“El día 14 del pasado por la tarde- anunciaba el Diario de Madrid de 1792- en una de las puertas para entrar a los tendidos de la Plaza de los Toros, se perdió una bolsa para tabaco, de lobo marino, con el forro bordado de plata, y varios papeles dentro, y entre ellos unos recibos y una cuenta, todo de consideración; quien la haya encontrado la entregará en casa de la Excma. Sra. Condesa viuda de Puñonrostro, que vive en la calle ancha de S. Bernardo junto al Salvador.”
Cinco años antes, pero en la calle de Atocha, Joseph Aguerre, que vivía frente al cuartel del Regimiento del Príncipe, había perdido otra, en ese caso, forrada en blanco con bordado de lentejuela fina. Y el día 11, Joaquín Rodríguez Costillares extraviaba una tercera, esta con forro en raso liso, bordado de oro, cinta de color de leche y oro; en algún punto del trayecto que iba desde la calle de la Rua hasta los baños de Soto de Migas Calientes. Barcelona sufría la misma epidemia, donde un tal Agustín Pallares perdió, con varios papeles, su cartera de lobo de mar.
Las bolsas de lobo, además de perderse, también servían para identificar a los muertos y a los vivos. En el inventario de los bienes del fallecido Duque don Álvaro de Zuñiga, se contaron dos cintos hechos con este material, uno angosto y otro para montar con su esqueroina y navajón y una tranquera de plata. Y en un juicio, ejemplar para la práctica criminalística de la península, el testimonio reservado de Pascual Buendía comunicaba que el hombre alto cuyo cadáver había estado expuesto al público en la puerta de la cárcel de Madrid, en vida había vendido bolsas de lobo marino para tabaco en la feria próxima a la plazuela de la Cebada. Lo reconoció por ellas. Y por sus calzones de terciopelo viejo y lienzo blanco, objetos aparecidos en la calle de Chinchilla en poder del mozo del mesón de Andalucía junto con un par de alforjas de jerga viejas y dentro de ellas, trece bolsas de piel de lobo para tabaco y otras ocho algo mayores.
No es de extrañar: en el siglo XVIII, en lugar de petaca, el tabaco se guardaba en bolsa de piel de lobo, que se llevaba abultando en el tiro del calzón, asomando de él un cabo algún tanto por la faltriquera. (1) El asesinado, como se ve, se dedicaba al comercio de estas pieles que, además, se usaban para mantas de los birlochos de cuatro ruedas. Se vendían en la calle del Príncipe y, en forma de lámina, en la descripción de la colección de animales y monstruos del Real Gabinete. A cargo del preparador valenciano Juan Bautista Bru –el mismo del animal corpulento y raro después llamado Megatherium-, estas se encontraban en la librería Copin, a 50 reales sin iluminar, a 80 iluminadas a la rústica y a 90, en pasta. Las gacetas, los almanaques mercantiles y el comercio no dejaban, por su lado, de incluir el informe sobre el trasiego de cueros de lobo de mar y de recordar que, como las de alpaca y zorrillo en alfombras, estaban libres de derechos a su salida al exterior. El 29 de julio de 1785, llegaba a Cádiz la urca de la Real Armada Santa Florentina, procedente de Montevideo con 409 rollos de tabaco negro para S.M., 5661 cueros al pelo, 2725 pieles de lobo marino, 329 arrobas de lana de vicuña y de carnero. Antes, el 8 de julio, 650 pieles de lobo traídas por la saetía San Antonio de Padua ya habían pasado a la confección de esas cosas que parecían cumplir con los designios de Gonzalo Fernández de Oviedo en su descripción del animal llamado “lobo marino” en su Historia general de Indias:
“Pero porque es cosa para notar lo que agora diré deste animal lobo marino, digo que las cintas é correas que se hacen del cuero del para ceñirse los hombres ó para bolsas ó para lo que quieren, que quando quier que la mar está baxa, el pelo se allana, é quando está alta, se alza. Cosa es muy experimentada, y que en qualquiera cinta ó parte del cuero del lobo marino se ve cada dia; é todas las mudanzas que la mar hace, se conocen en el pelo destos animales. Por lo qual yo creo, y por lo que se dixo de suso del parto é hijos que crian á las tetas, que aquestos que llamamos lobos marinos, son los mismos que el Plinio llama viejo marino en su Natural Historia. Demas desto, dice el vulgo que, para los enfermos del dolor de los lomos, son muy buenas cinturas aquestas del cuero destos lobos: é á la verdad, ellas parescen bien á la vista, en especial las que son negras y de lobo viejo, porque son mas pobladas de pelos mas espessos. Y esto baste quanto á los lobos marinos de estas partes.” (2)
