La vida sedentaria de los autómatas: las obras de Jaquet-Droz en las colecciones de Neuchâtel

Acceso al Museo de Arte e Historia de Neuchâtel; reúne colecciones de bellas artes, arqueológicas y etnográficas. Junto a ellas, los autómatas de Jaquet-Droz. Fotografía: Gentileza Which Museum.



Grabado con la vista panorámica de la Roca, construida en la terraza del castillo del Rey de Polonia y Gran Duque de Lituania Stanislas Lecszcinsky. París, 1750/1753.



Autómata la escritora. Museo de Arte e Historia de Neuchâtel, Suiza. Fotografía: Gentileza Wikipédia.



Autómatas realizados por Jaquet-Droz. Museo de Arte e Historia de Neuchâtel, Suiza. Fotografía: Gentileza Tourisme neuchâtelois.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

Desde los inicios del siglo XX, el Museo de Arte e Historia de Neuchâtel, Suiza, alberga tres de los autómatas viajeros que durante 150 años recorrieron Europa con el mayor de los éxitos: El Escribiente, La organista y El Dibujante, construidos entre 1768 y 1774 en La Chaux-de-Fonds, el centro de la industria relojera decimonónica y cuna de Le Corbusier. Se trata de la obra conjunta de Pierre Jaquet-Droz (1721–1790), de su hijo Henry-Louis (1752-1791) y de Jean-Frédéric Leschot (1746-1824) entregada a la ciudad el 1 de mayo de 1909 con la condición de que se los mantuviera en funcionamiento y en exposición. Gracias a ella, el primer domingo del mes, un experto en relojería los presenta al público que llega  al museo para admirar a estos autómatas androides, las estrellas de los espectáculos mecánicos del siglo XVIII.

 

En 1750, La Chaux-de-Fonds, una ciudad fundada en 1656 en las montañas del Jura y en terrenos poco aptos para la agricultura, contaba con unos 2500 habitantes de los cuales unos 200 se dedicaban a la relojería y al montaje de péndulos. Para 1786, la población se había duplicado mientras la proporción de relojeros no dejaba de aumentar: el censo de entonces arroja 1034 relojeros, 53 grabadores, 6 orfebres e innumerables obreros dedicados a los esmaltes, al pulido o a la elaboración de resortes, cajas, estuches, instrumentos y agujas. De hecho, allí nació una forma de manufactura proto-industrial: el établissage, es decir, la fabricación de un producto dividiendo el trabajo en unidades domésticas especializadas e independientes y reuniendo las piezas en el último momento del proceso. Permitía una distribución muy fina de las tareas y la especialización del trabajador en la operación que dominaba que se realizaba a domicilio y en el seno de las familias, como una actividad temporaria que se desarrollaba en el invierno. La Chaux-de-Fonds se incendió en 1794, acontecimiento aprovechado para reconstruirla según un esquema de cuadrícula acorde con la organización del trabajo, orientando las ventanas hacia el sol y con jardines en el frente. En el siglo XIX se transformó en el gran polo de la industria relojera y, para Marx, en el ejemplo perfecto de un distrito cuyo tejido urbano podía considerarse una gran ciudad-fábrica, el modelo de la cooperación directa de los obreros parciales [1] al servicio de un capital.

 

Entre ellos y en el siglo XVIII, el relojero Pierre Jaquet-Droz se dedicó a los relojes y a los péndulos de lujo, desarrollando un mecanismo de cuerda automática para los relojes de bolsillo además de autómatas de todo tipo, incluyendo los relojes de pájaros cantores. En la visita guiada al Museo de Arte e Historia de Neuchâtel se cuenta que en 1758 llevó un reloj a la corte española, el cual, al dar la hora, contaba con un pastor que tocaba una melodía con la flauta mientras se le acercaba un perro. El Rey Fernando VI -deprimido por la muerte de su esposa Bárbara de Braganza- quedó tan encantado con el ingenio del relojero de Neuchâtel que le adquirió varios de sus péndulos recibiendo una gran suma que, a su regreso a La Chaux-de-Fonds, Jaquet-Droz invertiría sabiamente. Por un lado, comprando una propiedad central y elegante para instalar su taller y, por otro, aprovechando el éxito madrileño para proyectarse en el mercado internacional. Pronto, con su hijo y socio, ideó un medio ideal para promocionar sus relojes y su gran capacidad técnica e inventiva: los autómatas androides. Padre e hijo vivieron en París, Ginebra y Londres, donde Henry, desde 1775, presentó el espectáculo mecánico protagonizado por sus muñecos. Mientras Leschot los llevaba de gira por las cortes europeas; Henry Jaquet-Droz se asoció a relojeros y comerciantes ingleses quienes introdujeron los juegos mecánicos y los relojes jurasinos en China.

 

Los autómatas se diseñaron y construyeron con dos objetivos: divertir a las cortes de Europa, fuente de potenciales compradores de piezas de lujo, y asumir el reto planteado por la miniaturización y la sincronización de los distintos sistemas técnicos elaborados. A partir de 1774, se exhibieron en La Chaux-de-Fonds que, gracias a este éxito, se volvió un pasaje obligado para quienes visitaban las montañas del Principado de Neuchâtel. Luego de su estancia en Londres, los autómatas gozaron de una larga vida nómada, en la cual y durante todo el siglo XIX se vendieron y se perdieron varias veces, conservando el nombre de sus fabricantes que, a pesar de haber muerto, continuaban siendo sinónimo de calidad. En 1906 fueron comprados por la Société d'histoire et d´archéologie de Neuchâtel por 75.000 francos oro y, luego, donados al museo, donde han permanecido desde entonces.

 

Allí, el primer domingo de cada mes y en tres turnos diferentes, un relojero especializado y con estudios en conservación, llega a darles cuerda. La organista interpreta cinco motivos musicales -probablemente compuestos por Jaquet-Droz- pulsando con sus dedos las teclas de un órgano real, construido a su medida y ergonómicamente. "Respira" (su pecho sube y baja), sigue sus manos con la mirada y mueve el torso, terminando su recital con una reverencia. El dibujante, construido entre 1772 y 1774, es capaz de ejecutar un retrato de Luis XV, una pareja real (Jorge III y su esposa), un perro con la inscripción "Mon toutou", y a Cupido conduciendo un carro tirado por una mariposa. Opera mediante un sistema de levas que codifican los movimientos de la mano en las dos dimensiones de la hoja; una tercera leva sirve para subir o bajar el lápiz. De vez en cuando, el muñeco sopla sobre su trabajo para eliminar las virutas del lápiz. El escribiente, el primero de la serie (1768-1772) es el más complejo de los tres: utiliza un sistema similar al del dibujante para trazar los caracteres del alfabeto mediante una pluma que moja en un tintero mientras sus ojos siguen el texto que delinea. El texto se codifica o programa en una rueda, la longitud de cuyos dientes determina la elección del carácter que debe trazarse.

 

El mundo del XVIII se admiraba con estas cosas. Así, en 1742 y cerca de Nancy, el arquitecto Emmanuel Héré de Corny (1705-1763), había construido una “Roca artificial” o “Rocher de Lunéville” contra el muro de contención de la terraza norte del castillo del Rey de Polonia y Gran Duque de Lituania Stanislas Lecszcinsky (1677-1766), a lo largo del Gran Canal. Héré le dedicó varias páginas en su "Recueil des plans, élévations et coupes ... des châteaux et dépendances que le Roi de Pologne occupe en Lorraine" (ver imagen) publicado en 1752. En este escenario compuesto por rocas y cuevas se instalaron 88 autómatas que representaban personajes y escenas de la vida cotidiana y que funcionaban gracias a cables puestos en movimiento por un sistema hidráulico. Las piezas mecánicas habían sido creadas por François Richard, relojero y fontanero del duque. Famoso en su época, el Rocher contribuyó al renombre del castillo de Stanislas. Formaba una especie de paisaje montañoso hecho de bloques de arenisca y dispuesto en forma de U a lo largo de unos 250 metros. En el lado oeste, había una balaustrada con un balcón sostenido por columnas toscanas, desde donde los cortesanos observaban el conjunto y a los autómatas en movimiento. Sobre el, se situaban algunos edificios de madera o ladrillo, como un molino, una posada y un granero, se veían escenas de la vida rural. Los autómatas eran figuras planas de cartón que representaban diversos oficios como molinero, pastor, cardador, herrero, afilador, carretero, lavandera, campesino, músico, soldado, así como niños en una hamaca, un ermitaño rezando y numerosos animales: caballo, perro, gato, oveja, rata, gallinas, cabra, vaca, palomas y un mono. En los extremos de la U se ahuecaron cuatro vanos, simulando grutas, con una pintura en trampantojo en la parte inferior. Se la conoce por dos fuentes iconográficas: el Recueil y un cuadro atribuido a André Joly (1706 - 1781), conservado en el museo de Lorena, territorio que tras la guerra de sucesión austríaca se le había adjudicado al Duque.

 

A la muerte de Stanislas, en 1766, el conjunto fue desmantelado y los autómatas se pusieron a la venta, retirados por el adjudicatario Krantz, el fabricante de las fuentes del duque. A principios del siglo XIX apenas si sobrevivía un amontonamiento de unas cuantas piedras, demolido hacia 1860. Un siglo antes, en 1767, Henry-Louis Jaquet-Droz había pasado por Nancy y es muy probable que se inspirara en La Roca para el diseño de la “Gruta” salida del taller familiar, hoy también perdida. Se trataba del cuarto autómata, tal vez el más impresionante, representando una escena pastoril: un flautista cortejando a una pastora. "La Grotte", como era conocida, se perdió durante la Revolución Francesa, vendida con las otras tres a los hermanos Gendre de Madrid, en 1787. Desde entonces, ha desaparecido su rastro.

 

En 1760, varios escribientes viajaban por Europa, como los fabricados por Friedrich von Knaus (1724 - 1789), relojero de Aldingen am Neckar (Baden-Württemberg): la máquina milagrosa o de autoescritura, que fue presentada al emperador Francisco I en 1760, y otra que pergeñaba un texto de hasta 107 caracteres y que en 1764 fue presentada a María Teresa. A la emperatriz austríaca, en 1750, en ocasión del décimo aniversario de su entronización, los hermanos Knaus ya le habían regalado de parte del landgrave [2] Luis VIII, el llamado Reloj Imperial de Presentación

 

Estos hermanos construían autómatas flautistas aunque el más famoso fue el denominado Cuatro cabezas parlantes, capaces de pronunciar cinco vocales, hecho en 1779 a raíz del concurso anual organizado por la Academia de Ciencias de San Petersburgo. En el mismo rubro, destinado a promover la producción artificial de la voz humana,  les precedían las presentadas en 1783 en París por el Abate Mical (1727-1789) diseñadas de tal forma que se comunicaban entre sí alternando el habla. Mical había utilizado un sistema controlado por rodillos que producían resonancias similares a las de un órgano. Podían pronunciar un número predeterminado de frases y estaban montadas sobre un pedestal en un pequeño teatro. Las frases elogiaban al rey Luis XVI y el mecanismo se asemejaba al principio de una caja de música. Hoy se lo considera como el primer simulador de discurso programable.

 

Se trata, como vemos, de máquinas viajeras donde, no podía ser de otra manera, abundaban las supercherías. Entre ellas, el jugador de ajedrez presentado en 1768 por el inventor húngaro Wolfgang von Kempelen (1734-1804) y del cual se empezó a sospechar que su estructura escondía a una persona -un genio del ajedrez- que operaba desde adentro. La máquina presentaba a un hombre de estatura natural, vestido de turco, sentado delante de una mesa con un tablero de ajedrez. El “Turco” original, luego de pasar por varios propietarios y viajar por Europa, los Estados Unidos y La Habana, se quemó en el incendio del Museo Peale de Filadelfia ocurrido en 1854. El ajedrecista, así como el escribiente y el dibujante de Neuchâtel recurren todos al mismo dispositivo: el pantógrafo, que como se define en la Enciclopedia, es un instrumento utilizado para copiar las líneas de toda clase de dibujos y pinturas y para reducirlas, si se desea, a un tamaño grande o pequeño. Consta de cuatro reglas móviles ajustadas entre sí sobre cuatro pivotes, que forman un paralelogramo. En el extremo de una de estas reglas extendidas hay una punta que recorre todas las líneas del cuadro, mientras que un lápiz sujeto en el extremo de otra rama similar traza ligeramente estas líneas del mismo tamaño, grandes o pequeñas, sobre el papel o plano en el que se desea transferirlas.

 

Por otro lado, y en el dominio de la voz sintética, en 1791 Kempelen, construyó y exhibió una máquina más elaborada para generar enunciados conectados, algo que no se tomó muy en serio a raíz de las dudas generadas por su ajedrecista. La máquina parlante, sin embargo, era un dispositivo real: utilizaba un fuelle para suministrar aire a una lengüeta que, a su vez, excitaba un resonador de variación manual para producir sonidos vocales. Las consonantes, incluidas las nasales, se simulaban mediante cuatro conductos estrechos separados, controlados por los dedos de la otra mano.

 

En el Museo de Arte e Historia de Neuchâtel, durante la visita a los autómatas, el público queda maravillado cuando, antes de la demostración, se abren las entrañas en el dorso de los muñecos para explicar el mecanismo de relojería que los anima. La revelación del secreto tiene como objetivo crear una suerte de prehistoria de la ingeniería robótica contemporánea. Sin embargo, cuando fueron concebidos y se los exhibía en las cortes o ante el público, nunca se revelaba cómo ocurría la acción, a tal punto que se decía que el escribiente redactaba a partir del dictado.

 

Estos autómatas, resultantes del encuentro de una cultura técnica, científica, industrial y comercial   promocionaban por un lado las virtudes del taller que los fabricaba y, por otro, era la materialización de los estudios de los mecanismos que regían la vida de los seres vivos. Los dedos de la organista, por ejemplo, son el fruto de un análisis de la articulación de la mano y se asemejan a las prótesis anatómicas de brazos, piernas y manos que el taller de los suizos vendía en Londres y Ginebra. En este caso, el mecanismo ortopédico estaba recubierto de cartón, corcho y cuero. Los Jaquet-Droz-Leschot -destaquemos- eran miembros de varias sociedades eruditas, donde ponían su arte a disposición de cualquier experimento relacionado a las innovaciones de su tiempo. En ese marco, otros fabricantes emplearon sus autómatas para explicar, por ejemplo, la digestión animal desde los principios mecánicos y químicos: tal es el caso del famoso “pato que defeca” de Jacques Vaucanson (1709-1782) que, junto al flautista y el tamborilero, en 1738 fueron presentados a la Academia Real de Ciencias de París. Vaucanson, cuyos autómatas solo sobreviven en el papel, se dedicó luego a la mecanización del tejido de la industria de la seda de Lyon.

 

Los autómatas en el siglo XIX pasaron de la corte y de las academias de ciencias a la industria del espectáculo de masas. Fueron incorporados a los llamados museos anatómicos populares, museos viajeros que llevaban de aquí para allá modelos en cera, dedicados a distintos órganos o enfermedades, pero también a los remedos de estas piezas de relojería cuya hora ya había pasado. Tanto la cera como los autómatas -recuerda el encargado de poner a trabajar a los de Neuchâtel- se hicieron para viajar y estar en movimiento, lo que implicaba que además del patrón, siempre lo hicieran con alguien que fuera capaz de repararlos o ponerlos a punto cada vez que llegaban a su destino temporario. Toda una inversión que se justificaba por las ganancias directas o indirectas que generaban.

 

Las ceras y los autómatas fueron perdiendo protagonismo con las nuevas industrias del espectáculo. El cine, la televisión, contribuyeron a su olvido definitivo, a su desmantelamiento o, en el mejor de los casos, a su confinamiento a una vida sedentaria en un museo y, en forma de libro, ensayo filosófico o tesis académica, en los anaqueles de las bibliotecas.

 

En 1752, la Enciclopedia definía autómata como un aparato o máquina que se mueve por sí misma y que lleva en sí el principio de su movimiento, mientras que para androide especificaba que se trataba de un autómata de figura humana y que por medio de algunos resortes bien organizados, actuaba y realizaba funciones que, a la vista, se asemejaban a las humanas. Hoy se los llamaría robots, una palabra inventada por el escritor checo Karel Čapek (1890-1938) en el siglo XX en el dominio del teatro y la literatura, una expresión de los miedos de la década de 1910 frente a la cosificación y automatización de los seres humanos. Un miedo que no cesa aunque la deriva de los autómatas nos debería enseñar que, mal que nos pese, todo, si no termina en la basura, finaliza encerrado en el cuarto de un museo, pendiente de la llegada del ser humano que le de cuerda, le limpie los engranajes y lo ponga a trabajar.

 

Notas:

[1] Obreros que, especializados, trabajan en un tramo específico del proceso de producción.

[2] Landgrave: noble que tiene jurisdicción sobre un territorio.

 

* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios. Artículo escrito en el marco de SciCoMove,  programa de investigación e innovación Horizonte 2020 de la Unión Europea en virtud del acuerdo de subvención Marie Skłodowska-Curie nº 101007579.


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