Buenos Aires, inicios de la década de 1830. Un viajero asienta en su diario que, en esa ciudad no demasiado atractiva, existen unas colecciones de historia natural y un museo que las cobija. Charles Darwin – de él se trata- no hacía más que seguir las rutinas de las personas bien educadas para quienes, llegar a una ciudad equivalía a procurar el domicilo y horario del museo para poder acercarse al mismo. Así, las anotaciones de Darwin de octubre de 1832 corroboran: «Museum open 2nd Sunday; 4 November 1832, Museum, civil manners.»
Esta costumbre –el estudio, la conversación con el director o con el dueño de los objetos para, aunque más no fuera, llevarse un panorama de las colecciones locales– era parte de la práctica de hombres y mujeres, aficionados o profesionales que, en el siglo XIX, se dedicaban a la geología, a la paleontología o a cualquiera de las ramas de la historia natural. Ya lo vimos el mes pasado, en las páginas referidas a la quinta montevideana de Dámaso Larrañaga, un centro de las ciencias rioplatenses de los inicios del siglo XIX.
Del otro lado del mar, podemos citar el caso del reverendo William Buckland (1784-1856), profesor de geología de Oxford, y de Mary Morland (1797-1857), su flamante esposa, quienes, unos años antes de la expedición del Beagle a estas latitudes, diseñaron su luna de miel como un recorrido por las colecciones más importantes del continente europeo. Ambos se desvivían por los vestigios fósiles por lo que, en su periplo, además de los museos, decidieron incluir y escrutar las reliquias de los santos exhibidas en las iglesias italianas. Bien sabían que tras una escápula de santa podría esconderse el hueso de una cabra siciliana o de algún reptil o mamífero antidiluviano.
Y cruzando el canal de la Mancha, más o menos en la misma época, se encuentra el botánico Adolphe T. Brongniart (1801-1876), el hijo del influyente mineralogista Alexandre Brongniart (1770-1847), colega de Georges Cuvier (1769-1832), las cabezas de dos de las familias más destacadas en las instituciones de historia natural y en la política parisinas. Adolphe acompañó a su padre en numerosas excursiones geológicas a Suiza (1817), Italia (1820), los alrededores de París (1822), Escandinavia (1824), las Islas Británicas (1825) y otras regiones de Europa, visitando las colecciones y relacionándose con los naturalistas de la época. Entre ellas, las colecciones de Verona, una de las tantas que –famosas entonces– hoy casi nadie conoce fuera de los especialistas en los fósiles o en su historia.
Las obras de Brogniart hijo, el promotor de una rama que él llamaba «botánica mineral» y que hoy ha optado por el nombre de paleobotánica, mencionan las colecciones de vegetales fósiles con las que contaba en París pero también las que había visitado y estudiado o que conocía por sus catálogos y publicaciones. Entre ellas, las petrificaciones de plantas y de peces –llamadas fitolitos e ictiolitos respectivamente– halladas en Bolca, una localidad de los Montes Lessini en la comuna de Vestenanova, provincia de Verona, cercana al Valle de Alpone. El yacimiento, apodado la «pecera», consiste en estratos de caliza de unos 19 metros de potencia, depositados en un ambiente típico de los arrecifes de coral.
Estos restos, conocidos desde hacía siglos, procedían de un sitio que en el XVIII empezó a denominarse la «Lastrara», es decir una cantera de losetas de caliza, explotada para su uso en la construcción pero también como fuente de estas petrificaciones que atrajeron el interés del conde Giulio Cesare Moreni, del marqués Scipione Maffei (1675-1755), de Sebastiano Rotari, Gaspare Bordoni, Paolo Cracco y del conde Alessandri Buri. La más rica de todas perteneció al conde veronés Giovanni Battista Gazola (1757-1834), un aristócrata interesado en las plagas de los cultivos del maíz, quien alrededor de 1784, empezó a armar su estudio, el cual no solo fue visitado por los naturalistas sino que en los años 1787, 1789 y 1791, se enriqueció mediante la compra de las colecciones de Cracco, del marqués Jacopo Dionisi y de Vincenzo Bozza.
Gazola las describiría en 1793 en dos cartas dirigidas a Francesco Venini y Domenico Testa (1746-1832), en el marco de lo que el historiador Jean Gaudant ha llamado la disputa de los tres abates. Esta controversia sobre el significado de los ictiolitos del Monte Bolca para entender la historia del planeta, se extendió hasta 1795 e incluyó a Giovanni Serafino Volta (1764-1842) y al agustino Alberto Fortis (1741-1803). A fin de cuentas, había que explicar la presencia de estos peces marinos a una altitud de unos 600 metros y a un centenar de kilómetros de la costa más cercana.
