“No es que el tejer sea lento… es que la vida va apresurada”
Archie Brennan
Debo decir, que a los argentinos nos gusta presumir. Nos reconocemos inventores del dulce de leche, del colectivo, de tener la avenida más larga del mundo y también la más ancha, sosteniendo afirmaciones irrelevantes. Pero hay algo de lo que sí podríamos alardear sin discusión, es de tener el tapiz más grande de América ¿Por qué no lo hacemos? La respuesta es muy simple, la mayoría de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires desconocen “La Glorificación de San Francisco”, el inmenso tapiz que cubre la nave central de la homónima Basílica que se encuentra solo a 200 metros de la Plaza de Mayo. Tras él se esconde una historia increíble colmada de complicaciones que hicieron peligrar la continuidad de su ejecución, la cual se prolongó por casi 10 años y que sólo fue posible gracias al entusiasmo, la obcecación y la perseverancia de un grupo de hombres, los protagonistas de este relato.
Antecedentes
El inicio de la historia que les compartimos, podríamos fijarlo en la tarde del 16 de junio de 1955, día en que se producen los graves enfrentamientos conocidos como “la quema de iglesias”. Los hechos acontecieron tras un intento de golpe de estado, encabezado por la aviación naval, con la intención de derrocar al entonces presidente Juan Domingo Perón. Finalizados los bombardeos con las muertes ininjustificadas de transeúntes en la Plaza de Mayo, grupos adherentes al peronismo atacan e incendian varios templos católicos, atribuyéndole a la Iglesia Católica cierta “complicidad” en semejante masacre. La Basílica de San Francisco fue uno de los templos más perjudicado por su cercanía con la Casa Rosada. No dejaron habitación, imagen ni altar sin daños y las pérdidas fueron casi totales en cuanto a su mobiliario y el altar mayor, de madera y con dorado a la hoja, se destruyó por completo después del brutal ataque.
El interior de la Basílica después de los destrozos en una fotografía de época.
El arquitecto y la inspiración
Terminada la reconstrucción edilicia de la Basílica en el año 1963, la orden franciscana le solicita al arquitecto José María Peña la reconstrucción del altar original realizado en época colonial. La resolución del encargo se torna casi una obsesión para él, ya que era imposible contar con artesanos capaces de hacerlo y de conseguirlos, los costos serían imposibles de afrontar. En ese mismo año, Peña viaja a Europa y es invitado a visitar la Catedral de Coventry, Inglaterra, reinaugurada en 1962. El templo había sido totalmente destruido durante la Segunda Guerra Mundial y finalizada la construcción del nuevo edificio, el arquitecto Basil Spencer, había optado por una idea innovadora para cubrir la nave central, encargar un gran tapiz: “El Cristo en Gloria”. Esta monumental obra de 24 metros de alto por 12 metros de ancho colgada de manera imponente en al altar de la modernísima catedral, fue realizada bajo el diseño del artista Graham Sutherland y tejida en el taller Pintón de Felletín, Aubusson, corazón de la tapicería francesa.
A su regreso a Buenos Aires, Peña, por la similitud en la problemática, Peña propuso a los hermanos de la orden franciscana y luego al Ministerio de Obras Pública, la realización de un tapiz de 12 x 8 metros para cubrir el altar mayor de nuestra Basílica de San Francisco.
El artista y el diseño
El gobierno nacional decidió aceptar la propuesta y poner en marcha el proyecto replicando el modelo inglés, para lo cual fue necesario encontrar quien hiciera el diseño y el traspaso a los cartones, imprescindible para ejecutar el tapiz. Se convocó a un concurso donde varios artistas postularon sus propuestas, siendo el ganador Horacio Butler. Un artista plástico de larga e importante trayectoria en la pintura argentina, formado en la Escuela de Bellas Artes local y posteriormente en París. Fue allí donde, un pequeño cubre tetera realizado en técnica de tapicería y diseñado por Jean Lurçat [1] llamó su atención de tal forma, que esa imagen se mantuvo presente en el transcurso de su vida, sin sospechar que muchos años después se vería involucrado en la realización del citado tapiz. Así lo reconoció Butler: «era imposible pensar que algún día me vería comprometido en una de las aventuras artístico artesanales: más dilatadas, más engorrosas y más emocionantes que tuvieron lugar en esta tierra […]»
Para realizar el boceto, se planteó que a la distancia, el dibujo debía ser leído con claridad, tomando en cuenta el largo de la Iglesia, y debía armonizar de una manera decorativa con el estilo barroco de su arquitectura. Concibió una composición donde se integraban los elementos más característicos de la vida de San Francisco. De esta manera logró ensamblar la simpleza, la imaginería popular y la alegría, representadas en pájaros, flores y animales, con el dolor y los sacrificios del santo, simbolizados en una corona de espinas colocada a sus pies. Su formación pictórica hizo de la elección de la gama de colores a utilizar su mayor preocupación. En su primer boceto predominaban los azules, grises y amarillos, elección que posteriormente consideró errónea, pues en la penumbra del templo, la escena corría el riesgo de parecer sin vida. Optó entonces, por la incorporación de rojos y rosados que le otorgaron mayor luminosidad a la imagen siendo esta la versión definitiva. El dibujo y los límites de cada color debían ser rigurosos y precisos para poder ser tejidos posteriormente en el telar. El cronograma de tareas lo obligaba a entregar el cartón a escala real en solo tres meses.
Descartado el primer boceto en colores, donde predominaban los azules, Butler incorporó a la versión definitiva los rojos y rosados, ganando en luminosidad.
Ante la carencia de un espacio adecuado, Butler tomó la decisión de dividir el diseño en 9 fragmentos, y de esa manera le fue posible desarrollarlos en el living de su departamento. Trabajando con gran entusiasmo unas diez horas diarias junto a su discípulo Ricardo Garabito, logró concluir la labor en un mes y medio. Sin embargo, el esfuerzo resultó inútil, ya que “Los rollos del Mar Muerto”, como él los bautizó, quedaron depositados en el corredor de su casa acumulando polvo durante tres largos años por los inconvenientes presupuestarios del Ministerio de Obras Públicas que frenaban el inicio del proyecto. Recién en 1968 el presidente de facto Juan Carlos Onganía firmó el decreto para el inicio del tapiz y fue el momento en el cual, aquellos rollos se unieron por primera vez en el hall del Teatro Municipal San Martín, para hacer la revisión de la imagen total.
El artista tejedor
Finalizado el boceto, era necesario encontrar quien tuviera la idoneidad suficiente para ejecutar ese enorme tapiz con una técnica digna y duradera. El único nombre que surgió fue el de Jacques Larochette, quien al ser convocado aceptó el desafío. Un bagaje familiar de varias generaciones de tejedores en Aubusson, sede de los afamados talleres franceses de bajo lizo, avalaba sus conocimientos sobre el oficio. Su padre Armand había llegado a Buenos Aires a fines de los años 20, lo había enviado la firma Jansen (2) con la misión de cumplir con el encargo de varios tapices para un prestigioso hotel porteño. Fue junto a él que Jacques, al igual que sus hermanos, aprendieron el oficio y todos los secretos de la tapicería francesa.
Largo tiempo más adelante, la carrera de Larochette como tejedor había tomado relevancia en el mundo del arte al compartir con Josefina Robirosa la ejecución de 14 tapices que fueron exhibidos en el Museo de Arte Moderno de la ciudad de Buenos Aires, en el año 1964. Todos aquellos conocimientos aprendidos por Jacques desde pequeño, serían fundamentales para resolver los innumerables inconvenientes que se fueron presentando durante la ejecución del gran tapiz.
El artista y el artesano, maestros en sus oficios, la conjunción de sus labores resultó virtuosa. A la izquierda, Horacio Butler y a la derecha, Jacques Larochette.
Su decisión de realizarlo en una sola pieza y bajo las leyes tradicionales de manufactura del telar de bajo lizo como en Aubusson (tejer la pieza a lo largo y de izquierda a derecha) hizo necesaria la construcción de un sólido telar de doce metros de largo. Caños de acero sin costuras destinados a la extracción de petróleo de 3 cm de grosor y 40 cm de diámetro se utilizaron como rodillos, capaces de resistir la tensión constante producida por los 5000 hilos de la urdimbre montados en él. Se construyó en los talleres de Rousignol, dirigido por el ingeniero Miguel Climent, y en su conjunto llegó a pesar 12 toneladas.
Los tejedores
Mientras tanto, un viejo galpón en el barrio porteño de San Telmo fue el lugar elegido para la instalación del enorme telar. Al mismo tiempo en que se acondicionaba el espacio, se encargaron a la firma Tuffano dos telares de madera más pequeños donde los futuros tejedores, aún no designados, efectuarían el aprendizaje y la práctica antes de comenzar la obra definitiva.
Jacques sabía que para la formación de un tejedor “discreto”, en Francia se requería un aprendizaje de 3 tres años y no menos de 7 para que este se convirtiera en un tejedor de excelencia. Pero los tiempos y presupuestos disponibles para el proyecto estaban alejados de los parámetros europeos. La selección de los aprendices fue acotada al personal de la Dirección Nacional de Arquitectura; albañiles, peones de construcción y pintores de brocha fueron convocados a participar en un proyecto artesanal. Muchos de ellos se entusiasmaron con la idea de salir de sus labores cotidianas casi como un “recreo”, otros se interesaron por el aprendizaje de un oficio. Durante una semana llegaron al taller aquellos que, anotados en una lista previa, iban a ser entrevistados por Larrochette, quien los observaba a la distancia mientras se acomodaban en las sillas distribuidas estratégicamente en el lugar. Había diagramado una planilla donde apuntaba la actitud, la paciencia, su estado físico y un detalle relevante, si era fumador, para luego pasar a la instancia de la entrevista individual. Fueron nueve los primeros seleccionados, que deberían regresar a la semana siguiente para una incursión acelerada directamente sobre los telares. Sólo cuatro quedaron en el equipo definitivo:
Isaías Cativa, de 29 años, albañil, fue el primer elegido por Jacques, quien desde el primer encuentro reconoció en él una aptitud para tejer. Cativa, ya conocía de telares. Había nacido en Catamarca y su madre, tejedora, le había enseñado el oficio de niño. No solo amaba tejer, sino que tenía una habilidad y talento poco comunes, acompañados de su actitud serena y humilde.
Leonardo Rivera, de 27 años, pintor de brocha y a veces albañil, serio, tranquilo y callado. Siempre predispuesto a ayudar, era el compañero ideal. Aunque nunca había visto un telar, con la práctica llegaría a igualar en destreza y conocimiento al mismo Cativa.
Rafael Alcar, un jovial empleado de 26 años que se desempeñaba como peón de construcción en obras públicas. Su disposición y buena voluntad reemplazaron sus limitaciones como artesano.
Antonio Falcón, el mayor del equipo, de 42 años, hosco y malhumorado, ocupaba la posición de gomero en el Ministerio. Si bien era muy dedicado en el aprendizaje, su personalidad conflictiva llegaría, en el transcurso del tiempo, a poner en riesgo el ambiente de camaradería del grupo.
Jacques sabía que el bienestar del grupo era esencial para la culminación exitosa del proyecto. Les consiguió una mejora salarial, un ambiente agradable para el almuerzo en el mismo recinto donde se tejía y ante la menor desavenencia entre ellos, llegó a consultar con psicólogos para lograr una armonía que finalmente fue muy difícil de quebrar.
Conformado el equipo comenzó la capacitación de los aprendices, que se prolongó durante ocho meses, mientras Larochette, en el gran telar, iba armando pacientemente la urdimbre de 5000 hilos paralelos con una precisión milimétrica. Sobre ella se calcaría el boceto de Butler que, cortado en 27 franjas de 30 cm por 12 de largo, llegado el momento, necesitó ser reforzado con material plástico para otorgarle mayor consistencia y evitar errores en el traspaso del dibujo al tejido. (Fig.8)
Manos a la Obra
El 7 de Agosto de 1969, en pleno invierno porteño, se reunieron en un frío galpón, convertido en taller, de la calle Carlos Calvo, los seis protagonistas que habrían de compartir los pormenores de la larga aventura: el pintor veterano de quien, habiendo entregado el cartón, ya nada dependerá; el joven artesano que a partir de ese momento será el responsable de dirigir la ejecución del enorme tapiz y los cuatro improvisados tejedores uniformados con sus guardapolvos azules que, en ese día, iniciaban la jornada más extensa e incierta de sus vidas, ocupando el sitio que ellos mismos habían elegido y en el cual trabajarían durante los próximos tres años.
Los cuatro tejedores en plena labor.
A pesar de haberse tomado todos los recaudos necesarios, muchos fueron los imprevistos e inconvenientes que se suscitaron durante el largo proceso y que requirieron del ingenio y la paciencia de Jacques para resolverlos. Sólo citaré uno de ellos, quizás el más angustiante que les tocó vivir. A poco de comenzar el trabajo y debido a la humedad del ambiente cercano al Río de la Plata, el encogimiento de los hilos de algodón que conformaban la urdimbre se acentuó de tal forma que se rompieron los pernos de acero que mantenían los rollos del telar. Gracias al peine divisor, los hilos no se cruzaron, pero fue apocalíptico ver los 5000 hilos, pacientemente colocados por Jacques, sobre el piso del taller. Y el tesón pudo más que la adversidad: se duplicó el grosor de los bulones y fue posible restituir el orden primitivo. A partir de ese episodio, se instaló un sistema de calefacción en el ambiente que funcionando durante las 24 horas permitió resolver el problema definitivamente. Para que en el transcurso de los años no se desvirtuaran los colores, se creó un código de color para cada curva o línea del tapiz. Increíblemente, los márgenes de achicamiento (retrange) fueron menores a lo esperado, dada la dimensión de la pieza y la inexperiencia de los tejedores; solo se constataron 6 mm. El plan de trabajo acordado de 4 años, se cumplió inexorablemente, en realidad finalizaron las tareas 15 días antes del plazo estipulado.
Vibraba en el ambiente el entusiasmo colectivo. Envuelta en el misterio de la madrugada, llegó la hora del traslado; el momento más emocionante y esperado para cada uno de los participantes de esta historia. Horacio Butler lo relata así: «El tapiz enrollado, salió del taller como una gigantesca oruga sostenida por las 24 piernas de los operarios que lo mantenían sobre sus hombros hasta el camión que lo depositaría en la puerta de la Basílica». A su llegada, lo extendieron en el suelo del altar y desde lo alto de la cúpula recién pudieron verlo en su totalidad. Colgar la obra fue un arduo trabajo que demandó más de un mes. Se construyó un andamio de 15 metros de altura y se montó un dispositivo de hierro que coincidía con las cinchas cosidas previamente al dorso del tapiz, en las en las cuales se habían colocado argollas que irían enganchándose a las planchuelas de pico curvo dispuestas en la estructura de la pared.
Final de la Historia
Tras la inauguración, el 4 de octubre de 1972, los cuatro “tejedores” volvieron a sus trabajos en el Ministerio de Obras Públicas transformados por la experiencia vivida. Sus manos ya no eran aquellas acostumbradas a la pala y el cemento con insensibilidad a la percepción de los hilos con las que habían comenzado a trabajar, y orgullosos las exhiben para los medios. (Fig.12) Dos de ellos, Rivera y Cativa, transcurridos 8 años de aquel acontecimiento, regresaron al oficio junto a Butler y Larochette para completar el proyecto total de la Basílica, realizando dos tapices pequeños que fueron colocados en los muros laterales del altar mayor.
En el año 2005, cuando Jean Pierre Larochette, hermano de Jacques, regresó a Buenos Aires buscando material para la edición de un libro en homenaje a su hermano, contactó al único sobreviviente de la historia, Isaías Cativa, que seguía trabajando en el Ministerio como ordenanza. Tras una larga charla llena de recuerdos y con una actitud de complicidad, como quien va a compartir un secreto, aquel tejedor lo invitó a seguirlo hasta el sótano del edificio ministerial. Tras recorrer pasadizos llenos de oficinas, se detuvo abruptamente junto a una imagen de cuerpo entero y tamaño real, era la figura de un severo general Juan Domingo Perón representada en un tapiz. Ese gesto firme, es imitado por Cativa quien orgulloso, posa junto a su obra diciendo: «Me gusta tejer caras». Sorprendentemente, había plasmado en el telar, quizás sin advertirlo, la imagen de quien fuera en parte responsable del inicio de esta historia.
Seis fueron los hombres que llevaron a cabo tamaña proeza, ignorada por buena parte de los habitantes de esta ciudad: la materialización del tapiz más grande de América que hasta la actualidad enaltece la nave central de la Basílica de San Francisco.
Notas:
1. Artista francés reconocido especialmente por su trabajo en el tapiz, donde renovó en profundidad el lenguaje artístico.
2. Es considerada la primera firma de diseño de interiores, fundada en París en 1880 por Jean-Henri Jansen.
Bibliografía
Horacio Butler, Las Personas y los años: El revés de la trama. Buenos Aires. Ed. Emecé, 1975.
Jean Pierre Larochette, Recordando a Jacques Larochette: El tapiz más grande de las Américas. Berkeley, Genesis Press, 2006.
Cutuli, Gracia Cutuli, El tapiz de San Francisco. En Revista Tramemos, n° 12-14, Buenos Aires, 1990.
Ferreyra, Elisa Ferreyra, Un tapiz desmesurado. En Revista Nueva, n° 24-26, Buenos Aires, 1998.
Agradecimientos
A Jean Pierre Larrochette, artista textil, quien me facilitó datos y fotos del archivo personal de su hermano con gran generosidad y cuyo libro fue el puntapié inicial de este trabajo.
A Gracia Cutuli, artista textil, por sus relatos vivenciales de la época y por compartir detalles del encuentro con Jacques Larrochette en el Bolsón.
A Ivana Rigacci, restauradora textil, quien me aportó datos actualizados sobre el estado de conservación del tapiz de San Francisco.
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