Y ni hablar que Bartolomé de las Casas, el enemigo de Oviedo, conocía de sobra las características de estos animales y las propiedades de sus pieles: al comentar la explotación de los indígenas en las pesquerías de perlas, comparaba su aspecto con las pieles de estos animales, a quienes terminaban pareciéndose como resultado de la vida marina a los que se los sometía:
Porque vivir los hombres debaxo del agua sin resuello es impossible mucho tiémpo, señaladamente que la frialdad cocinua del agua los penetra. Y asi todos comunmente mueren de echar sangre por la boca, por el apretamiento del pecho que hazen por causa de estar tanto tiempo, è tan continuo sin resuello, y de cámaras que causa la frialdad «conviertense los cabellos siendo ellos de su natura negros, quemados como pelos de lobos marinos, y sáleles por las espaldas salitre, que no parecen sino monstros en naturaleza de hombres, ò de otra especie. (3)
Los indios terminaban así convertidos en lobos marinos, esos animales entre anfibios, peces y mujeres, cuya pesca o caza, mucho más tarde, las Cortes del siglo XIX reglamentarían junto al buceo de la perla y de la pesca de la ballena.
Ya preparadas, las pieles son trasladadas para “tender y estaquillar”. (Grabado.: En Antonio Sañez Reguart: ob. cit. Madrid, 1798)
Lejos de un destino, entre esas descripciones del siglo XVI y los usos dieciochescos de las pieles de lobo de mar, mediaba la historia de la ocupación económica del mundo austral americano. La pesca o caza de “lobos marinos”, un término que en castellano hasta el siglo XIX designa a varios mamíferos del agua, se consolidó como actividad colateral a la pesca de la ballena. Y esta, por lo menos en el Atlántico y en el Pacífico Sur, como un pretexto de los ingleses -nuevos y antiguos, verdaderos o colonos insurgentes- para disimular el comercio directo que los navíos de esas banderas entablaban con las ciudades de Indias. Algo que los españoles llamaban contrabando y que prosperaba al evitar los impuestos que los productos comercializados pagaban al entrar y salir de la península. Tras la sombra de un ballenero o lobero inglés, virreyes e intendentes veían a un contrabandista.
La navegación, la pesca y la caza de mamíferos marinos están tan ligadas a la historia de la humanidad como la vida en tierra firme. En la Monarquía española, la pesca de la ballena y de las focas o lobos marinos es, sin embargo, una actividad promovida tardíamente, ligada a las reformas de los Borbones y a la expansión hacia el norte en el Pacífico, hacia el Sur en el Atlántico y sobre todo, a los intentos de frenar lo que desde Madrid, en el siglo XVIII, se percibe como contrabando disfrazado de pesca. En 1789 se creaba por Real Cédula la Compañía marítima de pesca para la pesca de la ballena, lobos y leones marinos y el establecimiento de factorías en la costa patagónica. El Puerto de Maldonado en la Banda Oriental se habilitaba a favor de la misma para que los buques pudieran hacer el registro de los efectos que condujesen de Europa y el de los frutos que cargasen en retorno. Entre 1796 y 1799 se obtenían entre Río Negro y San José 26.484 cueros de lobos marinos. La Real Compañía Marítima, propia de Su Majestad, se hallaba en la Carrera de San Gerónimo n° 6, en Madrid, frente a las Monjas de Pinto: el encargado era D. Alberto de Sesma, Caballero de la Real Orden de Carlos III, Brigadier de Marina y del Consejo de Guerra, secundado por el secretario Juan Antonio Aresti, el contador Joseph Antonio de Arana y un tesorero.
Bajo otro cobertizo se protege la caldera donde se prepara la grasa extraída de los animales. (Grabado.: En Antonio Sañez Reguart: ob. cit. Madrid, 1798)
En esos años, los intentos de controlar el contrabando en los mares de América del Sur generan varias iniciativas para promover la pesca española de la ballena y de lobos marinos. Pero también surgen los debates acerca de la explotación y caza de los animales del mar que remiten a los regímenes de propiedad de las fieras salvajes en dos espacios de dominio tan controvertido como el mar océano y la Patagonia atlántica en un recorrido que lleva del bien común a la privatización de las fieras que se cazan. Un problema clave vinculado al dominio, control y derecho existente sobre la fauna salvaje del mar y la tierra y los conflictos que surgen al romperse los vínculos coloniales con España, un tema hasta ahora poco estudiado en la bibliografía.
La Compañía marítima y la pesca de ballenas y lobos han aparecido en la historia argentina ligada a la exhumación de documentos coloniales para probar, basándose en el iutis posseditis, los derechos argentinos a la costa patagónica y a las islas Malvinas. La lectura de esos documentos desde el mar y desde la historia de la explotación de su fauna muestran a esa costa y a esas islas perdidas como problema político en parte gracias a los animales y a los intereses por explotarlos. Pero también sirve para leer la historia de la clasificación zoológica del siglo XVIII como parte de ese proceso: contrariamente a la idea que el sistema linneano excluye la utilidad de los animales para los humanos como criterio para ordenarlos, la idea y el nombre de “ferae” (fiera) –donde Linneo coloca a las focas y a los pinnípedos en general- parece sugerir cierto parentesco con los debates jurídicos de la época: el derecho sobre las ferae naturae, los animales salvajes, sujetos a la caza y a la pesca. Estas disposiciones sobre los animales salvajes del mar, tuvieron que ser reformuladas en la era de la expansión de la navegación oceánica y –sobra decirlo- de la navegación a vapor. La “pesca” oceánica no solo empezó a regularse como propiedad de los Estados, sino que también –en el caso de los mamíferos marinos- pasó del reino de la reglamentación de la pesca a la regulación de la caza. Y eso en un contexto donde paralelamente se estaba discutiendo la clasificación de esos animales (cetáceos, pinnípedos) como mamíferos y no como peces, clase en la que estuvieron hasta mediados del siglo XVIII. El Atlántico Sur, mirado desde el mar, se vuelve un escenario fundamental de la historia ambiental, perspectiva que cuestiona el lugar periférico que aún tiene en la historiografía.
Notas:
1. Serafín Estebánez Calderón: Fisiología y chistes del cigarro, en Escenas andaluzas, Madrid, 1847, 320. Y Catálogo de la colección de tabaqueras y utensilios del fumador, Dirección General de Bellas Artes, Museo del pueblo español. Reedición electrónica, 2011, p. 16
2. Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme, de Gonzalo Fernández de Oviedo, p. 429.
3. Las Obras del obispo D. Fray Bartolomé de las Casas, p. 35.
Las imágenes que ilustran este artículo fueron obtenidas de la obra Diccionario histórico de los artes de la pesca nacional. Por el Comisario Real de Guerra de Marina Don Antonio Sañez Reguart. Madrid. 1793. Volumen 4.
* Extracto de un capítulo de la autora publicado en “En el mar austral. La historia natural y la explotación de la fauna marina en el Atlántico Sur”, libro editado por Susana V. García (Rosario: Prohistoria, 2021)