Textos: Diego de Torres Bollo S.J. y Norberto Pablo Cirio. En 4º (20,5 x 15 cm), 146 páginas. Encuadernación de editor rústica. Buenos Aires. Edición del autor. 2023.
Por Norberto Pablo Cirio *
El conocimiento es un modo de progresar pero también es instrumento de opresión. El conocimiento es poder; por ende, descolonizar el poder es un modo en que, desde el sur epistémico en que vivimos, permite entender ciertos pasajes de la historia y del presente que nos han configurado como somos o, mejor dicho, como no somos. Si, por mucho tiempo, la Argentina soñó ser un desprendimiento biológico y cultural de Europa, cierto es que fue a costa de instrumentar un relato historiográfico a la carta, ocultando los genocidios constitutivos del Estado-nación (las campañas del Chaco y del Desierto) y previos a él, la esclavitud de africanos sursaharianos.
La conquista metropolitana no fue solo obra de la espada, también de la cruz y, con ella, de la Palabra. Así, con mayúscula, imaginaron los portadores de la Verdad que el único camino para la salvación era la fe en un Dios que, también, imaginaron único. En esto coincidieron todas las órdenes religiosas y el clero secular y, vista la cuestión en perspectiva diacrónica, algunos pueblos, como el mbyá-guaraní, supieron dar una formidable lección sobre la no consumada “conquista espiritual” con que los jesuitas intentaron atropellarlos al recluirlos en reducciones, ya que no fue voluntario sino ejerciendo el poder en un contexto por entero caótico y desordenado como fue la conquista por la espada. Creo que ha corrido demasiada tinta loando la capacidad e ingenio jesuita que no solo se ciñe a lo religioso, también a su cariz civilizatorio para con los aborígenes, salvándolos, incluso, de ser aniquilados. Esa es una voz de la Historia pero no todos conocen las otras voces, las de los Otros. Respecto a los africanos esclavizados, la actitud de la Iglesia, en general, y la de los jesuitas, en particular, fue más cínica aún: les interesaba tanto salvarles el alma que no les importó que sus cuerpos siguieran privados del mayor bien que, el propio hijo de su dios, predicó con amor, la libertad.
“¿Esclavos?, por fuera, por dentro más libres que la libertad y aquellos pájaros”, Este es un fragmento del poema El africano, de la afroargentina del tronco colonial María Isabel Platero, fallecida hace unos años en La Plata, casi centenaria. Así, comenzamos hace poco a tener relatos y producciones artísticas de los descendientes de esclavizados en el país, un sujeto social que, nunca está de más recordar, la academia y los grupos hegemónicos en el poder se encargaron ya en la segunda mitad del siglo XIX de decretar su extinción. Una verdad de escritorio que hoy ya casi nadie sostiene, al menos seriamente.
¿Dónde están, por qué no se ven, qué pasó con ellos?, son, entre otras, preguntas sencillas que casi cualquier ciudadano y académico se formula, no entendiendo que, más que preguntar, mejor sería tratar de cuestionar los mecanismos sociales que le impiden ver, pues el entendimiento de la realidad no parte de la naturalidad de la visión, es un constructo que se enseña en la familia y en la escuela. Un modo de volver fecunda la mirada, y agrego, el oído, a esta presencia supuestamente ausente (el oxímoron es sugestivo) es escuchando su versión de la historia la cual, como es de prever, dista mucho y es más creíble que los escasos renglones escritos sobre ellos, lleno de lugares comunes, prejuicios y comparaciones fútiles con otros países donde su presencia y peso cultural lo creen innegable, Uruguay, Brasil, Cuba, etc.
¿Cómo sería entonces, una historia de la esclavitud argentina? Un modo, entre otros, que procuré para tramarla es este libro, donde analizo un folleto impreso en Lima como anónimo en 1629 que tiene oraciones católicas bilingües, español - “angola”. El mismo se creía perdido y ni siquiera se sabía si había llegado a imprimirse. Se conocía, frugalmente, que el primer provincial de la Provincia Jesuítica del Paraguay, Diego de Torres Bollo, presidiéndola en Córdoba desde 1607 lo había urdido, valiéndose de negros ladinos [o sea, esclavizados con competencia en español y en una o más lengas africanas] pero nada se sabía de su paradero. En este libro propongo que él fue su autor, el que mandó a imprimir habiendo sido trasladado a Potosí [actual Bolivia], para continuar con la propagación de su fe allí.
Roberto Vega, dueño de Hilario. Artes Letras Oficios fue quien propició la primera pista y por ello es uno a quienes les dedico el libro, pues sin ella no podría haber tejido esta historia que, ahora, se presenta como el testimonio más antiguo de una lengua africana hablada en lo que hoy es la Argentina. Se trata del kimbundu, del grupo lingüístico bantú, que se habla en la actual Angola. El lector quizá deduzca de lo dicho el por qué esta lengua figura en el cuadernillo con el nombre de este país, otrora reino de Ngola. Lamento desilusionarlo, porque esa no es la respuesta. Si es cierto que los jesuitas estaban interesados en aprender las lenguas de los indígenas y africanos para su misión, también cabe decir que solo estaban interesados en aprenderlas para exclusivos fines misionales. Ergo, no se interesaban en las lenguas en sí mismas como puede hacerlo un lingüista, para ellos esta disciplina era un medio, no un fin. De ahí que, valiéndose de los negros ladinos, fueran pidiéndoles que traduzcan las oraciones de interés, de donde deducían las reglas básicas de su gramática por comparación con sus lenguas metropolitanas natales y el latín, forzando a una escritura alfabética lenguas orales, con los consabidos enredos que ello implica.
Yo no hablo kimbundu, ni el antiguo ni el moderno, pero me valí de algunos diccionarios y gramáticas para entender cómo fueron traducidas estas oraciones y, lo que me es más sugestivo como antropólogo, incorporé a la investigación las voces de dos afroporteñas que dicen hablar la lengua de sus antepasados. Fue allí, poniendo en contrapunto de siglos aquel cuadernillo con su memoria oral, que entendí que la mentada “lengua de angola” era, digamos, un engendro, no solo porque al valerse de más de un negro ladino estos debieron hablar diversas lenguas africanas, sino porque la mayoría de los términos del dogma católico, como cruz, Santísima Trinidad y Pascua, así como otros generales del español, como domingo, no admiten traducción. Con todo, esta interpelación dio sugestivos resultados sobre un pequeño conjunto de palabras que siguen vigentes en el español de la Argentina, sea en el lunfardo, en la gauchesca o ya incorporadas por la RAE: tata = padre; marimba = golpiza; milonga = palabras. A esta terna agrego acaso la más importante: Zambi = Dios. Esto es algo infrecuente entre aquellos jesuitas, tan escrupulosos sobre el dogma como para condescender a traducir Dios, así, con mayúscula. De ello era consciente Torres Bollo al expresarlo en un breve texto al final del cuadernillo, donde da unas indicaciones sobre cómo pronunciar la Palabra en “angola” y la finalidad de su publicación: “Cuanto al nombre Zambi, Dios, se ha dudado, significa propiamente al verdadero Dios, ó algún ídolo de esta gente. No será dificultoso, si pareciere, la duda de consideración, poner en lugar de Zambi nuestra palabra Dios”. Poco antes hizo mención de Buenos Aires, como puerto negrero a donde estaban destinadas a uso evangélico las mentadas Oraciones… Esto posiciona a nuestra ciudad como lo que verdaderamente fue, un punto de salida de la plata potosina usando por combustible los cuerpos de los esclavizados introducidos por aquí, teniendo a Córdoba como centro nodal de distribución al norte, vía Tucumán, y a Chile, vía Mendoza.
Además de la interpelación que operé con las afroporteñas citadas, completan el libro dos apéndices: en el primero transcribo otro texto impreso de Torres Bollo sobre la obsesión de su orden por evangelizar a infieles (sean del color que fueren), misión que motivó a urdir un método para con los negros dada “su corta capacidad“. En el segundo transcribo un documento inédito de mi archivo, la venta de una esclavizada en La Paz en 1810, con la esperanza de que interese a otros investigadores y al pueblo afroboliviano.
“Creían que los blancos no morían. Mi abuela me decía que su abuela le decía que el blanco no se iba a morir”, recordó una de las entrevistadas. En verdad quienes nunca murieron son los afroporteños, dada su contemporaneidad, su empoderamiento, la vigencia de su memoria sobre su origen allende la Mar Océano o Kalunga Grande, el motivo de que su raíz africana entroncó en la época colonial de lo que hoy es la Argentina. Así lo auguró Carmen Jesús Cabot, una descendiente de aquellos a quienes se les negó todo menos el olvido, fallecida antes de 1928: “Todos no se van a morir, alguno va a quedar para contarlo”.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios
Portada del folleto impreso en Lima, a partir del ejemplar conservado en la Universidad de Pensilvania (USA), reproducido en la obra de N. P. Cirio, La esclavi(r)tud jesuita: doctrina en lengua de “angola” atribuida a Diego de Torres Bollo, S. J. Virreinato del Perú, 1607-1629.
Los textos a dos columnas presentan la Palabra a la izquierda en español y a la derecha en “angola”.
Última página del folleto con la indicación del año de edición, de su impresor y su lugar de residencia.
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