En 1798, con la conquista de Verona por Napoleón Bonaparte, una gran parte de las colecciones de Gazola –dos piezas con peces y plantas petrificadas– fueron confiscadas por los comisarios franceses encargados de requisar todo lo que fuera digno de llevar a Paris: 582 fósiles de Bolca más otros 19 peces de la colección Canossa. En 1803, el ahora ciudadano Gazola y presidente del Consejo de la Ciudad, donó, en nombre de Verona, el resto de su colección al Cónsul Bonaparte, la cual desde entonces se encuentra en el Museo de Historia Natural de París. Estos fósiles sirvieron para un estudio realizado por Henri Marie Ducrotay de Blainville (1777-1850), y para la obra sobre paleoictiología, Recherches sur les poissons fossiles, publicada por Louis Agassiz (1807-1873) entre 1833 y 1843.
Distintos peces petrificados -extraídos del Monte Bolca- ilustran la monumental obra de Louis Agassiz [1833 - 1843].
La riqueza del yacimiento era de tal magnitud que Gazola pudo reorganizar su colección rápidamente gracias a nuevos hallazgos pero también adquiriendo la colección del conde Ignazio Ronconi. En 1805 Gazola publicó una nota donde informaba sobre la dificultad de protegerlo de los excavadores ilegales, es decir, de sus competidores. Allí, explicaba la formación del depósito como una especie de cuenca constituida por rocas basálticas, un tramo de un antiguo mar estancado, donde «los peces habían muerto envueltos en la baba que quedaba después de haberse secado por completo».
Mientras tanto, en 1817 la explotación de la parte de la cantera que pertenecía a los Mazzei fue vendida a Giuseppe Cerato, originario de la provincia de Vicenza, interesado en los yacimientos de lignito, el carbón fósil que abundaba en la región de Monte Purga. Desde 1843, Cerato también se encargó de las excavaciones fosilíferas de los herederos del conde Gazola, una tarea que continuaron sus descendientes. De este modo y desde hace 200 años, el nombre de los Cerato permanece ligado al yacimiento, una relación formalizada en 1971, cuando la familia inauguró en el sitio de Bolca el Museo de los fósiles.
Si en el siglo XVIII los ictiolitos de Bolca fueron objeto de numerosas investigaciones, no fue hasta el siglo XIX, en el marco de la geología estratigráfica y la aparición de la paleontología, que el yacimiento empezó a considerarse como uno de los más importantes del mundo para el estudio de los peces de la Era Terciaria.
En 1892, la colección Gazola, que a la muerte de su propietario ya era más grande que la entregada a París en los inicios del siglo XIX, fue adquirida por la ciudad para el Museo Cívico de Historia Natural de Verona. Esta misma institución en 1903 recibió una porción de la colección Canossa que, subastada en el mercado de historia natural, se dispersó. Como sea, el museo de Verona hoy aloja la colección de peces fósiles más impresionante y completa del mundo: exhibida en una sala con enormes vitrinas, imposible no pensar en una pecera gigante y en el nombre que, desde 1913, lleva la antigua cantera.
Palazzo Pompei, Verona, Italia. Una vista de su patio interior.
Sin embargo, salvo que se coincida con una visita escolar, muy pocos se acercan a este museo. Y menos en verano, cuando hace un calor que reaviva a los muertos. El mismo que hace afuera pero que no impide que la ciudad esté repleta de turistas entusiastas.
De hecho estas líneas pretenden asesorar a quien se acerque a Verona y, en algún momento, se pregunte cómo descansar del gentío, de las colas para visitar la Arena y de los codazos recibidos al sacarse una foto con el supuesto balcón de Julieta.
Es muy fácil: desde allí, diríjase al río y cruce el Adigio por el puente Navi. El museo se encuentra del otro lado a la derecha, en el Palazzo Pompei que, como el puente, fue dañado por los bombardeos de la Segunda Guerra. Se trata de uno de los edificios renacentistas más importantes de Verona, construido en el siglo XVI para la familia Lavezzola, la cual en 1579 se lo vendió a los Pompei. Hacia 1830 el edificio fue donado por los propietarios, Alessandro y Giulio Pompei, al Ayuntamiento de Verona debido a la extinción del linaje; en esta ocasión la Administración adquirió también el edificio que lo flanquea, perteneciente a los marqueses Carlotti. El complejo fue restaurado para albergar las colecciones artísticas, arqueológicas y naturalistas de la ciudad en el museo cívico de historia natural, mientras que la colección de los anteriores propietarios fue trasladada y expuesta en el museo de Castelvecchio. En 1926, las antigüedades romanas pasaron al Museo arqueológico del teatro romano y al Museo civico di Castelvecchio. El palacio Pompei, destruido durante la guerra, permaneció cerrado durante las obras de reconstrucción que duraron hasta 1948. El edificio se reinauguró en 1952 con la visita del presidente de la República, Luigi Einaudi.
Hoy. mientras se descascara, goza del olvido de las masas.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios