Los acontecimientos imprevistos dominan el rumbo de nuestras vidas, pero también el de las prácticas de las ciencias, de sus colecciones y el de los coleccionistas de hechos, objetos y experiencias.
Miles de historias lo confirman.
Entre ellas esta, una historia que empieza con el accidente de un dirigible en el Mar de Barents y termina en el otoño de 1985 con el fallecimiento del ingeniero noruego Asbjorn Pedersen en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la antigua Capital Federal.
Unos meses antes de ese otoño, el antropólogo argentino Julián Cáceres Freyre había aceptado su invitación para que lo visitara en su domicilio de la calle Paraguay 1480. Había quedado viudo, estaba solo, delicado de salud, con apremios económicos y quería asesorarse sobre qué hacer con una parte de su colección arqueológica, en particular con una momia, obtenida como pago por una instalación realizada en la década de 1940 en una vivienda vecina o, por lo menos, cercana.
En ese entonces –en la década de 1940-, Pedersen administraba la empresa “Gas service” y viajaba por su país de adopción al mismo tiempo que desarrollaba su afición al estudio del pasado prehispánico americano que, hasta su arribo a Buenos Aires, le era completamente ajeno.
Había llegado al país en 1928, con su título aún flamante, para ayudar al equipo del célebre explorador polar Roald Amundsen (1872-1928) quien preparaba su próximo viaje en dirigible a la Antártida. Amundsen, el cuarto hijo de una familia de armadores y capitanes de barco noruegos, había sido uno de los primeros en llegar al Polo Sur, hecho ocurrido en diciembre de 1911, el año de la muerte de Florentino Ameghino, es decir hace 110 años. Sus expediciones, marcadas por la competencia con otros equipos de iguales pretensiones, inundaban la prensa internacional y también la argentina, creando una suerte de “edad heroica de la exploración antártica”, cosa que explica, en parte, el fervor por los hielos del sur que aparece, por ejemplo, en el “Elogio de Ameghino”, la obra de Leopoldo Lugones publicada en 1915.
Amundsen, justamente en esos años, dejaría la exploración en barco para empezar a experimentar con el medio de transporte que la Gran Guerra puso a disposición de empresarios e intrépidos: la aeronavegación que, como esa palabra y su pariente “aeropuerto” indican, todavía en nuestros días guardan su ascendencia marinera.
El primer intento de sobrevolar el Polo Norte data de 1923. Fracasó. Amundsen y su acompañante de la Marina Real Noruega pretendían llegar a Spitsbergen desde Wainwright, Alaska, a través del Polo Norte. El avión, sin embargo, no respondió.
Roald Amundsen vestido con pieles, circa 1923.
En 1925, Amundsen, el piloto, el mecánico de vuelo, otros dos miembros del equipo y el estadounidense Lincoln Ellsworth (1880-1951), hijo de un magnate del carbón que financió el viaje con 100.000 dólares, recurrieron a los N-24 y N-25, dos hidroaviones Dornier Do J –llamados “ballena”- con los que alcanzaron los 87° 44′ norte. Era la latitud más septentrional hasta ese momento visitada por un avión, hito logrado gracias a los talleres del ingeniero alemán Claudius Dornier, famoso gracias a estos aviones, equipados con motores Rolls-Royce Eagle fabricados en Manchester (Inglaterra) y construidos en metal por la firma italiana Costruzione Meccaniche Aeronautiche Società Anonima (CMASA) a raíz de las restricciones impuestas por el tratado de Versalles que impedían su montaje en Alemania. Estas ballenas del aire fueron un gran éxito comercial, impulsado, entre otras cosas, por los viajes del equipo de Amundsen. Estos, apenas dos años después del vuelo del primer prototipo, lograron regresar triunfantes cuando todos pensaban que se habían perdido y Ellsworth padre moría en Italia esperando novedades de su hijo. Lincoln E. no llegó a consolarlo y, hasta su muerte en 1951, continuaría con su vida de explorador de ambos polos y de benefactor del American Museum of Natural History de Nueva York, donde una sala exhibe la historia de sus viajes. La Antártida, por su parte, lleva el nombre de Ellsworth grabado en varios puntos de su territorio.
En 1926, el equipo probaría la tecnología de los dirigibles semi-rígidos construidos también en Italia, donde entre las dos guerras mundiales esta industria se desarrolló grandemente. Allí, la fábrica estatal Stabilimento di Costruzioni Aeronautiche (SCA) bajo la dirección del general e ingeniero aeronáutico Umberto Nobile (1885-1978), construyó, entre otros, el Norge, el Italia y el W6 OSOAVIAKhIM para el programa de dirigibles de la Unión Soviética. Con el Norge, Amundsen, Ellsworth y la tripulación italiana realizaron la primera travesía aérea del Ártico: partieron de Spitsbergen (hoy Svalbard) el 11 de mayo de 1926, sobrevolaron el Polo el 12 de mayo y aterrizaron en Alaska al día siguiente.
En 1928, mientras Amundsen planeaba una expedición similar en la Antártida y el joven Asbjorn Pedersen partía hacia Buenos Aires, Nobile se embarcó en el Italia para explorar regiones desconocidas del Ártico. En mayo de 1928, en el tercer vuelo, la aeronave se estrelló en el hielo al norte de Spitsbergen. Aunque Nobile y 7 compañeros fueron rescatados, se perdieron 17 vidas: la investigación italiana declaró a Nobile responsable del desastre y este renunció a sus cargos. En 1931, participaría de un viaje soviético al Ártico y habría que esperar al fin de la Segunda Guerra Mundial para anular el expediente de 1928: gracias a ello, Nobile fue reincorporado a la fuerza aérea, reanudó la enseñanza en Nápoles y fue diputado en la Asamblea Constituyente italiana de 1946. Amundsen, en cambio, nunca volvió a la Antártida: mientras intentaba encontrar a Nobile y a sus hombres, desapareció el 18 de junio de 1928. Aparentemente, el hidroavión francés Latham 47 se estrelló en el Mar de Barents. Un ala y un tanque de gasolina del avión se encontraron cerca de la costa de Tromsø pero el gobierno noruego suspendió la búsqueda en septiembre. Los cuerpos, siguen perdidos.
Pedersen, no sabemos cómo ni por qué, se quedó en Buenos Aires, donde cambió su destino polar por otro signado por el automóvil, los paisajes serranos y la travesía de Córdoba y Santiago del Estero. Se nacionalizó argentino en la década de 1930 y se casó con Chela Gómez Clara a quien conoció en una estación de servicio en Córdoba, donde trabajaba como ingeniero. En esa parada, coincidió con el auto de una señora de la zona que viajaba acompañada por su hija, una joven de la que quedó prendado. A los pocos días se apersonó en la casa de la familia y pidió su mano. Chela era, además de bonita, escultora e hija del artista cordobés Emiliano Gómez Clara (1880-1931), quien había estudiado en Europa gracias a una beca del Gobierno de su provincia. Chela expuso su obra en el XIV Salón de Otoño de la ciudad de Rosario realizado en mayo de 1935. Interesados en el arte, herederos de la obra de Emiliano, los Pedersen-Gómez Clara invirtieron parte de su tiempo en el estudio de las pinturas rupestres de las Sierras de Córdoba. Pedersen trabajó en los canales de riego en el Río Negro y en las grandes obras hidroeléctricas, destinando gran parte de sus ingresos al estudio de la arqueología, realizando viajes a Perú, donde adquirió numerosas piezas para su colección. Además de propiciar el uso de los rayos infrarrojos en el análisis de las pinturas de Cerro Colorado, en el norte de la Provincia, Pedersen a lo largo de su devoción al asunto, descubrió unas 200 cuevas y abrigos y reprodujo más de 30 mil dibujos en colores utilizando la técnica que él proponía. Al respecto publicó varios trabajos en la Argentina y algunas notas en The New York Times. En parte gracias a sus gestiones y a sus viajes, el Cerro Colorado fue declarado Parque Arqueológico y Natural en 1957.
Pintura rupestre de Cerro Colorado, Provincia de Córdoba, Argentina.
No solo eso: Pedersen entre 1945 y 1946 donó al Museo Nacional de los Estados Unidos (Washington, DC) una muestra de 206 g del meteorito Malotas, una condrita ordinaria caída en la lluvia de miles de piedras del 22 de junio de 1913 a las 4:30 horas en un área de 5 x 2,5 km en el departamento de Salavina, Provincia de Santiago del Estero.
Pedersen elaboraría sus propias teorías sobre el origen del caballo representado en las pinturas que estudiaba así como las relaciones entre ellas, en un momento de la historia de las disciplinas antropológicas donde coleccionistas, aficionados y profesionales se encontraban en las reuniones de la Sociedad Argentina de Antropología, en los congresos dedicados al arte rupestre y al pasado de las sociedades aborígenes. Fue un asiduo colaborador del Instituto Nacional de Antropología y de Julián Cáceres Freyre, su director. Su obra de relevamiento fue citada por todos los interesados en el arte rupestre del país: así, entre otras, la antropóloga estadounidense, hermana (benedictina) Marie Inez Hilger y su acompañante Margaret Mondloch en “Rock paintings in Argentina” publicado en la revista Anthropos en 1962, se refieren a la obra del ingeniero noruego que, destaquemos una vez más, financiaba sus investigaciones con sus sueldos y el dinero obtenido del pago de sus clientes.
Una de ellas resultó ser la viuda de Perfecto Paciente Bustamante, un herborista riojano instalado en Buenos Aires y propietario de una casa-museo de historia natural. Allí, en la Avenida Pueyrredón, Bustamante vendía yuyos andinos y exhibía una colección que incluía animales embalsamados, fósiles, antigüedades y una “momia” hallada en los Andes, la cual desde 1932, a la muerte de Perfecto Paciente, permanecía en el trastero de la casa. La viuda se la canjeó a Pedersen por la instalación de una cocina, una heladera y un calefón que, gracias a esta transacción, se transformaron en “materia de intercambio”: la momia se integró a la colección de un aficionado al estudio del arte del pasado y los electrodomésticos sumaron confort a la vivienda de quien, en vida, había sido un cultor de la antimodernidad.
Viudo, solo, enfermo, en 1985, tanteó con Cáceres Freyres la posibilidad de ofrecer la momia de Bustamante al Museo Nacional del Hombre, establecido en 1981 en el Instituto Nacional de Antropología, con el cual Pedersen había colaborado durante más de 30 años. Ante la necesidad de dinero y la falta de fondos nacionales, se decidió por enviarla a la Casa Posadas de Buenos Aires, donde se remató el 9 de agosto de 1985 y a donde nunca hubiese llegado si el Italia, en 1928, no se hubiese estrellado en el Ártico y si don Perfecto Paciente hubiese dejado a su señora con una casa adaptada a la vida doméstica del siglo XX.