Aires de 1961, se inauguró una plaza en Retiro con el nombre de República del Canadá. En agradecimiento el embajador ofreció a la ciudad un monumento: un tótem tallado por una comunidad indígena. Era algo de incalculable valor simbólico, cultural y material, en un compromiso que unía al gobierno de la ciudad y el nacional. Era una obra significativa con un alto contenido espiritual para la comunidad indígena que lo talló en un enorme tronco de árbol elegido para eso. Cada tótem es único y tiene significado histórico, heráldico y mítico.
Pero parecería que no todos los porteños estuvieron de acuerdo con su existencia: Jorge Luis Borges criticó que se nos haya obsequiado una «sombra de la sombra de una sombra». Desde una actitud de superioridad europeizante, el escritor lo consideraba una obra «bárbara» y en Atlas (Buenos Aires, Ed. Emecé, 1984), escrito con María Kodama afirmaban: «Un gobierno sudamericano no se atrevería […] a regalar una imagen de una divinidad anónima y tosca». Es decir, nosotros jamás obsequiaríamos algo hecho por un pueblo originario como lo es «un tótem que oscuramente exige mitologías, tribus, incantaciones y acaso sacrificios». Para Borges y Kodama era su manera despectiva de pensar al otro, a una lejana sociedad originaria de las costas de Canadá que conserva sus tradiciones, arte, mitos y leyendas. Los escritores consideraban al tótem como algo alejado de su propia raigambre, a la que sí idolatraban, sintiendo orgullo por sus propios antepasados. No aceptaban que en esa obra se interpretara la genealogía de una familia, de un pueblo, como si se tratara del escudo de armas de un noble europeo… Sin embargo, el regalo era un elemento urbano de excepcional valor cultural, aunque aquellas líneas borgeanas parecían predestinar su futuro.
El tótem llegó en 1965; medía 22,50 metros de altura, imaginemos un edificio de siete pisos. Era una estilizada escultura de cuatro toneladas de cedro rojo, árbol que sólo se encuentra en esas dimensiones en la isla de Vancouver, donde habita la comunidad Kwakiutl de trescientos habitantes, protagonista de esta historia. Rompían la vertical una nariz en el rostro de un ave y dos alas más arriba. Representaba al clan Geeksem, y el motivo era la genealogía de su jefe. El tallista principal fue Henry Hunt. Era un regalo que tenía la virtud de poder estar al aire libre –si se lo mantenía- y no dentro de un museo, que es lo habitual. Fue financiado por el Museo Provincial de Columbia Británica y lo hicieron en la zona isleña de Fort Rupert.
Lo recibió el intendente Francisco Rabanal en la presidencia de Arturo Illia, y su traslado fue todo un acontecimiento. El gobierno de Canadá entregó también un Manual de mantenimiento el cual pasó a la dependencia municipal correspondiente: Monumentos y Obras de Arte [MOA]. Se indicaba que cada cinco años había que hacerle tareas de conservación, lo que obviamente jamás se hizo.
Durante el año 2008, con medio siglo de inacción de mantenimiento y a merced del clima, en la intemperie se le cayó la nariz y parte del rostro. Ese desprendimiento levantó quejas en los medios de comunicación, y entre los vecinos y las entidades patrimoniales, no solo por el riesgo para las personas sino por el deterioro de la obra. Pero por un tiempo ahí quedó, abandonado: hasta que pasó por el lugar un recolector urbano que entendió que eso tenía valor: juntó la nariz con los demás fragmentos y se los vendió a un comerciante de antigüedades, que pagó el traslado y se lo ofreció al gobierno de la ciudad sin costo para ser recolocado.
Como era de suponer el escándalo creció: hubo críticas por abandonar un monumento, para otros era un peligro que colapsara, y los responsables en el gobierno no tenían ni idea sobre qué hacer. Pero nadie consultó a los especialistas. El personal de la dependencia que debía actuar dijo lo que les convenía: que se lo cortara y se terminara el tema. En la confusión la respuesta oficial fue que el tótem sería «removido» de su sitio para su restauración: «La restauración será pública para despertar la conciencia sobre la preservación de nuestro patrimonio». ¿En esa decisión, qué significaban las palabras restaurar y patrimonio? Nadie lo sabe dado lo sucedido. El gobierno nacional le dejó el problema a la ciudad. Todos discutieron y no se hizo nada. La solución era disponer de un andamio para consolidarlo y reponer los fragmentos. Si hasta ese momento no se lo habían realizado tareas de mantenimiento, era la oportunidad. Pero destruirlo resultó más fácil.
En ese tiempo los gobiernos de la Nación y de la Ciudad de Buenos Aires estaban enfrentados y el tema fue politizado. Pero no olvidemos que desde su emplazamiento habían pasado veintitrés intendentes y jefes de gobierno de la Ciudad [1] y diecinueve presidentes de la Nación; siete de facto, y elegidos por la ciudadanía, tres radicales y nueve peronistas… Es decir que no se trataba de una cuestión de color político, sino que estábamos ante un problema de insensibilidad que comprometía a todos.
Lo cierto es que, para concluir el tema, se decidió cortar el tótem dejándolo caer. Y para que no fuera observado por un público curioso o comprometido, se lo cubrió con una carpa disimulando el estropicio. Al margen de esta acción, se seguía hablando de restaurar, conservar, reparar, sin acudir a la palabra que lo decía todo: destruir. El final fue cortarlo en fragmentos y trasladarlo al patio del MOA en Palermo en donde aquellos restos quedaron abandonados.
Frente a tamaño estropicio quedó en evidencia que la madera estaba en excelente estado. Nada había afectado la estructura interna, sino que lo que provocó el derrumbe parcial fue el peso de la asimétrica nariz con deterioros por el viento, el sol y el agua, de lo que nunca fue protegido. Hubiera bastado con un andamio, pero primó la barbarie de la burocracia: fácil y rápido.
La memoria, por suerte, siguió funcionando y se exigió que, ya que se lo había destruido, que algo se hiciera al respecto: desde exhibirlo restaurado en el Museo Nacional de Bellas Artes [Nación] o que se presentaran sus fragmentos en la Casa del Historiador [GCBA], o donde fuera, pero lo fundamental era detener la destrucción. Sin embargo, aquellas ideas fueron descartadas porque ponían en evidencia el modo en que se había actuado. Igualmente, al estar en el predio municipal de Palermo, fue visualizado por más de uno. Pero la burocracia siguió su curso, y para evitar cualquier posibilidad de que se hiciera algo [es decir: trabajar] se lo lavó con cloro puro para quitarle la pintura que estaba impecable y agrandar las fisuras con ácido. Para el año 2010 ya casi nada quedaba de los fragmentos abandonados.
Finalmente se optó por un camino impensado: pedirle un nuevo tótem a la embajada de Canadá. Se consideró que, sustituyendo el anterior, lo sucedido caería en el olvido. Igual no fue fácil ya que Canadá alegó que ya había regalado uno y que les resultaba inconcebible que por no restaurar se hubiera perdido. Era el símbolo cultural de un pueblo, era una ofensa. Para el clan que lo talló fue un insulto: alguien del gobierno me dijo «¿qué pensaríamos si les regalábamos una bandera argentina y ellos la destruyeran y después nos pidieran otra?».
El nuevo tótem sufre otra vez por la carencia del debido mantenimiento. Fotografía: Gentileza www.seccionciudad.com.ar
Pero, política y pago por medio, se logró que se hiciera uno nuevo. Las tratativas llevaron tres años y se lo pudo hacer gracias a que el hijo del tallista principal seguía con la tarea heredada. Lo hizo Stanley C. Hunt, aunque después de iniciado el trabajo les llegó la noticia de que se suspendía porque Argentina no lo pagaría; igualmente continuaron y finalmente el costo lo cubrió Canadá, incluyendo el traslado, ya que la Cancillería no quería saber nada del tema. Por eso se demoraron hasta el año 2012, cuando llegó a Buenos Aires un tótem de la mitad de altura, 12.50 metros, que fue colocado en el mismo sitio. La fuente en la base que había tenido el primero, para evitar que la gente lo tocara, había sido desmantelada tiempo atrás, y ahora lo vemos sobre una plataforma que permite que sea vandalizado.
Pasaron los años y la madera ya tiene fisuras, algunas profundas, hay desgaste de la pintura.. Obviamente, sin el necesario mantenimiento. La placa puesta en 2012 ya está destruida. El Manual no aparece, y uno se pregunta: ¿cuánto tiempo transcurrirá para que este segundo tótem comience con deterioros graves? ¿Y si alguien decide hacer fuego en la base? Muchas personas viven en la calle en el lugar. Parecería que en ese caso la respuesta va a ser la misma: pedir un tercero, el que será hecho por el nieto del primer escultor.
La destrucción del tótem original representa una mentalidad -una forma de pensar-, además de la tradicional inoperancia del Estado. Un singular obsequio, de relevancia cultural para la población indígena que lo realizara, único en esta región del continente, se perdió por la desidia e incomprensión de los funcionarios de uno y otro gobierno que se fueron turnando en este largo proceso, sin importar la bandería política. Y el reemplazo de aquel infortunado tótem hoy transita por las mismas aguas de la desidia.
Nota:
[1] Hasta 1996, Desde 1996, con la nueva Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, su gobierno es elegido por sus ciudadanos. Con anterioridad la máxima autoridad del Ejecutivo porteño era designada por el Presidente de la Nación con acuerdo del Senado de la Nación.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios