Venta de huesos y papeles en el Río de la Plata

Dámaso Larrañaga. Retrato publicado en El Indiscreto, Montevideo, año II, núm. 38, del 15 de febrero de 1885. Fotografía: Gentileza Anáforas, Ministerio de Educación y Cultura, Facultad de Información y Comunicación, Uruguay. 



Pedro de Ángelis. Acuarela sobre papel, obra del artista ruso Orest A. Kiprensky (1772 - 1836), único retrato pictórico conocido de de Ángelis. Colección particular. Argentina.




Copia del boceto del esqueleto hecho en Buenos Aires por el padre Torres, luego llamado Megatherium. Imagen reproducida por Manuel R. Trelles en “El Padre Manuel Torres”, Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, 1882, vol. 4, 1882.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

En febrero de 1846, el médico oriental Teodoro Miguel Vilardebó (1803-1856) le escribía al agrimensor Juan María Gutiérrez (1806-1878) sobre distintos asuntos de mutuo interés. Molesto con el desorden de la administración de correos, que había extraviado una carta del argentino, le contaba que acababa de conocer personalmente a Domingo F. Sarmiento. Se preocupaba, además, por la marcha de sus negocios:


«Reyes acaba de portarse conmigo de la manera más injustificable, desconociendo absolutamente los derechos que yo tenía a la propiedad de la Carta Geográfica de la República Oriental que había concluido y que como Ud. muy bien sabe me vendió por 1000 pesos, regalándosela al Gobierno de Oribe, el cual la ha aceptado, decretando que le den las gracias por su oferta y que la Carta se grave por cuenta de su Gobierno. Estoy haciendo diligencias para que siquiera pueda reembolsar el dinero que anticipé a ese estrafalario. Compré también a Chilabert y a Pico, el agrimensor, el año 44 una Carta de Entre Ríos por 100 patacones, y este último ha tenido la desvergüenza de publicar a fines del año pasado la misma Carta. Así que por ambos lados he sufrido una verdadera espoliación (sic) en mi dinero y en el derecho de publicación de tales documentos.


Hace tiempo que la desgracia me persigue sin darme descanso. Había proyectado desprenderme de parte de mis osamentas fósiles, proponiendo su adquisición al Presidente interino del Instituto Histórico y Geográfico, que era el canónigo Januario de Cunha Barbosa, y estaba él muy conforme y muy interesado en que tales osamentas se comprasen para el Museo de Historia Natural, pero la muerte nos ha arrebatado este digno e ilustrado brasilero. El Instituto y el país en general hace en este elevado personaje una pérdida irreparable. Así que sabe Dios si podré realizar este pensamiento».


Teodoro Vilardebó, nacido en Montevideo en una familia de comerciantes, de padre catalán y madre rioplatense, había residido de niño en el Brasil para estudiar medicina en París a fines de la década de 1820. El “estrafalario”, por su lado, se trataba del Coronel ingeniero José María Reyes (1803-1864), nacido en San Marcos, aldea de indios de Córdoba del Tucumán. Hijo de un funcionario colonial, había estudiado en Buenos Aires, donde empezó la carrera militar y en 1817 recibió el grado de Alférez de Ingenieros. Trazó los lineamientos del Fuerte de Tandil y dirigió las obras de las Baterías de la Ensenada de Barragán. Autor de la delineación de la Nueva Ciudad de Montevideo ejecutada en los años 1832 y 1833. En 1831 el Gobierno del General Rivera lo nombró Oficial Mayor de los Ministerios de Gobierno y Relaciones Exteriores. Se había desempeñado en la Comisión para tasar los terrenos contiguos a la muralla y los edificios públicos no reservados para servicio público. Creado el departamento topográfico de Buenos Aires, fue nombrado su presidente. Durante el sitio de Montevideo (1842-51), trabajó para Oribe, encargado de la fortificación de sus campamentos en Cerrito de la Victoria. Paralelamente, actuó en la planificación urbana de la Villa de la Restauración (sede política del Gobierno del Cerrito), realizó diversos trabajos de topografía y, como se quejaba Vilardebó, presentó al Gral. Oribe la primera Carta Topográfica de la Banda Oriental, grabada por Alberico Isola e impresa en Buenos Aires en 1841.


Las transacciones a las que estaban sometidos los mapas de la provincia de Entre Ríos y el de Reyes reveladas en esta correspondencia, son un resultado del contexto político y militar del Río de la Plata: el bloqueo francés a Buenos Aires, la Guerra Grande, la presencia luso-brasileña en la cuenca rioplatense, las alianzas del Uruguay con el Brasil o con las provincias del Río de la Plata, el control de Entre Ríos, el largo sitio de Montevideo, el gobierno de Juan Manuel de Rosas, la discordia civil, la presencia de los exiliados argentinos en el Montevideo -sitiado por Oribe y sede del gobierno de Rivera-, y la injerencia británica y francesa en los asuntos del Río de la Plata. Esta carta trasunta, en efecto, una constelación urdida por los agrimensores, los canónigos, los ingenieros militares, los publicistas, sus viudas, las cartas geográficas, las instituciones científicas, los médicos y los fósiles, unidos no tanto por el suelo que los cobijaba sino por el dinero, el comercio y la complicada vida política y civil de estas regiones.


Vilardebó regresó a Montevideo en 1833 para dedicarse a la higiene pública y a coleccionar y vender los objetos que hacían furor en la Europa de entonces: osamentas fósiles, documentos de los antiguos archivos coloniales y mapas de los territorios rioplatenses. Como ha señalado Jorge Cañizares-Esguerra, la dispersión de las fuentes documentales con posterioridad a la caída y disolución del Imperio español determinará cómo se configuran las prácticas de la anticuaria, de las ciencias y de la escritura de la historia americanas. Los procesos que llevarán a la independencia entre los años 1810-1820 cuestionan la supervivencia y el sentido de los archivos burocráticos coloniales en los momentos de la revolución, la guerra y la organización nacional.  Una consecuencia del gobierno a distancia, la documentación no solo se almacenaba en España sino también en las oficinas locales ya que, según las reglas de la administración, cada informe debía hacerse en triplicado, sin contar las copias que los expertos conservaban para ellos.


En los años que siguieron a la independencia muchos empleados de la corona permanecieron en América. Los médicos del protomedicato, los llamados curas ilustrados, los pilotos, los ingenieros geógrafos del Real Cuerpo de ingenieros o los empleados, es decir, aquellas personas que como trabajo producían papeles y legajos, se transformaron, según la feliz expresión que Jorge Gelman acuñó para el ingeniero Pedro Andrés García, en “funcionarios en busca del Estado”. Al mismo tiempo, los nuevos gobiernos reclutaron en Europa un nuevo cuerpo técnico, futuros funcionarios o publicistas que, al llegar, encontraron una situación, o autoridades diferentes a las que los habían convocado. Los recién llegados y los aquí radicados compartirían, con éxito diverso, la larga búsqueda de un Estado que los acogiera como cuerpo de la administración. Sea como aliados o como competencia, ambos grupos trataron de sobrevivir en América. Los primeros rápidamente descubrieron que los antiguos funcionarios coloniales o sus herederos conservaban colecciones de objetos, mapas y manuscritos que tenían un alto valor comercial gracias al interés que despertaban en Europa. En ese ínterin, sin Estado, sin Príncipe, muchos de los legajos coloniales –o sus copias- empezaron a circular como propiedad particular, sujetos a las reglas del comercio o conservados en las casas como inversión a futuro. Varios de estos personajes hicieron del comercio de papeles, antigüedades y osamentas fósiles un modo de vida; entre ellos se cuentan los emprendimientos del médico oriental Teodoro Miguel Vilardebó, del polígrafo Pietro de Angelis (1784-1859) y del ingeniero-arquitecto Carlo Zucchi (1789-1849) mediador de las relaciones comerciales emprendidas por los dos primeros.


En 1827 llegaba a Buenos Aires, procedente de París, el napolitano Pietro de Angelis, antiguo preceptor de los hijos del rey Murat. Muy pronto, luego de su arribo, de Angelis se hallaría sin trabajo a raíz de la disolución del gobierno de Rivadavia. Sobreviviría como periodista, tipógrafo, educador, propagandista y archivero del Gobernador Juan Manuel de Rosas. Al llegar al Río de la Plata, conocería al círculo de sacerdotes ilustrados que se dedicaba a la política y a coleccionar objetos de historia natural, manuscritos de los jesuitas, vocabularios indígenas y libros. Entre los más renombrados, Saturnino Segurola (1776-1854), Dámaso Antonio Larrañaga (1771-1848) y Bartolomé Doroteo Muñoz (¿?- 1831) habían logrado combinar sus intereses en la flora, fauna y minerales locales con las observaciones meteorológicas, la promoción de las bibliotecas públicas, la vacuna y el mejoramiento de la agricultura en ambas orillas del río. De esta confluencia de prácticas, acontecimientos históricos y pasión coleccionista resultaron varias colecciones de manuscritos que, como de Angelis entrevió, permitían redactar la historia de la ocupación española de los territorios ahora argentinos. Estos sacerdotes habían tenido acceso a los archivos de los jesuitas, la Iglesia y las instituciones coloniales supervivientes y atesoraban los conocimientos y las prácticas necesarias para leerlos y transcribirlos. Asimismo, recibían la visita de los naturalistas locales o de paso, como Friedrich Sellow, Auguste Saint-Hilaire, Aimé Bonpland, Fitz-Roy o John Mawe.


Bartolomé Muñoz le envió a Dámaso A. Larrañaga el diseño del esqueleto que en 1785 se desenterró en las barrancas del río Luján y que el virrey Marqués de Loreto envió a Madrid, al Real Gabinete de Historia Natural. 


De Angelis se contactó con las familias y viudas de los pilotos y geógrafos de la administración colonial, que vivían en Buenos Aires y Montevideo y guardaban las copias u originales de los mapas y descripciones del país con la esperanza de poder venderlos a buen precio. En esas casas se alojaban las claves sobre las rutas hacia el Paraguay, el interior argentino, los contornos de la costa atlántica y las rutas hacia el Chaco, Chiquitos, Moxos, objetos y documentos relevantes para el desarrollo del comercio con América del Sur.


Cuando de Angelis arribó a Buenos Aires, el Gobierno de la Provincia poseía dos archivos que mantenía separados: uno en el Fuerte; el otro, el Archivo General de la Provincia creado en agosto de 1821 y que se instaló en el antiguo edificio del Tribunal de Cuentas, en la llamada Manzana de las Luces, a un centenar de metros de la Plaza de Mayo. La iniciativa de establecer un Archivo General se había dado en el marco de la liquidación de las estructuras políticas de la década de la Revolución y la búsqueda de un nuevo orden administrativo y jurisdiccional. Como consecuencia de esas reformas, quedaron en disponibilidad numerosos fondos documentales de las instituciones eliminadas -como el Cabildo-, necesarios para la continuidad de la administración. Las guerras civiles oscurecerían esta iniciativa: el archivo y el Museo Público, establecido en fecha similar, seguirían funcionando con languidez.


Retrato de Pedro de Ángelis, litografía de Langlumé, activo en París, obra de Orest A. Kiprensky. Colección particular. Argentina. De Ángelis lo incluyó en algunos ejemplares de su “Colección de Obras impresas ...”, para  Josefa Emilia Sabor, su biógrafa, la obra más importante de cuantas editó en el Río de la Plata. [En Pedro de Angelis y los orígenes de la bibliografía argentina. Buenos Aires. Ed. Solar. 1995]


De Angelis en 1836 empezaría a publicar la “Recopilación de leyes y decretos promulgados en Buenos Aires” y la “Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata“, incluyendo los documentos y manuscritos que, desde aproximadamente 1830, recolectaba en los depósitos de los archivos públicos, en los departamentos topográficos de Buenos Aires y Montevideo y en las colecciones del padre Saturnino Segurola, Joaquín José de Araujo y las familias de los ingenieros militares. Esto generó más de un entuerto y más de una acusación de robo, extravío o maltrato de los papeles. A pesar de todo ello, de Angelis, un verdadero empresario de la supervivencia en América pudo armar una colección que se transformaría en el centro de la historia antigua del Río de la Plata. En la maraña de negocios emprendidos, de Angelis no solo buscó interesados y proveedores en el exterior, tendió además una amplia red de contactos para obtener los materiales a acumular, vender o editar guiado por las manías de descubrimiento y la posibilidad de obtener resultados monetarios y simbólicos.


En el transcurso de sus negociaciones, Pedro de Angelis se interesó por los fósiles coleccionados en la Banda Oriental por Dámaso Larrañaga, en particular los huesos que había visto cuando el vicario le había permitido visitar su colección, probablemente a fines de 1826, antes de pasar a Buenos Aires. De Angelis sabía de la importancia adquirida por las colecciones de anatomía comparada en el museo de historia natural de París y del lugar de Georges Cuvier en la Francia de los inicios del siglo XIX. En mayo de 1831, le enviaría a Cuvier regalos y noticias de Bonpland, que se alojaría por un tiempo en su casa de Buenos Aires. Entre ellos, novedades sobre la colección de fósiles del vicario uruguayo que el napolitano intentaba, sin éxito, remitir a París.


Fragmentos de la coraza recogidos por Larrañaga. Reproducido en Escritos de don Dámaso Antonio de Larrañaga. Atlas, Parte II, Lámina XIV. Montevideo. Imprenta Nacional. 1930.


Seis años después, en 1837, de Angelis intercedía para obtener algunas petrificaciones del Río Uruguay o del Negro almacenadas en la casa-museo del vicario. Bonpland, que trataba a Larrañaga desde 1817, vendiéndole libros y aconsejándole cómo encaminar sus relaciones con el extranjero, le había sugerido que enviara un dibujo de sus fósiles a Cuvier pero que conservara los huesos para su país. En 1821 Larrañaga mandaría a París una carta, que generó un debate sobre la anatomía acorazada del megaterio que iría a durar casi veinte años. En abril de 1837, Frédéric Cuvier, hermano del estudioso muerto en 1832 y también practicante de la historia natural, había solicitado a de Angelis que tratara de conseguirle algún trozo de las petrificaciones uruguayas, autorizando a gastar dinero para conseguirlas. De Angelis suspiraba: “Cuvier ignora que aquí no hay ni col para hacer un caldo” y, refiriéndose a la red de feligreses y frailes que, desde distintos puntos del país, le remitían cosas al presbítero, continuaba, “El señor Larrañaga tiene muchísimas piezas para sustituir aquello que da: es Vicario de N.S., representante de la Santa Sede, prelado, administrador y obispo, le basta pronunciar una palabra, dar una bendición para que la tierra le abra sus tesoros”. De Angelis, olvidando que los Larrañaga se dedicaban al comercio con el interior de la Banda Oriental, tenía esperanzas que, dada la ceguera, la edad y la imposibilidad de trabajar sobre ellos, el viejo cura ya no tendría interés en conservar “los escombros” que había juntado durante toda su vida. ¡Ojalá -de Angelis escribía en sus misivas- intuyera que sus compatriotas, después de su muerte, no sabiendo qué hacer con esos pedazos, los tirarían al mar! Y reflexionaba: como estudioso debería entender que sería mejor que terminasen en buenas manos y que su nombre, en el museo de París.


Llegó el mes de julio de 1837 y no hubo manera de convencer al vicario. En ese momento De Angelis se persuadió que sería más fácil arrancarle el pellejo que una petrificación. Hacia fines de ese mes, exclamaba: “que se quede con sus huesos y que lo entierren con ellos”, dando por terminadas las tentativas de enviar una muestra de la colección Larrañaga que, en esos años, estaban en bocas los anatomistas para decidir la forma y las afinidades zoológicas del megaterio.


Muy poco después, una parte de estas colecciones encontraría un sino menos trágico que el mar o la tumba eclesiástica: el 4 de septiembre de 1837, Carlos Anaya, ahora presidente del Senado en ejercicio del Poder Ejecutivo, designaba a Teodoro Vilardebó como miembro de la Comisión de Biblioteca y Museo Público de Montevideo, decreto por el cual se facultaba la erección de un Museo de Historia Natural. Casi en paralelo, la Comisión le encomendaba junto a Bernardo Berro –sobrino de Larrañaga y futuro presidente de la República- la misión de trasladarse al arroyo Pedernal, en las afueras de Montevideo, para reconocer y recoger los fósiles aparecidos en ese paraje, produciendo un informe que se publicó en la prensa montevideana.


Vilardebó, paralelamente, se dedicó a comprar los huesos que de Angelis había hecho extraer de la provincia de Buenos Aires. Los revendería al Museo Nacional de Historia Natural de París, el destino que, desde el vamos, les estaba reservado; una prueba más del papel de los negocios privados en la emergencia de las colecciones científicas y de cómo la autoría de las cosas -papeles, esqueletos- formaba parte de esas transacciones. A fin de cuentas, todo se vende, incluso la gloria. 


* Especial para Hilario.  Artes Letras Oficios


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