Con el Impresionismo culmina el largo camino de la pintura hacia la captación de la realidad y de esta manera se abrieron las puertas al arte del siglo XX.
Ciertos pasajes del “Diario” de Eugène Delacroix, antecedente indudable de los impresionistas, hablan de manera elocuente sobre ello. ¿No fue este pintor romántico quien afirmó que “en la Naturaleza todo era reflejo”? Ciertamente, reflejo de la luz que llegaba a los ojos y les hacía reconocer el color tal como mostraban los cuadros contemporáneos de Turner o de Constable. También Corot, artista tan sensible como los impresionistas a la realidad de la luz y a su actitud ante lo natural, recomendaba someterse a la primera impresión, y nadie puede olvidar a Boudin, el magnífico “captador de sensaciones atmosféricas”.
Pero en realidad, ¿qué es un impresionista? Podríamos aventurarnos a decir que este grupo de artistas persigue un fin análogo: dar con sinceridad absoluta, sin compromisos, con procedimientos simples, los aspectos que en ellos suscitan los efectos de la realidad. Puede tratarse de los vapores del agua, los paisajes a campo abierto, o el ser humano formando parte de esos entornos o tal vez de otros. Todo visto con ese ojo sensible e inquisidor que penetra en la esencia de las cosas.
Dentro de esta modernidad, una corriente subterránea de clasicismo que siempre aflora aparecerá en la obra de Edgar Degas, admirador de Ingres y de lo italiano, quien reconstruirá la forma confirmando el dibujo y el modelado.
Degas
Hilaire Germain Edgar Degas (1834-1917) nació en una familia rica y culta; su padre, vinculado al mundo de las finanzas, era aficionado al arte y a la música y había nacido en Nápoles, hijo de un banquero francés que había emigrado a Italia. Primogénito, Degas abandonó rápidamente la carrera de leyes para dedicarse al dibujo, a la pintura y al grabado. A los dieciocho años instala su primer estudio de arte en la casa familiar registrándose como copista en el Museo del Louvre.
En 1854 fue alumno de Louis Lamothe, discípulo de Ingres, a quien Degas llegó a conocer personalmente. Degas siempre recordará su sabio consejo: “Joven, dibuje líneas más líneas tomadas de la realidad y de la memoria y se convertirá en un gran artista”. Su auténtica formación se completó con las asiduas visitas a Florencia, donde vivía su tía casada con el Barón Bellelli, de quien hizo un formidable retrato familiar terminado en 1860.
En 1866 Edouard Manet lo incentivará para cambiar definitivamente su manera de pintar distanciándose para siempre del arte tradicional.
Hasta 1873 pintaría escenas de carreras de caballos, esporádicos retratos, visiones momentáneas de los músicos de la Ópera de París, y sus primeras bailarinas. Regresará a París luego de haber participado en la guerra franco-prusiana, y con enorme tristeza deberá salvar la reputación familiar luego de un tremendo desfalco provocado por su hermano, que lo obliga a vender casi todos sus bienes, y vivir estrictamente de la pintura. Con “Lección de canto” culmina la etapa preliminar de su pintura y se inicia otra en la que Degas mantendrá su relación más estrecha con los impresionistas, la que se extiende hasta 1880. Utilizará gran variedad de procedimientos pictóricos novedosos, inspirado en los recursos de la fotografía que aprendió con Nadar y de las estampas japonesas. Mezclará texturas como el pastel y la monocopia, técnica de grabado impresa en una única pieza que permite los mejores efectos de luces y sombras.
Hacia 1880, Degas desarrollará sus obras magistrales, generalmente al pastel, técnica que le permitía notable rapidez en la captación de las escenas donde la figura humana cobra relevancia. Es así que estudia fugaces y complicadas actitudes de mujeres trabajadoras en sus quehaceres habituales (“Las planchadoras”) o llevando al extremo su sentido de la observación recrea el íntimo mundo femenino en sus famosas “poses” donde los desnudos cobran una vida inusual gracias al excelso y ágil manejo del pastel y la carbonilla. Mujeres bañándose, peinándose, lavándose, secándose, o dejándose peinar conforman su formidable universo, donde hay un juego permanente de la inmediatez. Degas solo fue amante de espacios abiertos cuando pintó las escenas ecuestres, pero el protagonista no es el paisaje sino el verdadero motivo de su pintura fue captar los movimientos del cuerpo femenino, entrometiéndose en gestos triviales, como lo es la intimidad de una “toilette”. Sus figuras no posan porque no se sienten contempladas, no son modelos, son simplemente mujeres retratadas con delicadeza y respeto en sus únicos momentos de descanso y de absoluta soledad. Fue en este tiempo cuando se aficiona a la fotografía, tarea a la que se dedica con absoluta pasión.
Sin duda, sus “danseuses” son comercialmente conocidas y han sido reproducidas hasta el hartazgo. En estas piezas osadas donde el enfoque fotográfico juega un rol fundamental, sus bailarinas revolotean con la tensión dinámica de los volúmenes en movimiento. Pero es sin duda la magia de sus desnudos intimistas la que nos conmueve. Sus mujeres aparecen frente a nuestros ojos en bellas síntesis aparentemente abocetadas pero sostenidas en la estructura de un sólido dibujo logrando de ese modo hacernos vibrar con su realismo y su perdurabilidad en el tiempo.
Conforme pasan los años, Degas comenzó a aislarse por varias razones. No solo por ser fiel a sus ideas, y por tener un reconocido mal genio, sino porque su visión se iba desvaneciendo poco a poco. Siempre sostuvo que los artistas no debían tener una vida personal.
La controversia suscitada por el famoso caso Dreyfus que dividió a la sociedad parisina llevó el costado antisemita de Degas hasta el extremo de romper relaciones con todos sus amigos judíos, aislándose cada vez más de la sociedad.
Hacia fines de 1910, se dedicó especialmente a la escultura. A lo largo de su vida, exhibió una sola “Pequeña bailarina de catorce años”, muy criticada en su momento por la fealdad de la niña y el realismo excesivo de la pieza. Muchos años después, el mercado no opinó lo mismo y en la casa Christie’s de New York, el 12 de mayo de 2022, fue vendida otra versión de la misma en 41.610.000 u$. Fundida por Hébrard, revolucionó el mundo de las subastas. Sus esculturas permanecieron ocultas por cuatro décadas, ninguna fue fundida en vida del artista.
Degas termina sus días ciego, recluyéndose cada vez más y casi en absoluta soledad. Pintor de mujeres, nunca tuvo a su lado por voluntad propia, sin duda, alguna compañía femenina que alegrara sus días.
Mujer con toalla, pastel de 1884 de Degas conservado en el Metropolitan Museum of Art, Nueva York.
Toulouse Lautrec
La pintura de Henri de Toulouse Lautrec (1864-1901) se sitúa en la misma línea de atenta observación que caracteriza a la obra de Degas.
Nacido en Albi, pertenecía a una de las familias más ilustres de Francia, ya que descendía de los condes de Toulouse que habían conquistado Jerusalén en la primera Cruzada junto a Godofredo de Bouillon. Su padre, un hombre algo extravagante, fue el conde Alphonse de Toulouse-Lautrec Monfa, gran aficionado a la caza a caballo que practicaba en sus dominios familiares del Midi. Su madre, Adèle Tapié de Céleyran, mujer cultísima también, pertenecía a una noble familia del sur de Francia.
Desde pequeño se vio obligado a hacer curas en distintos balnearios lo que no permitió que siguiera con regularidad sus estudios en París donde la familia pasaba desde 1872 la mayor parte del año.
Entre los catorce y los quince años, sufrió dos caídas debido quizás a la fragilidad de su estructura ósea que le provocaron la rotura de los huesos de ambas piernas, y como consecuencia quedó atrapado en un cuerpo grotesco con un tronco desarrollado normalmente y sus miembros inferiores, cortísimos.
Desde su niñez demostró una extraordinaria afición por el dibujo, razón por la cual sus padres le pusieron como profesor a René Princeteau, autor de escenas ecuestres y militares. Más tarde, influenciado por Degas y la pintura inglesa, se dedicó a tomar apuntes al aire libre captando escenas del turf. Como Degas, sintió una profunda admiración por la síntesis de las estampas japonesas.
Más tarde, una vez terminado el bachillerato, aparecen en su vida los grandes ilustradores en boga, como Jean Louis Forain. No tardó en descubrir a Manet y sobre todo a Degas quien lo lleva a dejar la pintura académica para internarse en la captación de la realidad con una visión totalmente diferente.
Lejos de sus castillos y sus blasones aristocráticos, se dedicó a trazar el retrato de la vida de París. Sus temas fueron las carreras de caballos en los hipódromos elegantes, las bailarinas de café concert, el can-can del Moulin Rouge, los payasos y acróbatas de las pistas de circo, y el inquietante y complejo mundo de los burdeles. Describe de esa manera toda la elegancia ya un poco decadente de la vida nocturna que frecuentaba permanentemente con un grupo numeroso de amigos. Ese ambiente turbador fue captado por Toulouse Lautrec en obras admirables por su aguda percepción del movimiento, por las expresiones y efectos de la luz, y sobre todo por su grafismo nervioso contorneado por líneas vibrantes. Jamás vulgares ni provocativas, sus escenas de interiores llevan el sello inconfundible del “japonesismo” sumado a una captación instantánea de la noche parisina y de la intimidad de las mujeres a quienes respetaba a ultranza y endiosaba a través de sus extraordinarios dibujos realizados a mano alzada.
Quien lo introdujo en la magia de la noche fue el poeta y chansonnier Aristide Bruant que Toulouse Lautrec representó varias veces con su traje de terciopelo negro, su gran bufanda roja y su sombrero de ala ancha. Bruant cantaba en el cabaret “Le Mirliton” para el que Lautrec realizó uno de sus primeros afiches.
Más tarde se convirtió en un asiduo visitante del Moulin Rouge, que inmortalizó en varios cuadros, y para el que realizó carteles famosos. Allí retrató en varias oportunidades a Louise Weber, apodada “la Goulue”, amante de todos los placeres de la vida: comer, beber, divertirse, bailar, triunfar. Todo lo que su físico no le permitía, lo inmortalizaba en sus heroínas multicolores.
La singular y penetrante mirada de Toulouse Lautrec, que todo lo observaba, descubría a las diosas del café concert siempre maquilladas y plenas de matices y texturas diversas, con una sorprendente iluminación de abajo hacia arriba que proyectaban las candilejas. Para ellas realizó una fantástica serie de carteles utilizando la técnica litográfica coloreada, modalidad que creó una verdadera revolución. Yvette Gilbert con sus guantes negros, la irlandesa May Belfort, la pelirroja May Milton y tantas otras fueron las protagonistas de un tiempo pleno de vida, bullicio y fantasía.
En su famosísima obra titulada “En el salón” (Museo de Albi), donde vibran los rojos y los malvas al unísono, aparece el artista talentoso que capta el instante y transforma lo grotesco en belleza pura. Las “pensionistas” de la casa de tolerancia esperan su turno con magra y habitual resignación. Sus cabelleras rojizas contrastan con los verdes de un fondo casi abstracto captado en pocos segundos. Toulouse Lautrec evita los detalles vulgares. Sus heroínas pueden ser feas o dolorosas, pero nunca repugnantes. Su arte reside en esto: en decir las peores verdades con un acento ligero y espiritual. Es tener el don de extasiarse, de descubrir la belleza allí donde nadie logra verla.
Au Salon de la rue des Moulins de Henri de Toulouse-Lautrec, 1894.
En el Museo de Orsay en París, se exhibe “La toilette”, una pieza formidable que luego el artista llevará a la impresión de la serie litográfica titulada solamente “Elles”. Sus modelos, profesionales del amor, posan con naturalidad y espontaneidad convirtiéndose en uno de los mayores exponentes de la gracia y la sensualidad. Son desnudos admirables, libres y naturales, casi castos. La moralidad resulta excluyente, para que permanezca solo el arte de retratar ese mínimo universo femenino con la mayor delicadeza. Para ello, inventó su propia técnica denominada “Huile à l'essence”, que consistía en diluir el óleo con gran cantidad de esencia de trementina lo que le permitía trabajar con gran soltura destacando las veladuras y las transparencias.
Pronto colaboró como ilustrador en varias revistas de la época como “Le Figaro Illustré”, “Le Rire”, “L´ Escaramouche”. En 1893 realizó una exposición en la Galería Goupil e invitó a Degas, quien después de contemplar largo rato en silencio sus cuadros y dibujos, los aprobó, y al salir, con una breve frase le dijo: “Lautrec, se ve que usted pertenece a nuestro equipo”.
Después de un viaje a Londres en 1898, el abuso de las bebidas alcohólicas y la vida nocturna, lo obligaron a internarse en una clínica de recuperación. Convaleciente aún, y sintiéndose recuperado se instala en Le Havre donde realiza unos pocos cuadros maravillosos llenos de luces ocres y rosadas.
En 1901, habiendo reincidido en la bebida sufre un ataque de parálisis y se hizo transportar al lado de su madre donde murió a los treinta y tres años.
Ambos supieron transmitir con pasión y maestría ese momento impenetrable de la intimidad femenina que nunca había sido abordado de ese modo. Rompieron la barrera de la Academia y fueron libres en la elección de sus temáticas. Lo hicieron con respeto, buscando la faceta escondida, el sitio inalcanzable donde toda morbosidad se diluye. Supieron ser universales, sin percatarse de ello. Solo siguieron su instinto y pudieron hacer lo que les permitieron elegir. Homenajearon el cuerpo femenino con su talento, su permanencia y una visión superadora que se aloja en una frecuencia distinta. Tal vez no fueron conscientes de haber estado a la vanguardia de una verdadera revalorización de la mujer a través de la pintura.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios.