Mucho se ha escrito y se escribe sobre la relación entre la ciencia y la política argentinas de la década de 1880, celebrando una alianza que -para bien o para mal- habría sentado las bases del futuro nacional. En esos años, dos comisiones científicas acompañaron las expediciones militares enviadas por el Ministerio de Guerra: una al Río Negro (1879), la otra al Chaco austral (1884 / 1885). Pocos, en cambio, se han ocupado del carácter efímero de esas asociaciones resultantes más de un favor, que del diseño del porvenir del país. Sin mencionar los conflictos que estas despertaban entre el grupo de científicos que quedaban marginados de las mismas, cuando allí habían visto una posibilidad de congraciarse, de consolidarse en su posición, de ganar algún dinero extra o de viajar y realizar colecciones con recursos paralelos a los destinados al ejército.
Esta nota, que se basa en un capítulo de mi libro “Florentino Ameghino & Hermanos”, se refiere a eso y a cómo estos problemas se dirimían en la prensa, el tablado de las negociaciones, donde cada diario actuaba apoyando a unos o, a otros. Y en particular se refiere a la expedición al Chaco, un episodio siempre celebrado en la vida de Ameghino de la que, curiosamente, no sobreviven resultados. Esta nota revela por qué.
El libro de Irina Podgorny, publicado en 2021 por Edhasa.
Ya en octubre de 1884 habían empezado los enfrentamientos entre los convocados a acompañar al ministro de Guerra en la Guerra del Chaco. Es que, al margen de la Expedición militar, se había decidido que la comisión científica partiría dirigida por un desconocido: un tal Leopoldo Arnaud, con una remuneración de 350 pesos mensuales más 2 pesos diarios de viáticos. Lo acompañarían el ingeniero hidrográfico A. Rosenthal ganando 250 pesos; el geólogo coleccionista Florentino Ameghino, a 200 el mes y los preparadores geológico T. Schulz, y botánico K. Galander, con 100 cada uno, al igual que C. Rodríguez Lubary y J. Haver, ayudantes coleccionistas zoológico y agrónomo.
El periódico La Crónica salió a defender la comisión de la que, a último momento, se habían bajado los nombres del ingeniero y del geólogo. Pero el mayor problema residía en el joven Arnaud, quien, para regocijo de La Unión y El Diario, se presentaba como “compañero de Stanley”, el célebre expedicionario de origen galés que se había internado en el continente africano encontrando primero al doctor Livingston en 1871 y más adelante, explorando el río Congo, entre 1874 y 1877. Arnaud apenas llegaba a los 25 años, ¿a qué edad lo había acompañado? La Crónica, sin embargo, lo defendía: Arnaud, había probado sus amplios conocimientos científicos como profesor de Historia Natural en el principal colegio oficial de La Habana, de donde venía, aseguraba en sus páginas. El mismo Arnaud, en publicaciones posteriores, haría mención a su vida cubana, refiriéndose a la nostalgia que sentía en el Chaco al comparar la naturaleza que le rodeaba con las mujeres, la música, el paisaje, los ingenios, los esclavos y las palmeras de la isla. Adolfo Doering, profesor de la Academia de Ciencias de Córdoba y a cargo de la Comisión Científica que había acompañado a Julio A. Roca al río Negro pero desplazado de la jefatura del Chaco, lo consideraba “un gallego ignorante” y así lo hacía saber por todos los medios.
La Crónica, por razones desconocidas o quizás por no ganarse la enemistad del ministro Benjamín Victorica –con quien se estaba negociando el armado de otra comisión -defendía, en realidad, lo indefendible. Hijo de Leonardo y de Carmen Orge, una familia originaria de Galicia, Arnaud habría nacido alrededor de 1860. Su padre y su tío Leopoldo eran médicos; este último, doctorado además en farmacia y letras, se había trasladado a las propiedades de su esposa en Cuba. Su otro tío, el coronel Hipólito Arnaud, había sido gobernador de Cienfuegos. Quizás Leopoldo viajara al Caribe siguiendo a su familia, colocada en la administración del territorio ultramarino.
Los atacantes y los defensores porteños de Arnaud no consideraron que, en realidad, podía tratarse del escribiente de igual nombre, natural de Valladolid, soltero, mayor de edad, empleado en la ciudad cubana de Matanzas y que, en 1880, había sido dejado cesante, acusado de falsificar recibos y talonarios de la administración, en cuyo nombre cobraba quedándose con la recaudación. El fraude por más de 45 mil pesos oro, fue descubierto por el infatigable inspector canario José Trujillo, abuelo del generalísimo dominicano Rafael Leónidas. Nuestro Arnaud, luego del viaje al Chaco, prosiguió en Perú y Madrid para finalmente instalarse en los Estados Unidos. Murió en Nueva York en 1931, donde se había casado con Fortunée Marie-Louise Zacharié, madre de Leonardo y Leopoldo, más tarde director del departamento de arquitectura de la Universidad de Columbia. La vida de Arnaud es, como veremos, una historia reconfortante de imposturas coronadas por el éxito y la confianza en uno mismo.
No era el primer embaucador llegado a Buenos Aires con ganas de devenir explorador rentado por el Gobierno que, aquí, en Bolivia o en Colombia caían fácilmente en las redes de los fraudulentos. Arnaud logró –en el norte y en el sur del Ecuador y a ambos lados del océano- convencer hasta el fin de sus días y aún a sus hijos, que era doctor en ciencias naturales. La falsificación fue una de las grandes empresas de la segunda mitad del siglo XIX ligada a la expansión de la industria tipográfica, al valor de los títulos y a la creciente capacidad técnica de los individuos promovida por la publicidad y la imprenta. Muy probablemente jugaran a favor de Arnaud, además de alguno que otro papel hecho con sus propias manos, los finos modales y su experiencia en climas tropicales: Cuba y el Congo debían haberse parecido bastante al inhóspito Chaco austral. Por lo menos, para los oídos del ministerio de Guerra.
A los argentinos no les molestaba tanto su pasado como que, en julio de 1884, a quince días de llegado al país, presentado por intermedio del jefe del Departamento de Ingenieros Militares al ministro de Guerra y Marina, se lo nombrara presidente de la Comisión Científica y Jefe de su columna expedicionaria, la cual, con carácter ajeno a la expedición militar, debía recorrer el territorio, estudiando y constatando “las condiciones especiales que concurrieran en la extensión desconocida” en cuanto a la topografía, la hidrografía, geología, fauna y flora, etc.
Su defensor periodístico, La Crónica, pedía que se lo juzgara a su regreso, al evaluar la producción de este ignoto joven, cuyo amor propio lastimaban por igual los diarios y las “apreciaciones apasionadas de algunos adversarios o envidiosos por condición.” Arnaud, más tarde, festejaría: los mismos que lanzaron “al público la duda del éxito, los mismos círculos que vituperaban al Gobierno por poner en manos desconocidas una misión tan importante como delicada”, terminaron reconociendo su error para convertir sus críticas en elogios por los resultados de los varios meses de la expedición. A tal punto que cuando Arnaud en 1889 pasó por Madrid a visitar a Marcelino Menéndez Pelayo, se presentó como delegado de la República Argentina y corresponsal científico de El Diario, el periódico que más duramente lo había cuestionado en Buenos Aires, y donde dos años antes había publicado las observaciones sobre el petróleo en la Laguna La Brea en Jujuy. Sin embargo, en las obras que le dejaba a don Marcelino, se disculpaba por los magros resultados apelando a las pérdidas accidentales y al personal deficiente. Como Ameghino en Filogenia, Arnaud alertaba “no espere el que lea este libro, encontrar en él bellezas literarias.”
Arnaud y la Comisión Científica debían someterse a las instrucciones de septiembre de 1884: determinar la calidad de los terrenos del Chaco austral desde el punto de vista geológico y mineralógico, tanto en el sentido científico como en el de aplicación industrial, dando a conocer los pastos y el género agrícola a que podrían dedicarse. También debían clasificar los minerales y la utilidad directa que pudieran reportar a la industria y, en segundo lugar, atender a los estudios paleontológicos cuando las circunstancias fueran favorables, conservando los fósiles que pudieran adquirirse, dejando para más tarde la indagación. La flora y la fauna ocupaban el tercer y cuarto lugar de la lista de tareas: la colección de ejemplares debía ser presentada al Estado preparada, clasificada y ordenada con arreglo a la ciencia. Finalmente, había de ocuparse de “los estudios geográfico-políticos de las tribus encontradas y de la conservación de todos aquellos objetos que, aparte de ofrecer interés al estudio arqueológico, lo ofrecen a la curiosidad pública”. Debían llevarse dos diarios: uno con los estudios y observaciones del día, otro con las impresiones de viaje. Si alguien salía por su cuenta, frente a la posibilidad de no regresar, debía dejar las colecciones en el campamento a disposición del jefe. En Buenos Aires, el Estado Mayor General proporcionaría un local para depositarlas; una vez estudiadas, pasarían a disposición del Ministerio.
Ante las bajas y renuncias, la comisión de Arnaud quedó compuesta por el ingeniero Emilio Donegani y los coleccionistas Carlos Rodríguez Lubary (zoología) –primo de Holmberg-, Alejandro Edelmann (botánica) y, en geología, Toribio Ortiz, el cuñado de Pedro Scalabrini, tío del tan mentado Scalabrini Ortiz. A ellos se sumaba el agrónomo Juan Hawer. La falta de preparadores –decía Arnaud- anunciaba el fracaso de una tarea a realizarse a unas temperaturas que, de un día para el otro, causaban la descomposición y putrefacción de las cosas. La caravana partió junto con la comisión de ingenieros desde un punto llamado el Timbó (Puerto Bermejo), con un carro impulsado por seis bueyes, una decena de mulas cargadas y otros veinte bueyes. El carrero era un indio de los Carayá; el guía, un toba viejo, y un lenguaraz hacía de intérprete ya que ninguno de estos hablaba una sola palabra de “cristiano”.
Arnaud escribiría luego, que, en el itinerario, la fauna y la flora eran poco variadas. En cuanto a la fauna, el primo de Holmberg, mientras duró en la Comisión, coleccionó 800 insectos, 500 arácnidos y 25 reptiles, pero Arnaud dejó su clasificación “para otra ocasión más oportuna”. Los mamíferos –según Arnaud- se pudrieron con las lluvias; de las aves sobrevivieron 16. Contaba, en cambio, con 816 plantas prensadas y la promesa de dar a conocer los recursos de los bosques. A fines de noviembre de 1884, Ortiz y Rodríguez Lubary fueron desgranados de la Comisión mediante un sumario, dado que su proceder –en palabras de Arnaud- no era satisfactorio. La mala inteligencia reinaba entre ellos.
“Hijo, dedícate a tu profesión”
En ese mismo mes de noviembre, Adolfo Doering y Eduardo Holmberg, el médico y naturalista, se embarcaron en una polémica que los diarios de Buenos Aires ventilaron con forma cercana al folletín y que llegaría a su clímax en febrero de 1885. En una serie de cartas tituladas “Holmberg vs. Doering” y “Doering vs. Holmberg” salía a la luz el carácter turbulento e intrigante del profesor cordobés, todo a raíz de la designación de Holmberg en la dirección de la (segunda) expedición científica al Chaco.
Doering amenazaba: no dejaría partir a Ameghino ni a Kurtz bajo la dirección de un mocoso con pretensiones de Gran Mogol, mote que, probablemente, se refiriera al charlatán italiano Guido Bennati, Comendador de la Orden con ese nombre que por esa época mostraba su Museo Científico Sudamericano a pocos metros del Museo Nacional dirigido por Hermann Burmeister. A Holmberg le molestaba la sospecha que había sido él quien habría introducido al ministro de Guerra al Sr. Arnaud, cuando la primera vez que había escuchado su nombre había sido en el vestíbulo de la casa de Gobierno Nacional, en el despacho del coronel Olascoaga, quien después de conversar un momento, le pidió regresara dos días más tarde porque ahora deseaba entrevistar a Arnaud, un joven muy instruido, compañero del famoso explorador del África.
Adolfo Doering estaba presente como supuesto responsable de la futura Comisión, ese era el acuerdo. Pero, al día siguiente, Arnaud había reemplazado a Doering en la jefatura. Siguiendo órdenes, Holmberg regresaba donde Olascoaga para presentarle a su primo Carlos Rodríguez Lubary, compañero de otros viajes, quien, en el Chaco, se encargaría de los articulados (artrópodos). Más allá de si Arnaud era instruido o ignorante, de su carácter audaz o valiente, Holmberg no quiso inmiscuirse. Tampoco averiguar si Olascoaga había hecho mal o bien. En cambio, sí era cierto que había promovido a su primo, quien ahora, en el momento de la pelea, estaba entretenido en el Chaco juntando mosquitos, arañas y garrapatas. También había preparado cajas y preservativos, además de modificar instrumentos para realizar las colecciones: la lista de objetos entregada a Arnaud constaba de 25 partidas con 10 cajones, el mayor de más de un metro de largo y los otros sucesivamente menores, de tal manera que, al llevarlos uno dentro del otro, ocuparan el menor bulto posible. Holmberg insistía: la mera presencia de Arnaud no determinaba el fracaso científico de la expedición, garantizada por sus acompañantes. El Sr. Arnaud en el Chaco no era un sabio, sino un individuo, el jefe de una expedición que debía reunir colecciones de Historia Natural que luego serían puestas en manos competentes.
En febrero de 1885 -mientras Arnaud andaba por el norte- a fin de continuar los estudios relativos a la historia natural de los territorios del Chaco y comarcas inmediatas, de acuerdo con la ley de 15 de septiembre de 1884 y aprovechando los ofrecimientos de varios miembros de la Academia Nacional de Ciencias, el Ministerio de Marina anunciaba que se comisionaría a los profesores Holmberg –director de la expedición- y a Florentino Ameghino para proceder a completar los estudios y trabajos sobre la constitución física de la zona en la forma que creyeran más conveniente. La comisión se completaría con los ayudantes Constantino Solari, Federico Schulz, Carlos Goloner y Carlos Ameghino, a los que se les asignaba un sueldo de 100 pesos mensuales. Al terminar sus estudios, los profesores debían elevar un informe detallado de las observaciones y estudios realizados. “La verdad es que la situación del Tesoro y los momentos actuales convidan a hacer esos y otros gastos” –decían los periódicos- indicando, con ello que los dineros públicos, así como en épocas de crisis no debían malgastarse en estos lujos, ahora, servían para invertir en cuantas comisiones fueran necesarias.
Con la publicación de esa noticia en el carnaval de 1885, ardió Troya. Mientras Doering y Holmberg se peleaban y Ameghino quedaba atrapado en la polémica, Arnaud, en el chaco salteño, creía haberse quedado ciego por los fuegos artificiales que el ingeniero Donegani había experimentado en la ocasión. El Diario, que antes había denunciado a Arnaud, reconstruyó y publicó una discusión entre Holmberg y Adolfo Doering en la esquina de Florida y Piedad, en pleno centro de Buenos Aires. Doering vociferaba que él se opondría decididamente a tal expedición, porque así le convenía a la Facultad de Córdoba, impidiendo que sus profesores formaran parte de aquella. La Facultad, influenciada por él, resistiría a cualquier resolución del ministro de Instrucción Pública, pues sus decisiones eran superiores a las determinaciones de este, aseguraba. Holmberg le contestaba que no fuera “pavo”, que el decreto estaba firmado por el presidente de la República y el ministro de Guerra, que el primero tenía interés en que la expedición se hiciera y que jamás hubiera imaginado la oposición de la Facultad al Gobierno Nacional, de quien dependía. Un fuego graneado dejaba ver desavenencias anteriores.
«-Ud. pudo hacer valer su influencia para que Arnaud se quedara sin los mejores ayudantes, pero se equivoca si piensa que conmigo va a suceder lo mismo.
- Ya verá como sucede.
- Pero ahora son profesores, no ayudantes.
- Kurtz y Ameghino no irán porque nosotros le haremos la guerra si lo hacen.
- Haga la prueba.
- Pues entonces no irán los ayudantes.
- Que no vayan.
- Y en todo caso ningún hombre serio debía acompañar a Arnaud.
- Pero a lo menos cualquier hombre bien educado contesta a tres telegramas de un ministro, aunque sea para excusarse. Y aquí es corriente que fue Ud. quien le dijo que no contestaran.
- A Ud. no le importa lo que le ha sucedido a Arnaud, que es un farsante ignorante y Ud. se lo hizo decir al ministro antes de embarcarse.
- Nada de eso le importa a Ud. pero a mí sí me importa que ande Ud. escribiendo a estúpidos por ahí, como sucedió la vez pasada con Eduardo Aguirre, cuando publicó que el `gobierno nacional` cometía una necedad nombrándolo para no sé qué Comisión de Pozos Artesianos.
- Yo he sido quien lo escribió- ¿y qué hay con eso?
- Nada, absolutamente, sino que esa es la conducta que Ud. observa cuando hay de por medio intereses de dinero.
Y a estas palabras siguió un huracán de sonidos alemanes, incomprensible aun para los que los emitían, pero acompañados de furibundas miradas que expresaban bastante claramente el estado de ánimo de ambos interlocutores. Los anteojos de Doering hicieron cabriolas, de la galera de Holmberg se escuchaban maldiciones. El primero se alejó a grandes trancos, mientras Holmberg se quedaba mirándolo con los brazos cruzados. “Parece que van saliendo los gatos que estaban encerrados!”- decía El Diario.
Doering indignado, le adjudicó esa columna al mocoso de Holmberg. La disputa continuaría entonces entre el mancebo “Eduardito” y “Adolfito, el más estimable de los rubios que zambullen en cualquier charco en que pueda servir de nadadera a un petit-crevé”, agresiones en carnaval con “descargas y estallidos de una alegre locura científica”.»
El Consejo de la Universidad de Córdoba y varios diarios de aquella ciudad, desde hacía tiempo se oponían a la salida de los catedráticos de la Facultad de ciencias-físico-matemáticas durante la primera parte del curso escolar. El número de estudiantes había aumentado y se reclamaba un servicio más estricto y continuado que en otros tiempos. La salida de los profesores podía verificarse sin estorbo en la segunda mitad del año, tan pronto se hubiese concluido el curso principal, principiándose el de las repeticiones. En cambio, saliendo al principio del curso, quedaba inutilizado el resto.
Holmberg, en revancha, lo trató de dandi decadente: “Ya no es joven, ya no es un niño, ya no es un Adolfito; es un sabio rubio que raya en los cuarenta como raya en los treinta y tres quien esto escribe …” En palabras de Holmberg, este alemán –en el fondo un provinciano de la Baja Sajonia, ajeno a las costumbres de la pretendida aristocracia porteña– había adoptado las credenciales de la buena vida: iba al balneario uruguayo de Los Pocitos a nadar y a pescar bagres, porque algunos le hicieron creer que estaba de moda pescar a las cuatro de la mañana. El Doering científico –seguro, paciente, bien preparado- convivía con el del comercio social, inquieto, turbulento, dedicando “una parte de su tiempo a la noble y prudente tarea de mejorar la representación de su bolsillo, entregado sin descanso a perseguir altos puestos públicos.” Holmberg sacó a relucir esos manejos oscuros, recordó el atraso en entregar el informe geológico de la Expedición al Río Negro. Estamos en 1885 y la obra no se ha concluido. Se anuncia la Expedición al Chaco dirigida por Doering. Holmberg ofrece al Ministerio sus servicios para “así templar en algo los efectos del espíritu intrigante de Adolfito. Doering hace no sé qué enredo y renuncia. En su lugar se nombra a Arnaud”. Quizás el ministro, harto de estas idas y vueltas, haya optado por este último, alguien nuevo que, aunque no cumpliera, tampoco sería una novedad ni tendría tanta importancia.
Doering, antes de renunciar, le había comunicado que el ministerio había formado una comisión fluvial. Sucesos inesperados retardan su salida. Arnaud, en el Chaco “tiene la audacia inconcebible” de achacarle su fracaso a Holmberg. Doering –resumía Holmberg- no era más que un zángano que había llegado a imaginarse que “nuestro país era un país de bárbaros en el que siempre se deberá doblar la rodilla a un saber importado que nos insulta y a cobardes que se valen del anónimo para ofender a personas a quienes ayer se trataba de competentes y luego de estúpidos, solo porque así convenía a las angustias del bolsillo.” Doering retrucaba a estas “cabriolas de la fantasía excitada”, declarando no haber recibido nada en pago del Informe al río Negro; “lo cual no es extraño, porque no la ha terminado”-contraatacaba Holmberg quien había corregido sus disparates idiomáticos, una llaga donde Holmberg machacó con placer. Se sorprendía de cómo Doering había olvidado los buenos momentos pasados para “averiguarnos recíprocamente qué habría querido él decir con tales o cuales palabras, frases y párrafos que más de una vez le torturaron el caletre”. El padre, al leer este vodevil, le aconsejaba no abandonar sus estudios médicos: “Déjate de esto, hijo, y dedicate a tu profesión”.
Doering, en la descripción de Holmberg, aparecía como un hombre ambicioso, pendiente de las “sociedades de alabanza y el bombo mutuo”, capaz de traicionar a sus aliados, acosador de las personas del Gobierno Nacional. Viajaba a Buenos Aires sin objeto y fue en el marco de estos viajes cuando empezó a transformar su cabellera byroniana. Holmberg reconocía la sofisticación geológica y malacológica de Doering, esa que muy pocos podían juzgar. La discusión no era científica, como algunos pretendían.
La excursión fluvial
En marzo, antes de partir y embarcado en el “Río Uruguay”, Holmberg abandonaba su puesto de redactor de La Crónica, un diario de los hermanos Gutiérrez que había contribuido a fundar. El viaje al Chaco parecía un adiós definitivo. Los miembros de la comisión iban camino a latitudes en donde los rigores del clima eran una tortura; el peligro y los sufrimientos, una realidad. Abandonaban la dulzura del hogar, las comodidades y halagos de la civilización, impulsados por la vocación, el amor a la ciencia y al progreso argentino. Todos sabían que la primera expedición había sido desgraciadamente organizada, “obrando el Ministerio según entendemos, con la prisa de los últimos momentos, por informes ligeros o sin base seria respecto a la competencia de las personas a las que fue encomendada. Nuestros hombres de estado han creído y con razón, que los sacrificios hechos para costear observatorios astronómicos, academias científicas y sabios extranjeros traídos a la dirección de los museos públicos, recaían en honor del país, porque las obras de Burmeister y de Gould, de Latzina, de Lorentz, de Doering, mostraban a la Europa y al mundo que la nación que las costeaba, las aplaudía y las fomentaba era una nación cuyo nivel intelectual y civilizado era ya alto y que sabía poner su grano de arena en la labor común de los pueblos que es la ciencia, patrimonio de toda la humanidad. Hoy que hay argentinos ya, ocupando puestos distinguidos en el mundo científico y a los que vemos citados con aprecio en las obras europeas, el gobierno debe felicitarse con doble razón de sus esfuerzos por el adelanto de la instrucción superior en la república, y no creer que realice obra de poca significación en el anterior sentido, cuando envía a estudiar zonas inexploradas por la ciencia a compatriotas como Holmberg y Ameghino, cuyas investigaciones circularán mañana despertando interés y curiosidad en el mundo cultural americano y europeo.”
El 15 de marzo de 1885, diez días antes que Arnaud diera por terminada su misión en la ciudad de Salta, la comisión presidida por Holmberg llegaba a Formosa. Esos poetas y sabios que amaban, admiraban, investigaban y comprendían la naturaleza, esos obreros del progreso, esos patriotas, inmediatamente se pusieron en campaña, cazando, pescando, escudriñando el suelo, buscando y rebuscando todo bicho viviente y acopiando toda clase de yuyos. Entre aquellos, un pescadito de tres pulgadas que parecía ser una lepidosirena. En realidad, no sabían qué hacer: estaban varados por la demora del comandante del vaporcito explorador. Por eso, en aras de aprovechar el tiempo, Kurtz y Ameghino, excursionaron por el Paraguay, a sus expensas y asistidos por Carlos, entendido ayudante de su hermano, y el joven Solari, un incansable pescador. Los acompañaba Léontine, la esposa de Florentino. En Paraguay conocieron al matrimonio Bommert quien inició gestiones para establecer un museo en Asunción para que las excavaciones se hicieran en beneficio de la nación. Este viaje de los argentinos había despertado la posibilidad de vivir de la venta de animales, fósiles y minerales del país. Bommert -por una suma mensual- cambiaría su oficio, ayudaría a Ameghino y transformaría su carpintería en un laboratorio de historia natural que, luego, podría tener una filial en Buenos Aires. Le solicitaba pinzas y cajas para coleccionar coleópteros, hilo de metal para montar los pájaros, vasos de vidrio para conservar animales, una lupa, una brújula y manuales para la disección y taxidermia. La esposa también se metería en el asunto.
Esta espera, más allá de los posibles negocios que empezaba a urdirse, los preocupaba: comprometía el éxito de la misión. La Nación reportaba: “Son los entorpecimientos burocráticos del Ministerio la rémora de una empresa desinteresada, destinada a levantar más alto el nombre del país en el mundo científico. Las mejores intenciones, la competencia probada, el celo más decidido, animado del fuego sagrado de la vocación, no pueden luchar con la inercia oficinista y son en parte esterilizados. Mientras tanto, otro primo de Holmberg, el escultor Correa Morales, daba la nota artística: había encontrado varias arcillas plásticas, reconocidas por Ameghino, con las que había ejecutado algunos bocetos, sacando, además, vistas fotográficas de la selva virgen formoseña. Al final, si no hubiese sido por la cooperación de la Gobernación de Formosa, a cargo del inglés Ignacio Hamilton Fotheringham, no hubiesen podido siquiera hacer ligeras excursiones por agua y tierra. Se planteaba una paradoja: “esta vez que el Gobierno Nacional ha tenido el acierto de reunir hombres competentes para un objeto tan digno de atención sería sensible que por indolencia y descuido dejaran incompleta la obra”. Como era de esperar, el dilema se resolvería por el lado evidente: nada ocurrió y la expedición fluvial quedó en la nada.
A mediados de mayo de 1885 Holmberg, Ameghino y Kurtz regresaban del Chaco, donde habían observado la naturaleza como poetas y como sabios. La prensa, con excepción de La Crónica, apenas saludó su llegada.
Diez días después, Arnaud salía de Salta, donde había convalecido de una enfermedad en el hígado. El 5 de junio, llegaba a Buenos Aires. Quizás con algo de suerte para todos, en la ciudad reinaba la indiferencia frente a todo que no fuera materia electoral y las peleas con el antiguo Nuncio. Victorica, en esos mismos días, renunciaba al ministerio en desacuerdo con la candidatura presidencial de Juárez Celman. La vergüenza del fracaso se diluyó en el alud de esas disputas.
Los expedicionarios dirigidos por Holmberg trajeron 7 a 8 mil animales, 4 a 5 mil plantas y varios fósiles y muestras de tierras destinadas a dar “el conocimiento completo de la región recorrida y a servirnos de base para los juicios acertados del rol que se le asigne en la evolución múltiple de nuestra riqueza.” Tampoco faltaban las observaciones. Estudiado este material, se procedería a redactar una obra que exigiría por lo menos un año y medio de labor intensa. Del diario y las observaciones de carácter general estaba en gran parte redactado el texto, así como de las secciones referentes a la flora, la paleontología y la fauna. Sin embargo –destacaban- los resultados no habían sido tan importantes como los esperados por los elementos nulos de movilidad. Tanto mofarse de Doering, los informes de esta comisión tampoco se publicarían. Arnaud, en cambio, construyó su nombre asociado al Chaco: en 1889 publicó “Del Timbó al Tartagal”, educó a sus hijos en Francia y vivió una existencia holgada en los Estados Unidos. Hoy, todavía, hay quien lo lee a pesar que la historiografía cubrió su nombre con el silencio de la vergüenza.
Nota:
(*): Adaptación de su libro “Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa Argentina de Paleontología ilimitada” (Edhasa, Buenos Aires, 2021), especial para Hilario.