¡Andahuaylillas, la Sixtina de América!
La ciencia, el arte, la osadía y quizás también la infructuosa tarea de comparar lo incomparable, nos atrapa nuevamente al referirnos a una de las maravillas de nuestro continente, emplazada en pleno corazón del Perú virreinal. Ya habíamos abordado esta misión alocada en el número anterior de Hilario, al referirnos al parque arqueológico Joya de Cerén, un sitio que sorprende, ubicado en la República de El Salvador.
En este nuevo desafío, les advertimos, tarea estéril, avanzaremos con otros dos ejemplos sudamericanos que bien merecen formar parte de esta quimera. Es así que comparar la Capilla Sixtina con la iglesia de Andahuaylillas constituye una flagrante irreverencia hacia una y un acto de humillación e injusticia hacia la otra. Comprendiendo que cada prado brinda diversos goces visuales vinculados a su hábitat y origen, ¿compararían los lectores la belleza de los jardines de Versailles con la de un campo de lino en flor? Seguramente, no.
El encanto de la iglesia de Andahuaylillas - y el embeleso de quien la visita por primera vez - tiene estrecha relación con la geografía que la rodea y su exterior austero y sencillo, acorde a la iglesia de un pueblo de no más de seis mil almas, distante cuarenta kilómetros de la ciudad del Cusco, asentado a tres mil cien metros de altura. Así se presenta, con su atrio abierto frente la plaza del pueblo, destinado hace cinco siglos a la evangelización de los lugareños, con tres cruces de madera de grandes dimensiones como único elemento relevante. Y dentro del templo, la magnificencia de una exuberante demostración del barroco andino con los altares laterales revestidos en pan de oro, al igual que los grandes lienzos y murales de las paredes, acompañados por un techo de estilo mudéjar, con un colorido toque regional.
Es evidente el contraste con el entorno de la Capilla Sixtina, situada en el corazón del Palacio Vaticano, donde el visitante accede por majestuosos pasillos con tantas obras de arte antiguo que no alcanza el tiempo de recorrido para poder posar la vista y admirarlas en detalle hasta alcanzar ese claustro donde no pocas veces el cónclave de cardenales decidió el destino del mundo cristiano.
Encontramos otra notable diferencia en cuanto a los cimientos de uno y otro templo. La Sixtina nació a partir de la demolición parcial de la antigua Capilla Magna, por encargo del papa Sixto IV [de ahí su nombre], en tanto que la iglesia de Andahuaylillas fue edificada en 1610 sobre un antiguo templo que se supone incaico o aún de una cultura anterior.
Y, finalmente, llegamos a los interiores. Cuando Miguel Ángel, en 1508, fue comisionado por el papa Julio II para pintar la bóveda de la Capilla, ya otros grandes de la pintura habían dejado sus obras en las paredes; desde su inauguración en 1481, Botticelli, Perugino, Ghirlandaio, Cosimo Rossi y Signorelli realizaron sus frescos. Buonarotti intervino la bóveda que hasta entonces mostraba un cielo estrellado bastante en ruinas, culminando esos maravillosos frescos en 1512, y recién tres décadas más tarde, otro papa, Pablo III, logró el retorno de Miguel Ángel para que pintara el mundialmente famoso Juicio Final, entre 1536 y 1541.
El portal de acceso tomado desde el interior con los murales pintado hacia ambos lados con el Camino al Cielo, y al Infierno.
En San Pedro Apóstol de Andahuaylillas, el Párroco Juan Pérez Bocanegra encargó las obras pictóricas a Luis de Riaño, de origen limeño, plasmadas durante el período 1626-1630, quien ejecutó murales y lienzos de gran calidad artística, llegando incluso a pintar los dos órganos [los más antiguos de Hispanoamérica] instalados por el famoso sacerdote. Al girar hacia la puerta para dejar el templo, se ven dos murales que la flanquean: uno representa el Camino al Cielo, en tanto que el restante escenifica el Camino al Infierno.
Un detalle no menor que hace a la diferencia: las inscripciones descriptivas de las escenas bíblicas representadas están ejecutadas en quechua, aymara y puquina, además del español y latín habituales.
La una en el epicentro ecuménico del cristianismo en Europa, fue un compendio de arte y de poder; la otra erigida en un continente con culturas no menos antiguas y con otras formas de interpretar el mundo espiritual, un instrumento creado en pos de la evangelización de un pueblo y de su conversión a la doctrina de la Iglesia. A ambas les cabe el mismo adjetivo: incomparables.
Piriápolis: ¡La Biarritz de América!
Desde tiempos remotos, sin fecha cierta de fundación, se asentó en la costa vascofrancesa un pequeño puerto y un pueblo aledaño habitado por una comunidad de cazadores de ballenas, que por ese entonces merodeaban a pocas millas de la costa, en el Golfo de Vizcaya. Con el paso de los siglos estos cetáceos migraron a mar abierto y se las debía ir a buscar hasta Terranova, por lo que – los hasta entonces cazadores – se reconvirtieron a pescadores, siempre laborando en las aguas próximas. Y así pasó mucho tiempo sin grandes cambios, hasta que, en 1843 llega a conocer estas playas el famoso Víctor Hugo, quien se enamoró de ese «pueblo blanco de tejados rojos y postigos verdes asentados sobre montículos de hierba» como lo describió. Se refería a Biarritz. Y vaticinó que más temprano que tarde se convertiría en un balneario de moda, tal como sucedió, por obra y gracia de la condesa Eugenia de Montijo, devenida emperatriz consorte de Francia tras su casamiento con Napoleón III en 1853.
Eugenia había conocido Biarritz durante su infancia y convenció a su esposo de pasar allí el verano del ’54, hacia donde la pareja se trasladó con toda su corte. Napoleón sucumbió también al encanto de sus playas y su paisaje, y mandó construir un palacete para homenajear a su esposa. Así fue como Villa Eugenia recibía a la pareja imperial puntualmente con la llegada del verano, año tras año hasta 1868, y durante ese lapso varias testas coronadas de Europa la imitaron con el consiguiente flujo de nobles y aristócratas atraídos por las bondades del clima y sus playas, con el plus de sentirse incluidos en ese selecto y exclusivo grupo social.
Diferente bajo todo aspecto fue el origen de Piriápolis, pensada y creada por un solo hombre. Francisco Piria nació en Montevideo en 1847 y fue educado en Italia llevado por un tío paterno, monje jesuita, quien lo guió en sus estudios de historia y filosofía; pero si éste pensaba en convertirlo en un hombre de letras se equivocaba. El joven, a los dieciséis años, decidió regresar al Uruguay con intenciones de incursionar en la actividad comercial.
Lo que caracterizó toda su trayectoria fue una genialidad innata para promocionar sus proyectos comerciales e inmobiliarios. La ciudad de Montevideo le debe la creación de setenta barrios a partir de loteos y remates de solares a bajo costo y en cuotas accesibles, a treinta años, para las familias humildes. Sus remates eran una verdadera fiesta: se invitaba – a todo aquel que lo deseara – a un gran asado, amenizado con bandas de música, con transporte desde el centro de la ciudad. Todo gratuito. Y luego, a los postres, después de los fuegos artificiales, aparecía Piria tras el pupitre de martillero ofreciendo los primeros lotes a precio de ganga. Al final del día, un nuevo barrio había nacido.
Una anécdota pinta de cuerpo entero su genio publicitario: en sus inicios como empresario, adquirió en un remate, a precio muy bajo, una partida importante de paño grueso y decidió darle utilidad. En su taller de ropa de confección instalado en 1877 en la esquina de las calles Treinta y Tres y Rincón [en Montevideo] emprendió la fabricación de unos capotes largos [«levitones» los denominaba], e inmediatamente se dio a la tarea de desarrollar una estrategia para venderlos. Una vez más su creatividad llevó a un final feliz esa aventura comercial. En la década de 1870, se sucedían en la Banda Oriental frecuentes alzamientos de grupos revolucionarios, coincidentes con la llegada al país de los fusiles Remington, arma soñada que disparaba seis tiros por minuto. ¿Qué hizo nuestro hombre? Bautizó a sus capotes con el nombre de Remington y empapeló la ciudad con volantes que invitaban: «mañana, en tal dirección, cada oriental pase a buscar su Remington».
El mismo Piria comenta en uno de sus libros que «El año 1878 vivía una coyuntura de remington, por lo que creí más adecuado ese nombre, y no me equivoqué, pues el nuevo artículo hizo estruendo, y en tres meses la Exposición Universal [así denominada su tienda de ropa de confección] vendió más de cinco mil rémingtons».
En los inicios de la década de 1890 su posición económica ya era muy sólida; los remates de tierras le habían rendido sustanciosos beneficios, suficientes como para disfrutar a los cuarenta y tres años de su fortuna sin preocuparse por cuestiones de trabajo. Sin embargo, un viaje de placer por Europa encendió una vez más la vocación fundacional que lo acompañó durante toda su vida. Sucedió en Biarritz, y embelesado ante su esplendor, concibió reproducirla en la costa uruguaya.
De esta manera describe Piria el nacimiento de su ciudad soñada: «Yo sentí todo el calor ardiente de una pasión de enamorado, y desde ese momento surgió en mi imaginación la ciudad balnearia. El campo era un desierto, una tapera desplomada como única población y algunos alambrados caídos cuando lo adquirí. Poco después hice el trazado de la futura Piriápolis, y cuando el agrimensor Alfredo Lerena vio mi proyecto exclamó: “hermano, tú estás loco”. Un año más tarde vio Lerena cuarenta mil pozos de un metro cúbico abiertos en todas las calles, boulevares, avenidas y plazas. Volvió un año más tarde y vio cuarenta mil árboles de más de dos metros de alto». [En 1910, el gobierno nacional le otorgó un premio de diez mil pesos y medalla de oro por la plantación de miles de árboles entre el cerro Pan de Azúcar y los cerros, luego denominados San Antonio y del Toro. El dinero fue destinado a la construcción de una escuela, la actual escuela del Pueblito]
El 5 de noviembre de 1891 adquirió 2700 cuadras de campo entre el Cerro Pan de Azúcar y el mar, en el departamento de Maldonado. Fue tal su «pasión de enamorado» que priorizó la compra de estos campos desérticos dejando de lado la posibilidad de adquirir terrenos en Punta del Este, o en Buenos Aires todo el barrio de Caballito.
En realidad, aquel viaje a Europa de 1890 no había sido sólo de placer. Piria llevó muestras de tierra de la zona y de granito del cerro Pan de Azúcar y regresó con resultados alentadores. De ahí a la compra en 1891 y la posterior creación del Establecimiento Agronómico e Industrial Piriápolis hubo solo un paso. Encargó la construcción de su residencia particular al arquitecto Aquiles Monzoni [actual Castillo de Piria] que fue culminada en 1897 y durante esos años plantó en las inmediaciones 200 hectáreas de vides, tabaco, olivos y frutales. En 1896 la bodega vitivinícola estaba en plena producción. Con vistas a la explotación de las canteras de granito, en 1908 puso en marcha su ferrocarril con la compra de dos locomotoras alemanas a la firma Orenstein & Koppel, para el transporte de la materia prima extraída hasta la costa, donde emergería la futura Ciudad de Piria. La número 1 fue bautizada Fuerza y la número 2, Voluntad. También desde Alemania llegaron los guinches con capacidad de carga de 20.000 kilos y desde Suecia los martillos accionados por máquinas de 300 caballos de fuerza, capaces de producir 30.000 adoquines por día [Montevideo y Buenos Aires ampliaron sus calles adoquinadas con lo producido en estas canteras].
Se ocupó también de construir un verdadero puerto que reemplazó al primitivo «Puerto del Inglés», utilizado para transportar por vapor las chapas de granito y los adoquines que proveía a Montevideo, Buenos Aires y otras ciudades del Litoral.
En 1904 se inauguró el Gran Hotel Piriápolis, obra del arquitecto Alfredo Jones Brown. En un derroche de suntuosidad, el mobiliario fue importado de Italia, así como la mantelería; la cristalería llevaba el arte de Murano; la vajilla, de Limoges y las alfombras de Esmirna. Allí se instalaron por primera vez las salas de juego del Casino. Fruto de la publicidad que Piria se ocupó de desarrollar en Buenos Aires, de allí llegaron los primeros turistas junto a las familias de la élite montevideana.
Cabe aquí reflejar en un párrafo la férrea voluntad de Piria para lograr sus objetivos y sortear las dificultades. Cuando se hizo la primera zafra del tabaco de su plantación, ofertó la producción a las compañías tabacaleras, pero éstas, intentando aprovecharse del advenedizo en el rubro, le ofrecieron un precio ridículo. ¿Y qué hizo? Fabricó sus propios cigarros para consumo de los pasajeros de su hotel. Lo mismo sucedió con los frutales, de manera que pasó a elaborar los dulces y mermeladas que consumían en el establecimiento. Pero lo más genial fue su experiencia con el vino de su bodega. A pesar de los conocimientos de enología que – presuntamente – su hijo Francisco adquirió en Francia, el vino era francamente horrible, por lo que las ventas eran mínimas y no llegaban a sufragar los gastos. No sabemos cuánto tiempo tardó en encontrar la solución, y decidió redoblar la apuesta. Con la ayuda de un especialista, fortificó el vino con alcohol y mejoró su sabor: había creado la Cognaquina Piriápolis.
«La Cognaquina Piriápolis es un cognac hecho con las uvas especiales con que se fabrican en Europa los cognacs más reputados. Es un licor tónico, aperitivo y reconstituyente. Una copita de Cognaquina en un vaso de leche tomada durante cinco días basta y sobra para probar su eficacia. La persona más débil del estómago sentirá al quinto día sus maravillosos efectos: los que han perdido el apetito, los que sufren de dolores de estómago prueben durante cinco mañanas al levantarse un vaso de leche fresca con una copita de Cognaquina».
Lo habrán advertido, el texto proviene de un folleto publicitario redactado por nuestro pionero y como si fuera poco, en otros de este carácter hablaba – con mucha elegancia y discreción – de los efectos afrodisíacos que su maravillosa invención obraba en los «espíritus débiles», un eufemismo para referirse a los caballeros con algún tipo de «pereza sexual». No hubo reclamos. Tampoco hay testimonios de que este brebaje obrase algún efecto positivo más allá de la fiebre marquetinera de su alquimista.
Al margen de su habilidad publicitaria, Piria puso todo su empeño para plasmar en realidades sus sueños. Nos referimos antes a su ferrocarril «de Piria». El tendido de vías de trocha angosta partía del obrador del cerro Pan de Azúcar y recorriendo la rambla [terminada en 1916] llegaba al puerto [Iniciado en 1910 y concluido en 1915], pasando por «la Central», una construcción de piedra destinada a administración y vivienda de los obreros. Incluso, cuando necesitaba transportar materiales fuera de esta ruta, utilizaba el recurso de hacer tendidos provisorios. De esta manera se adentraba en el monte para cargar el tren, y levantaba esas vías cuando ya habían cumplido tal misión.
Durante la Primera Guerra Mundial, el carbón necesario para alimentar las calderas de las locomotoras desapareció del mercado, ya que Inglaterra consumía la totalidad de la producción. De su mente febril surgió la idea: hacerlas funcionar con la leña de sus bosques. Y así nació este comentario en una charla de boliche entre paisanos, sobre la capacidad de los caballos criollos para los trabajos rurales, en especial para los arreos de ganado: «Yo vi una vez, por el lau del cerro, un malacara arreando un tren». Así lo había interpretado aquel testigo, pero el caballito criollo cumplía otra función mucho más importante; debido a la cantidad de leña que necesitaban las locomotoras para funcionar, por sus chimeneas asomaban lenguas de fuego y olas de chispas que a veces iniciaban focos ígneos con el riesgo de extenderse en voraces incendios. Para controlarlos, Piria había ordenado que un paisano a caballo galopara muy próximo al tren y –en caso de incendio- con celeridad diera aviso al personal del obrador para que acudiera a apagarlo. ¿Acobardarse? ¡Esa palabra no existía en su diccionario!
Retornando a sus afanes por el desarrollo del turismo, creó una trilogía de fuentes: la del Templete de Venus, réplica de un templo griego; la de El Toro, emplazada en la base del cerro homónimo con una gran escultura de hierro que representaba un toro en tamaño natural -obra del escultor Isidore Bonheur, traída de París en 1911-, y la de La Virgen, con una imagen de la Stella Maris, en la falda del cerro Del Inglés, rebautizado San Antonio, debido a la estatua del santo que Piria mandó instalar en un pequeño oratorio levantado en la cima, instando a las turistas solteras a peregrinar hasta su altar y solicitar los favores del mentado San Antonio casamentero.
Inauguración del barrio Casabó, por parte de Piria, el 18 de julio de 1921. Fotografía: Piriápolis en imágenes, gentileza Gaby Zeballos.
Contra los pronósticos agoreros, a los pocos años de su inauguración, el Hotel Piriápolis resultó insuficiente para la demanda turística y siendo que el puñado de hoteles que surgieron paralelos a la costa no cumplía con las expectativas de los pasajeros acostumbrados al lujo que ofrecía el establecimiento de Piria, había llegado el momento de acometer otra empresa grandiosa: en 1920, el Presidente de la República Oriental del Uruguay, don Baltasar Brum, colocó la piedra fundamental del Argentino Hotel. Debemos tener en cuenta que este reconocimiento a su obra se dio en un contexto muy especial, dado que Piria era abiertamente opositor al gobierno.
Su marcha exitosa no tenía freno. Los argentinos, atraídos por su publicidad, llegaban como turistas e inversores. Años antes -en 1912- había subdividido la zona costera y lanzado a la venta los solares con gran aceptación de este público desde el primer remate.
Diez años después se inauguraba el hotel más grande de Sudamérica, obra del arquitecto francés Pedro Ghichot; un edificio de seis pisos, de 120 metros de frente por 70 de fondo, con capacidad para recibir a 1200 huéspedes. Ubicado junto al mar – con la rambla de 7 km amurallada, pavimentada y arbolada –, este ícono de Piriápolis contaba con una gran panadería, una cocina de 2000 m2, que incluía fábrica de helados, rotisería, cuarenta hornos, cuarenta hornallas y dos cámaras frigoríficas con capacidad para todos los productos que integraban el menú de pensión completa del establecimiento. En la planta baja estaba la usina hidroeléctrica, la sala de billar, la peluquería, el gimnasio y los baños caliente y frío con agua de mar.
La vajilla procedía de Bavaria, la cristalería de Checoslovaquia, las sábanas y mantelería de hilo, de Italia, y los muebles de Austria.
En el material gráfico expuesto en el Castillo de Piria [actual Museo] se alude a la visión de futuro de Piria, al haber importado cantidad suficiente de vajilla de reposición, y repuestos para la usina y las bombas que impulsaban el agua de mar hacia los baños «para cien años».
Cuando se inauguró el Argentino Hotel, hacía ya varios años que pasaba por su frente el tren de Piriápolis acercando pasajeros que habían transbordado desde la línea que circulaba desde Montevideo. Allí también estaba el impulso de Piria ampliando el recorrido que concluía en el obrador del cerro, con un viaje inaugural en enero de 1915.
Antiguo registro fotográfico que nos muestra la pujanza del balneario en sus años tempranos. Fotografía: Piriápolis en imágenes, gentileza Gaby Zeballos.
Hacer del páramo un vergel fue su proeza, enumeremos otros hitos que nos presentan al gran soñador:
- La llegada de la compañía Mihanovich trayendo turistas argentinos a pasar un fin de semana en los lujosos Vapores de la Carrera, el Ciudad de Buenos Aires y el Ciudad de Montevideo, ambos a hélices, y también utilizando los vapores más antiguos Helios y París, a paleta.
- La construcción de la Iglesia [nunca consagrada por el enfrentamiento de Piria con el Clero]
- La creación del Hipódromo en Punta Fría.
- El Pabellón de las Rosas para espectáculos populares, inaugurado en 1933.
- Los hoteles que florecieron, muchos de ellos con ayuda financiera de Francisco Piria.
- Y hasta los chalets de la familia, Les Mouettes [Las gaviotas], de Lorenzo Piria [1904], hoy Museo de Arte; el actual Hotel Colón, de Alfredo Piria [1910], comprado en 1921 por la familia Anchorena, y Villa Adelina, de Francisco Pancho Piria.
Francisco Piria, aquel enorme pionero, murió el 10 de diciembre de 1933, a los 85 años de edad y el control de todo quedó en manos de la familia, desplazando a Carlos Bonavita, por entonces administrador general y mano derecha de Don Francisco.
Panchito Piria fue quien asumió el mando; era el único de los hijos que tenía un título universitario. Había regresado de París como enólogo e ingeniero químico, aunque era sabido que no tenía afición por los estudios y mucho menos por el trabajo. El nuevo escenario bajo su conducción auguraba lo peor; su fracaso en el proyecto del vino, su afición por la juerga y sus costumbres de cowboy [su padre comentaba que lo habían echado de varias pensiones por dedicarse a matar moscas a balazos], prometían lo peor, y sucedió: el enfrentamiento con Bonavita, también guapo de revólver.
El 21 de enero de 1934 – no habían transcurrido dos meses de la muerte del fundador –, un incendio provocado por las chispas del trencito se ensaña con Piriápolis. Pancho y Bonavita se cruzan en los talleres donde se organizaba el combate del fuego. Desde antes se tenían ganas. Tras recriminaciones mutuas, en un duelo digno de un western, los obreros escucharon los disparos. Con la tragedia dibujada en su semblante, Carlos Bonavita trepó a su Chevrolet y condujo enloquecido hasta el Hotel Piriápolis, se bajó dejando el coche en marcha, entró corriendo y gritó: ¡lo maté a Pancho! Pasó por el bar, con el ’38 en la diestra apuró un vaso de whisky y corrió a la habitación 41, donde se hospedaba. Cerró la puerta con llave sin darle tiempo a los que corrieron tras él previendo el desenlace, y de inmediato se escuchó el disparo con que Bonavita se quitaba la vida.
Los proyectos y los emprendimientos quedaron a la deriva y la incapacidad de los sucesores llevaron a Piriápolis a una decadencia que recién en el siglo actual vislumbra un reverdecer de su gloria.
Piriápolis. El encanto de la costa y sus construcciones aterrazadas. Fotografía Manuel Gayoso, a través de Flickr.
Creemos que nuestros lectores sabrán interpretarnos cuando afirmamos que Piriápolis, nacida en la mente de Francisco Piria y plasmada por la fuerza ciclópea de su voluntad, es única e incomparable.
«En todas mis empresas yo concibo, abarco, mentalmente ejecuto, y lógicamente procedo como quien resuelve una operación de álgebra: resuelvo mis operaciones y no me equivoco nunca. Mi guía es mi criterio.
Yo no pertenezco a la raza de los que aflojan, ni siquiera los que se detienen, porque detenerse en el curso de una obra es quedarse atrás».
Firmado: Francisco Piria [1847 – 1933]
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios
Bibliografía consultada:
Luis Martínez Cherro, Por los Tiempos de Francisco Piria. Ed. De la Banda Oriental, Montevideo. Uruguay, 1992.
Pablo Reborido, Piriápolis. Una Historia en 100 Fotos. Ed. De la Banda Oriental, Montevideo, Uruguay, 2009.