El viento, todo lo desparrama

Las Montañas Azules, en Australia. Fotografía: Irina Podgorny.


La imagen nos muestra a Gordon Childe junto a unos restos arqueológicos, en Trumland, en la isla de Rousay, Escocia. Fotografía: en twitter.com Dan Hicks, @profdanhicks 



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

La cantidad de basura que produce la sociedad de consumo revuelve el estómago. No me refiero a las ideas escupidas con olor a viejo y empaquetadas con palabras tan feas como nuevas. Tampoco a los desechos de comida ni a las botellas vacías; menos a los papeles chamuscados o rotos. No: hablo de esas cosas compradas ayer, todavía enteras y con rastros de etiquetas que aparecen abandonadas en los cordones de cualquier ciudad más o menos opulenta o en los vertederos donde se pudre la riqueza y los chanchos se devoran entre ellos.


Ropa, libros y objetos que, hasta ayer, dormían con alguno de los integrantes de esa casa que, hoy, decidió echarlos a la calle, para reemplazarlos por otros que disfrutarán de su cuarto de hora, ignorando que la bolsa de residuos los espera en la cocina.


Desde Berlín a Katoomba, la gente tira cosas para darle lugar a otras igual de inservibles pero por donde se cuela la vida y el dinero. Cubiertos, vasos, tazas, colchones, soperas, encendedores, molinos de café. Cuentos para niños, cuadros, catálogos de exposiciones. Todo, todo ha pasado a formar parte de esa categoría que los coleccionistas de arte han decidido llamar “lo efímero” sin darse cuenta que, en nuestros días, pocas cosas caen fuera de ella.


El negocio de la segunda mano, por su lado, ha preferido -como no podía ser de otra manera- cubrir esos objetos de sentimentalismo animista acuñando la noción de “pre amados”, una imagen que soslaya que, a pesar de haber sido queridos, también fueron repudiados. Nada tiene un por qué pero todo vale a la hora de reinsertar el descarte en la vida económica de los pueblos.


La Cruz Roja, Emaús y la Sociedad de San Vicente de Paul, por ejemplo, apelan a la donación de esa masa de desechos de todos los colores y materiales para, con su venta, promover su obra de caridad. Emaús, surgida a fines de la Segunda Guerra Mundial, originalmente se financiaba con el sueldo de diputado de su fundador, quien al renunciar a su banca, comenzó a mendigar por las calles de París mientras los otros miembros del grupo se dedicaron a revolver la basura para recuperar aquello que sirviera y aún pudiera usarse o venderse. El nombre de traperos de Emaús, como se llama el movimiento en muchos países de habla castellana, recuerda este origen. Mientras en Francia, los precios de las tiendas de la Cruz Roja o de Emaús son muy bajos y respetan la gratuidad de origen, en Australia, para ir bien lejos, no tanto. Allí, las 650 tiendas Vinnies distribuidas en todo el país y administradas por la Sociedad de San Vicente de Paul, reciben donaciones para que sus miembros, voluntarios y personal asalariado, puedan ayudar a miles de personas sin hogar, inmigrantes, refugiados. Las tiendas se presentan como mucho más que un arcón de cosas viejas: en Vinnies los clientes encuentran libros, juguetes, joyas, muebles, ropa y accesorios, “tesoros que buscan un hogar”.


Entre las 254 tiendas registradas en Nueva Gales del Sur, una de ellas atiende en Katoomba, una ciudad de unos 8000 habitantes a 110 km al Oeste de Sídney. Es la puerta de entrada a las Montañas Azules, un antiguo centro minero del carbón y un centro turístico de relevancia nacional e internacional por sus senderos, paisajes y el aire fresco y vigorizante, que se promociona como tónico para la salud desde principios del siglo XIX. El tren llegó a Katoomba en 1874 y, diez años más tarde, empezaba la construcción del Hotel Carrington, el único gran hotel del siglo XIX que sigue en uso en este estado australiano. Antiguo balneario y central eléctrica, catalogado como patrimonio desde 1999, el Carrington está situado en Katoomba Street, muy cerca de la estación ferroviaria. Fue construido en 1883 por Harry George Rowell, un propietario de hoteles de Sídney; a lo largo de su historia, alojó tanto a intelectuales de la izquierda local como a miembros de la familia real para decaer con el abandono de la ciudad hasta su restauración de fines de la década de 1990.


Una vista actual del Hotel Carrington, en Katoomba, su último lugar de residencia en Australia. Fotografía: Gentileza Blue Mountains Australian Social Page.



A pocos metros, en el número 65 de la calle Waratah, la tienda de Vinnies se aprovecha del pasado de esplendor de las residencias de la región y de la generosidad de sus herederos. Allí, en el suelo, una máquina de escribir espera por su dueño, apoyada contra la vidriera, abandonada, sin esperanzas. Quizás sea la que Vere Gordon Childe (1892-1957) dejó en el Hotel Carrington la mañana de ese 19 de octubre cuando se encaminó a Govett's Leap, uno de los miradores más famosos de Australia. Allí, una cascada cae 180 metros en la base del acantilado. Allí, tras deponer para la posteridad sus anteojos, su brújula, su sombrero, su impermeable y su pipa, rodó 300 metros y encontró la muerte.


Gordon Childe quizás haya sido uno de los investigadores australianos más influyentes en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales mucho más allá de la arqueología prehistórica, su campo de trabajo. En veinte libros y 240 artículos, Childe sistematizó sus estudios tratando a la basura de la humanidad como la prueba de su verdadera historia.


Con una licenciatura en lenguas clásicas y en geología en la Universidad de Sídney, Childe partió con una beca hacia Oxford en 1914, donde estudió filología comparada y la iconografía de la cerámica griega. En Inglaterra, Childe participó en los círculos socialistas y en los movimientos en contra de la conscripción o servicio militar obligatorio, compromisos que continuó tras volver a Sídney en 1917.


A su regreso a Inglaterra en 1921, escribió tres grandes obras, entre las que destaca El amanecer de la civilización europea (1925), un texto de referencia hasta la década de 1960. Estos volúmenes lo llevaron a la cátedra de Arqueología Prehistórica de la Universidad de Edimburgo en 1927, donde se desempeñó hasta que, en 1946, se trasladó a Londres para dirigir el Instituto de Arqueología. Childe trabajó con nuevas bases teóricas sobre la suposición del siglo XVIII de que la sociedad humana había atravesado tres etapas que se iniciaban en el "salvajismo", pasaban por la "barbarie" y concluían en la “civilización" definida por la consecución de la escritura, las ciudades, la agricultura y la metalurgia, ninguna de las cuales aseguraba un refinamiento en el comportamiento o las artes. Childe calificó estos cambios socio-económicos como "revoluciones" para subrayar que habían sido tan trascendentales como la Revolución Industrial. La “revolución neolítica”, por ejemplo, se había basado en el pasaje de la recolección a la producción de alimentos. El favor del público le llegó con El hombre se hace a sí mismo (1936) y ¿Qué sucedió en la historia? (1942), libros que para 1957, habían vendido más de 300.000 ejemplares como parte del movimiento de educación extramuros por el que Childe había bregado. Socialista comprometido, abrazó el marxismo y utilizó el materialismo histórico como marco interpretativo de los datos arqueológicos. Comulgó con la Unión Soviética y visitó el país en varias ocasiones, aunque se mostró escéptico con su política exterior tras la Revolución Húngara de 1956. Sus simpatías políticas le impidieron entrar en los Estados Unidos de América, a pesar de las múltiples invitaciones recibidas para dar conferencias en ese país. En Inglaterra, George Orwelll (1903-1950) lo incluyó en la lista de cripto-comunistas y compañeros de ruta del Partido, un catálogo razonado de 38 artistas, intelectuales, periodistas y políticos que, en 1949, poco antes de morir, Orwell entregó a una oficina secreta de propaganda del Servicio Exterior británico y que solo salió a la luz a inicios de este siglo.


“Los orígenes de la civilización” en una versión moderna. Editorial El Sudamericano. Colección Socialismo y Libertad.



Gordon Childe, se jubiló y volvió a Australia en 1957. Los acontecimientos de 1956 -la demolición de la reputación de Stalin por parte de Nikita Kruschev y el aplastamiento de la revuelta húngara- golpearon su confianza en el comunismo soviético. A eso, como recuerdan sus biógrafos, se le añadió la desilusión con la Australia que encontró tras treinta y cinco años de ausencia: provinciana, conservadora, bruta. Como revela la carta que le envió a su sucesor en el Instituto de Arqueología de Londres con la instrucción expresa que la abriera diez años después de recibirla, le tenía miedo a la decrepitud y a la enfermedad. Tenía 65 años. La carta, leída en 1968, sirvió para convencer a sus amigos que Childe, lejos de un accidente, se había suicidado.


Otra vista de las Montañas Azules, en Australia. Fotografía: Irina Podgorny. 



Muchos años después, John Low, el bibliotecario de Katoomba, historiador local y pescador de recuerdos, entrevistó a la Sra. C., la recepcionista del Hotel Carrington en ese año de 1957, una de las pocas interlocutoras de Gordon Childe, quien de, forma intermitente, en esa primavera se había alojado en el hotel durante varias semanas. Durante este periodo, visitó a su amigo James Stewart, profesor de arqueología de la Universidad de Sídney, en su casa de Mount Pleasant, cerca de Bathurst, a menos de tres horas en tren desde Katoomba. El resto del tiempo lo empleaba en explorar las Montañas Azules con un renovado interés por la geología y en hablar con la Sra. C. sobre sus exploraciones geológicas. Estaba escribiendo un libro y deseaba examinar algunos estratos rocosos en Govett's Leap, a tres horas de sendero desde el hotel.


Según la Sra. C., la noche anterior a su muerte, los parroquianos del bar se burlaron de su aspecto y de su fealdad. Childe, buscó entonces la compañía de la recepcionista a quien le hizo una oferta: le regalaba su máquina de escribir. Ella, tras mucho dudar, finalmente aceptó guardándola en la caja fuerte del hotel con la intención de devolvérsela cuando partiera. Childe, en realidad, detestaba la escritura a máquina y prefería la pluma y el papel. Con esos instrumentos escribió la famosa carta, ese mensaje de despedida, donde declaraba que el "prejuicio británico contra el suicidio es totalmente irracional. Acabar con su vida deliberadamente es, de hecho, algo que distingue a Homo sapiens de otros animales, incluso mejor que el entierro ceremonial de los muertos”. Eligió el ajuar que marcaría el punto de su caída, lo dispuso al borde del precipicio y se tiró. Los objetos, bien lo sabía él, ya no hablarían de ese desbarrancado: simplemente le señalarían a la policía por dónde buscar y, con suerte, años más tarde servirían como evidencia de las técnicas implicadas en la construcción de la cultura material del siglo XX.


"La vida termina mejor", concluía Childe, "cuando uno es fuerte y feliz”. Aunque le faltó agregar: cuando uno todavía puede decidir qué tipo de basura deja cerca de sus restos. Una pipa, unos anteojos, una brújula, una máquina de escribir que, quién sabe, en qué basurero o tienda de caridad habrán caído. A fin de cuentas, el viento de la muerte, todo lo desparrama mientras nuestra sociedad, pertrechada para ello, sale a la intemperie, dispuesta a desafiar el temporal y a juntar esos vestigios para venderlos por monedas o como tesoro. Mientras estemos nosotros, nuestra posteridad y todos los habitantes que este planeta aguante, cuyos huesos, no olvidemos, también caerán en el vertedero de la historia. 


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


Última nota desde Canberra, noviembre de 2022


Para Pepe Pérez Gollán y Phil Kohl, in memoriam.

Y para Antonio Gilman, Jack Golson, David Roe, Guillermo Ranea y Ghassan Salhab en signo de amistad en esta tierra porque otra, no existe.


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