Con esa frase, bien cocorita, pelo corto, rulos y con las manos en la cintura, la que suscribe respondía al “Nena, ¿cómo te llamás?”, pregunta con la que los adultos de la década de 1970 solían importunar a los niños.
¿Qué se creían? ¿Que respondería María del Carmen, Rosario o María Gabriela? No pues: “Irina Podgorny, nombre y apellido rusos”.
Un orgullo por el origen de mi nombre del que, por más que lo intente, me resulta difícil determinar cómo empezó. Quizás haya surgido de la sonoridad de esas sílabas. O del cariño por mi abuelo. Un abuelo que nos adoraba y que, mientras tomábamos la leche con bombilla, nos entretenía con las marcas de bala en los músculos de su brazo. Un judío renegado, parco, ateo y anarquista, un sobreviviente de la Gran Guerra que se afincó en estas costas en algún momento de la década de 1920.
Pero mi nombre no venía de él, que jamás nos habló de las formas de su pueblo ni en su idioma natal, ese que mi papá intentó estudiar y yo quise aprender ni bien terminé el Normal. Seis años yendo a SARCU, seis años con las mejores notas que, a pesar del beneplácito de las profesoras, no impidieron que me cansara de la madre heroína y de las lecciones de idioma en tono moral-socialista. Cuando terminé, la URSS estaba a punto de desintegrarse, pero a mí, el catecismo de los sábados, me había cansado al mismo ritmo que Moscú se iba desvaneciendo de mi futuro. En 1986, había empezado a compartir mis días con la Alianza Francesa de Bernal que los precios del alquiler alojaron enfrente de la maternidad donde nací y al lado de la casa de mi abuela. En 1987, cuando terminé la escuela de ruso soviético, las opciones rondaban por una vida académica en castellano complementada por el francés y el inglés pero que, finalmente, viró al alemán. Y por esto, mi papá, durante unas semanas, me miró como una traidora a los crímenes de la guerra: no me lo decía, pero cada tanto me recordaba la victoria y la entrada de los soviéticos en Berlín. No me importó, o, mejor dicho, comprendía que, por su edad, vivía en otro universo, con otro vocabulario y otros protagonistas. Él, nobleza obliga, terminó sus días enamorado de la BVG. (1)
Si hubiera un origen de por qué firmo como firmo, habría que buscarlo en un berretín de mi mamá, la abogada nieta y bisnieta de italianos del norte. Un nombre que había encontrado en uno de los tantos libros que devoraba en los años de la Revolución Cubana y que eligió para su hija. Sin dudarlo redactó una información sumaria para que lo aceptaran en el Registro Civil de la Provincia de Buenos Aires, seccional Quilmes porque en esos años “Irina” no estaba en el santoral de los nombres permitidos.
Irina, personaje de esta novela, fue el origen de su nombre. Imagen del ejemplar que leyó su madre en los años ´60.
Mi mamá sacó su Lettera y ella, que nunca miente, inventó una historia por la cual un personaje de La novela ola de Ilya Ehrenburg pasaba a ser una tradición con la que se bautizaba a las hijas de la familia de su suegro y que ahora, un matrimonio de argentinos, deseaba perpetuar en el suelo americano. Mi mamá, ese día, mintió. Y como escribe bien y habla mejor, el nombre y el apellido rusos terminaron inscriptos en el registro de los nacidos en 1963 y con toda la fuerza de la ley.
En resumen, todo fue el resultado de un capricho materno y de una ficción de abogada, de sus habilidades leguleyas y literarias combinadas con el apellido de ese señor llegado de Gómel, de una región hoy arrasada por las guerras y el accidente de Chernobyl, de la ciudad donde se hizo una de las tantas reuniones convocadas en estos días y de la que él, José, nunca nos contó nada. Mi abuelo, ese que mi papá lloró a moco tendido porque un padre como él ya no habría en este mundo.
Ambos vivieron sin nostalgia por lo dejado atrás pero sin olvidarse de las cosas de la historia. El futuro -donde espera la muerte- era su única guía. El pasado siempre fue peor y, por eso, la añoranza nunca se les marcó en la cara. Gracias a ellos supimos que ir hacia adelante era mucho más que una consigna.
¿Qué hubiesen dicho, mi papá y el suyo, si hubiesen sabido que, por línea femenina, el apellido terminaría pasando a una vieja de agua petrificada? ¿Qué dirían de saber que ese apellido, mal o bien transcripto del cirílico al castellano, se anclaría en el pasado más remoto, en el Mioceno Superior de las Barrancas del Paraná en Entre Ríos? Justo ahora, cuando nadie se atreve a proclamar a viva voz que uno lleva un apellido ruso porque, a decir verdad, el horno no está para amenazas de ningún tipo.
Pero si, a pesar de ello, a alguien se le ocurriera festejar el lado ruso de nuestro apellido tampoco podría porque las fronteras del siglo XX no son las de ahora y las nacionalidades de entonces, ya no existen. Si alguien se detuviera en la vereda y le preguntara a una nena sentada en la verja cómo se llama, no solo iría preso: la nenita debería responder “apellido bielorruso”. Conociéndola, muy probablemente, no le gustase y prefiriese quedarse callada. Demasiadas sílabas; ella -la nieta de un abuelo de pocas palabras- opta por los sonidos cortos.
En cuanto a mi papá y mi abuelo, tampoco sé qué hubiesen dicho. Imposible, sin embargo, no alegrarse, no reírse al saber que compartimos el apellido con un fósil tirando a feúcho que tiene una edad cercana a los 10 millones de años. Se trata del único espécimen conocido de un grupo actualmente muy diverso llamado loricarinos, o “chupavidrios”, “limpiafondos” y “vieja del agua” y que, en este caso, se halla en los repositorios de las colecciones de vertebrados del Museo Argentino de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia”, situado en el parque Centenario de la Ciudad de Buenos Aires.
Estos peces, emparentados con el bagre, característicos de la América del Sur y de parte de América Central, cuentan con adaptaciones a una gran diversidad de cuencas: barbas, bigotes, las aletas más extrañas, placas dérmicas externas. Se conoce poco sobre su evolución en parte porque existen muy pocos fósiles que ayuden a entender el pasado de este linaje. Uno de ellos, la especie descripta en 2022 por Sergio Bogan y Federico Agnolin fue bautizado como Sturisomatichthys podgornyi.
Todos estamos muy contentos, un “todos” que incluye a los autores, a la Dra. Dalla Valle y a los Podgorny en su conjunto: este pescado, como mi hermano, que -información sumaria mediante- se llama Flavio, lleva un nombre en latín y un apellido ruso. A mucha honra, que ya vendrán tiempos mejores donde a todos nos aplaste el peso de la historia.
14 de marzo de 2022, para mi papá, mi mamá y la información sumaria que me dio el nombre.
La descripción de Sturisomatichthys podgornyi puede leerse en: AQUÍ
Nota:
1. BVG: Berliner Verkehrsbetriebe es hoy la empresa de transporte público más grande de Alemania.
Agradecemos la gentileza del doctor Sergio Bogan, curador de Colecciones Científicas de la Fundación Azara, y del artista Gustavo Righelatto.
(*) Museo de La Plata, CONICET.