Hace ya mucho tiempo que vivo en la vereda de enfrente del Río de la Plata pero mi vínculo con Uruguay, el lugar de la infancia y adolescencia siempre se mantiene fuerte. Es así que cuando poco más de un año atrás Pablo Uribe y Gerardo Goldwasser me propusieron trabajar juntos para el concurso que en algún momento abriría el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay para elegir el envío a la 59ª Bienal de Venecia acepté feliz. Pablo y yo colaboraremos como curadores del envío de Gerardo Goldwasser, un artista que desde hace unos 30 años viene desplegando una obra muy consistente y original, a partir del oficio familiar de la sastrería. Su abuelo, un sastre judío que llegó a Montevideo poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, había estado prisionero en el campo de concentración de Buchenwald y había salvado su vida gracias a su oficio, haciendo uniformes para sus victimarios nazis. El manual de sastrería de uniformes anónimo, sin datos de edición, que heredó a la muerte de su abuelo, lo llevó a pensar una obra en colaboración con su padre y su tío. La sastrería familiar está en el centro de la obra de Goldwasser, que propone una reflexión profunda sobre la uniformización de los cuerpos, las medidas promedio, las leyes de aprovechamiento máximo del espacio, la tensión entre las personas y su deseo de distinción y los dispositivos uniformizadores… también entre artes y oficios, los cuerpos, la historia y el trauma.
La experiencia fue muy transformadora para los tres: curadores y artista, pues llevamos esa memoria familiar de Goldwasser a hablar por la memoria del mundo y el gran trauma de la guerra, a la ciudad que fue la cuna de la moda en Occidente, la puerta de entrada de los lujos orientales, de las fortunas y las ricas telas, el deseo de distinción y también de anonimato de marinos mercantes y cortesanas… la ciudad de las máscaras, la de la más alta distinción y los más ingeniosos engaños.
El pabellón de Uruguay es de reducidas proporciones pero está en un barrio muy distinguido de los Giardini, desde hace más de medio siglo. Allí, con una instalación gigantesca y silenciosa, de rollos de paño negro con los moldes de uniformes de las mesas de corte, con una inmensa fila de mangas negras (el Saludo), unas reglas rígidas, Goldwasser alude a la memoria de ese gigantesco proyecto de destrucción de las personas que fue el nazismo. Impera el silencio y la ausencia de colores. Pero a la vez un gran espejo que recibe al visitante en la entrada introduce la individualidad de cada persona que entra allí, como única nota de color y movimiento, y un sastre veneciano toma nuestras medidas en una performance que otra vez nos recuerda que somos personas únicas, y nos regala delicadamente escritas esas nuestras medidas únicas en un trozo de papel…
Persona, se llama el envío, y en un mundo nuevamente sacudido por la guerra, justo enfrente al pabellón de Rusia, abandonado por sus artistas y curador – que renunciaron a exponer arte mientras su país hacía la guerra, nuestro pabellón se erige, silencioso, como un alegato personal contra las guerras, todas las guerras, una reflexión sobre el pasado disparada al futuro.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios.