Celsius 1451

Exhibición de Carlos Runcie Tanaka en diálogo con las cerámicas Chancay. En el Museo Textil Precolombino Amano, de Lima.  Fotografía: Gentileza del artista.



El fuego no hace concesiones. Installation, 2019. Fotografía: Gentileza Carlos Runcie Tanaka.



Yoshitaro Amano [1898-1982] y su esposa Rosa Watanabe; ellos crearon el Museo Amano, de Lima.



En los hornos las temperaturas se elevaron y al fin fue controlada. Fotografía: Gentileza jcomp en Freepik Imagen.  




Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

A propósito de “El fuego no hace concesiones”, obra de Carlos Runcie Tanaka 


Hace unos cuantos años, el artista limeño Carlos Runcie Tanaka [n. 1958] hizo una instalación en el Museo Textil Precolombino Amano de Lima. Un museo privado, dedicado a exponer la colección de Yoshitaro Amano [1898-1982],  ingeniero japonés radicado en Perú interesado en las antigüedades de su país de adopción. Entre las piezas coleccionadas, una serie es una rareza: Amano, con ojo técnico, recopiló no solo las obras que descollaban por su hechura sino también aquellas que, al cocerse, se transformaban en una cosa diferente a la que se esperaba. Digo con ojo técnico porque estas muestras, hablaban también de las limitaciones del saber y la experiencia, de las fallas y de los efectos no predecibles de cualquier proceso de producción.


En esa oportunidad, Runcie combinó la exhibición de esas piezas procedentes de los antiguos hornos Chancay con sus propias obras chamuscadas por el fuego de su taller. El texto que sigue es una reflexión sobre ellas.

 

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En la obra de Carlos Runcie Tanaka hay una teoría de la Tierra. O dos, tres. Quizás cinco. Muchas, varias, tantas como manos, ojos y oficios se han dedicado desde el Neolítico hasta hoy, a pensar el equilibrio entre lo sólido y lo líquido, entre las fuerzas del calor y del frío. Sin exagerar, el laboratorio del alfarero parece haberle dado forma a las hipótesis para explicar o entender la formación de los minerales que se encuentran en la naturaleza. O también pudo haber sido al revés: que el taller de los ceramistas de aquí y ahora, de las antípodas o de la prehistoria, haya surgido como un mero intento de rehacer, a escala humana, los procesos químicos y físicos escondidos en los pliegues y en los colores de la Tierra, en esa aparente eternidad de las rocas, de los basaltos y de las lavas.

 

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Como se lee en la pluma de Daniel Defoe [1660-1731], Robinson Crusoe, para sobrevivir en su isla, recorre la historia de la humanidad y, en ese camino, aprende a hornear loza. Para ello, hace trampa: sus ensayos no son los del hombre primitivo sino los del tardío siglo XVII, donde las obsesiones comerciales de los europeos -espías jesuitas incluidos- están tratando de acercarse a los secretos de la temperatura y de los materiales requeridos para la confección de la porcelana china. En el fragor de la carrera por el control del calor y de las sustancias, surgieron las nuevas fábricas de porcelana europeas y las nuevas teorías para explicar cómo trabajaba el planeta que las producía.


Sobrevivir en la isla no fue una tarea sencilla. Robinson Crusoe debió apelar al ingenio y a cuánto ya había aprendido en su vida. 


Para entonces, se habían descartado las teorías de Francis Bacon [1561-1626] quien, en Sylva Sylvarum y su póstumo «Plan para la historia particular de la condensación y rarefacción en los cuerpos naturales» repetía la fabulosa idea de que el material para la porcelana procedía de minas artificiales transmitidas como patrimonio de padres a hijos. Para ello, según las ideas propagadas en Europa, los chinos enterraban a cierta profundidad una masa preparada o cemento, el cual, yaciendo durante unos cuarenta años, se convertía en el preciado elemento. Y esto por obra y gracia del proceso de endurecimiento [en el sentido metalúrgico del término] o lapidificación que podía deberse al frío, al calor o la asimilación. Así -siempre según Bacon- por endurecimiento de las tierras y arcillas también se generaban las piedras en el interior de la Tierra. O los minerales, que no eran otra cosa que jugos petrificados de concreto. Y los diamantes, los cristales y el ámbar, sin olvidar que por endurecimiento se confeccionaban los ladrillos, las baldosas y el vidrio. El arte de endurecer, pensado como metalurgia, pertenecía al mundo natural y al de los hombres.

 

Hacia 1700 –los años de Defoe- los laboratorios del matemático y médico sajón Ehrenfried Walther von Tschirnhaus [1651- 1708] y del alquimista Johanne Friedrich Böttger de Sajonia [1682-1719] desembocaron en la fundación de la fábrica de Meißen, cerca de Dresde, desde 1720 la primera donde logró producirse porcelana blanca europea. Los afanes químicos y físicos de Tschirnhaus, asiduo corresponsal de los experimentadores franceses e italianos, lo habían llevado a estudiar el punto de fusión de distintas sustancias refractarias y a experimentar el efecto de las altas temperaturas sobre una especie de caolín y en el asbesto y los silicatos de calcio y de magnesio. Hasta entonces, ningún horno europeo alcanzaba los 1450 grados Celsius, la temperatura de cocción de la verdadera porcelana.  Tschirnhaus, no obstante, logró concentrar calor radiante por medio de un espejo ustorio de hierro, marcando el rumbo de los experimentos sobre la combustión y la química de los materiales que luego serían retomados por la llamada teoría plutonista de la Tierra del inglés James Hutton [1726-1797].

 

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El primer ceramista de la prehistoria y el primer plutonista del siglo XVIII compartieron una premisa: el calor, sea procedente del fuego humano o del interior de la Tierra, es el causante de los fenómenos creativos que nos gobiernan. Lejos de una fuerza destructiva, allí reside el origen de todo, la condición de posibilidad del orden de las rocas, de los cristales y, más tarde, de la vida. Sin fuego, no hay nada. Pero, para muchos habitantes de aquel siglo, los procesos terrestres estaban asociados a la potencia del agua y a una corteza sólida, fría. Para los plutonistas, en cambio, la incógnita residía en cuestiones tales como a qué profundidad, en qué medida y con qué intensidad actuaba el calor; o, en otras palabras, cómo probar que las rocas sólidas de hoy, hace miles y miles de años habían tenido una naturaleza diferente.


Los plutonistas del siglo XVIII ignoraban, sin embargo, cómo calcular la fuerza y la intensidad del calor subterráneo. Su existencia, carecía de evidencia definitiva: el poder expansivo y motriz albergado en las entrañas del planeta se manifestaba a la experiencia ordinaria a través de las fuentes termales, los volcanes y los terremotos. La intensidad del fuego volcánico favorecía la opinión de que este se hallaba en lo profundo de la superficie terrestre, pero había que demostrar su dimensión y poder. A ello se abocaron los ensayos del baronet escocés James Hall [1761-1832], un geólogo y químico que, basándose en modelos experimentales, consideró la temperatura como el factor crucial para entender la génesis de las rocas ígneas. Y para eso acudió a los progresos de las fábricas de cerámica inglesas, las cuales no solo habían logrado romper el monopolio chino del comercio de la porcelana sino también inventar un dispositivo para medir el calor del horno y, así, controlar la cochura de las piezas.

 

Hall, dedicado al estudio de la fusibilidad del basalto y de la lava recurrió, en efecto, al pirómetro diseñado por Josiah Wedgwood [1730 - 1795], fabricante y heredero de una familia de alfareros, futuro abuelo de Emma, la prima y esposa de Charles Darwin, el nieto de Erasmus, el poeta amigo de Josiah. En la década de 1770, J. Wedgwood había comenzado a registrar su interés en el problema de cómo medir las altas temperaturas del horno más allá de las posibilidades de los termómetros de mercurio para así mejorar la calidad de sus manufacturas. Aunque primero pensó recurrir a la observación sistemática del fenómeno del cambio progresivo de color de las mezclas de arcilla al ser sometidas al calor, en 1781 desarrolló un pirómetro cerámico, presentado en la Royal Society en mayo del año siguiente: un cilindro de arcilla que retomaba la propiedad propia de esas pastas de disminuir el volumen bajo la influencia del calor. Este pirómetro se introducía dentro del horno junto a la cocción y permitía calcular [con errores] el punto de fusión del cobre, la plata, el oro y el hierro.

 

Jarrón. Pasta cerámica. 1775 - 1800. Pasta cerámica. Autor Josiah Wedwood, considerado como el mejor ceramista inglés de todos los tiempos. Museo Nacional del Prado, Madrid. Legado Pedro Fernández Durán y Bernaldo de Quirós, 1931. Fotografía: Gentileza Museo del Prado.


Los experimentos de Hall, por su parte, se iniciaron en 1798, 16 años después de la presentación del pirómetro en los círculos científicos e industriales de Londres. Los resultados fueron publicados en 1806 y saludados como relevantes no solo para la geología sino también para la ciencia química en general. El hecho de que las sustancias más refractarias pudieran fundirse al reprimir la elasticidad de las partes gaseosas contenidas en ellas, iluminaba las operaciones que regían el reino mineral y mejoraban el conocimiento sobre la acción del fuego, prometiendo un incremento sustancial del poder que el hombre había adquirido sobre ese elemento.

 

Los hornos y los instrumentos del ceramista habían servido para demostrar que las rocas en cuestión se fundían a una temperatura similar a las del arte y la industria. Y las propiedades de las arcillas, usadas para gobernar la producción y la conquista comercial del mundo que se abría a la ciencia, al progreso y al dominio inglés de la mesa de proletarios, aristócratas y burgueses.

 

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El dominio del fuego siguió siendo una preocupación de ceramistas y geoquímicos. Los pirómetros, a pesar de las grandes esperanzas generadas por su introducción y de su uso para comprender las fuerzas del planeta, no cumplían con las condiciones necesarias para la fabricación industrial. Es decir, eran difíciles de usar, informaban imprecisa y lentamente sobre la temperatura y el progreso del fuego en el horno, y los datos suministrados, eran incomparables: apenas si trascendieron la escala nacional. Es decir, inglesa.

 

Por eso, los intentos de medición absoluta hubieron de convivir con la observación de la incandescencia también evocada por Wedgwood y conocida desde la aurora de la vida sedentaria: para juzgar el fuego –decían los manuales franceses de los inicios del siglo XX y lo comprueban las obras de Runcie Tanaka- se necesita una gran experiencia, una mirada adquirida después de muchos años, mirando el tiro, la longitud de la llama, su color más o menos azulado y el hollín. A fin de cuentas, un buen ceramista –en Perú o en el Japón- sabe que cuando las partes del horno empiezan a ponerse rojas, el color del fuego debe examinarse a través de las aberturas del horno y que el estado brillante de las piezas puede dar los medios para juzgar su fuerza y regularidad. O si no, a medida que la temperatura asciende, se extraen del horno pruebas directas de arcilla y esmalte para, de esta manera comprobar la vitrificación de los materiales. Y decidir, entonces, los pasos a seguir.

 

Pero, para no quedarse rezagados en la búsqueda de lo universal, los distintos grados de incandescencia correspondientes a las temperaturas fueron sistematizados en tablas y se inventaron otros adminículos, tan artesanales como la mera alfarería: pequeñas piezas con el nombre de relojes o piróscopos, de la misma naturaleza que la cerámica que se iría a cocer, colocadas en varios lugares del horno y que, retiradas hacia el final de la cocción, se examinan para determinar las escalas de color/temperatura.

 

Sin embargo, la observación del color del fuego a veces tampoco alcanza o, al revés, se la usa, como hace Runcie Tanaka, para quemar las piezas calculando las horas de cocción y los resultados [casi] impredecibles del riesgo que ese cómputo entraña. La experiencia puede llevar las cosas a ese punto de fusión de donde ya no se vuelve, a esos 1451 grados Celsius –apenas uno más- donde la forma de la porcelana colapsa, donde el encastre de las piezas en el horno resulta en la creación de una sola. Como en el basalto, la lava, las moscas dentro del ámbar, las petrificaciones, las lapidificaciones de Bacon. Porque a fin de cuentas, después de los excesos del calor, las sustancias se enfrían y aparece la forma. Otra. Curioso que a esos «errores» se los conozca como desechos [«waste» en inglés]. Quizás para destacar que la cerámica, una vez cocida –a diferencia del vidrio o de los metales– no puede reciclarse para producir otras nuevas. Curioso destino de este material que, queriéndolo o no, ayudó a pensar las dinámicas creadoras de la Tierra.

 

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Acaso, la consciencia de la irreversibilidad de la destrucción producida por una excavación y las obras de los hombres, hizo que el ingeniero Amano, juntara desechos, retazos, rezagos. En tiempos donde solo se le daba valor a los metales preciosos y a la cerámica elaborada, él se dedicó a los sobrantes de los emprendimientos huaqueros: las telas y los cacharros Chancay, vistos como los más "rústicos y sencillos" del universo precolombino. Amano –un náufrago del siglo XX- tampoco despreció los efectos del descontrol del fuego, una muestra de las fallas de la industria pero también un posible muestrario de la experimentación con los materiales y las fuerzas de los tiempos precolombinos. Y de los hilos y procesos que han tejido y modelado al mundo.

 

Porque, a fin de cuentas, «El fuego no hace concesiones» nos convence que ser ceramista o alfarero equivale a experimentar con las fórmulas y las fuerzas que le dieron forma al planeta y a la experiencia humana. Y, como bien lo sabe Carlos Runcie Tanaka, a reflexionar con las manos y con los ojos, sobre el origen, el cambio y los itinerarios de la materia.

 

* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios

 


 

Robinson Crusoe alfarero

[De Daniel Defoe, Aventuras de Robinson Crusoe (1719)]


Pero, esta no era mi labor principal, sino, más bien, un pasatiempo que me divertía mientras ocupaba mis manos en otras tareas, como la siguiente. Había estudiado durante mucho tiempo la forma de hacer unas vasijas de barro, que tanto necesitaba, pero aún no sabía cómo. Mas, teniendo en cuenta que el clima era caluroso, no dudaba que, si podía encontrar un buen barro, podría fabricar algún cacharro que, secado al sol, fuera lo suficientemente fuerte para manejarlo y conservar en su interior cualquier cosa que quisiera preservar de la humedad. Como necesitaba algunos cacharros de este tipo para el grano y la harina, que era lo que me preocupaba en ese momento, decidí hacerlos tan grandes como pudiera, a fin de que sirvieran exclusivamente como tarros para conservar lo que guardara en ellos.

 

Tal vez el lector se apiade de mí, o, por el contrario, se reía de mi torpeza al hacer la pasta y los objetos tan deformes que realicé con ella, que se hundían hacia adentro o hacia fuera porque el barro era demasiado blando para resistir su propio peso. Algunos se quebraban al ser expuestos precipitadamente al excesivo calor del sol, otros se rompían en pedazos cuando los movía, tanto cuando estaban secos como cuando aún estaban húmedos. En pocas palabras, después de un arduo esfuerzo por conseguir el barro, de extraerlo, amasarlo, transportarlo y moldearlo, en dos meses no pude hacer más que dos cosas grandes y feas, que no me atrevería a llamar tarros.

 

No obstante, cuando el sol los secó hasta dejarlos muy duros, los levanté con mucho cuidado y los coloqué en dos grandes cestos de mimbre, que había tejido, expresamente, para ellos, a fin de que no se rompieran. Entre cada cacharro y su correspondiente cesto había un poco de espacio, que rellené con paja de arroz y cebada. Pensé que, conservándolos secos, podrían servir para guardar el grano y, tal vez la harina, cuando lo hubiese molido.

 

Aunque cometí muchos errores en mi proyecto de hacer cacharros grandes, pude hacer, con éxito, otros más pequeños, como vasijas, platos llanos, jarras y ollitas, que el calor del sol secaba y volvía extrañamente duros.

 

Nada de esto, sin embargo, satisfacía mi necesidad principal que era obtener una vasija en la que pudiera echar líquido y fuese resistente al fuego. Al cabo de cierto tiempo, un día, habiendo hecho un gran fuego para asar carne, en el momento de retirar los carbones, encontré un trozo de un cacharro de barro, quemado y duro como una piedra y rojo como una teja. Esto me sorprendió gratamente y me dije que; ciertamente, si podían cocerse en trozos también podrían hacerlo enteros.

 

Este hecho me llevó a estudiar cómo disponer el fuego para cocer algunos cacharros de barro. No tenía idea de cómo fabricar un horno como los que usan los alfareros, ni de esmaltar los cacharros con plomo, aunque tenía algo de plomo para hacerlo. Apilé tres ollas grandes y dos cacharros, unos encima de los otros, y dispuse las brasas a su alrededor, dejando un montón de ascuas debajo. Alimenté el fuego con leña, que coloqué en la parte de afuera y sobre la pila, hasta que los cacharros se pusieron al rojo vivo sin llegar a romperse. Cuando estuvieron claramente rojos, los dejé en la lumbre durante cinco o seis horas, hasta que me di cuenta de que uno de ellos no se quebraba pero sí se derretía, porque la arena que había mezclado con el barro se fundía por la violencia del calor, y se habría convertido en vidrio de haberlo dejado allí. Disminuí gradualmente el fuego hasta que el rojo de los cacharros se volvió más tenue y me quedé observándolos toda la noche para que el fuego no se apagara demasiado aprisa. A la mañana siguiente, tenía tres buenas ollitas, si bien no muy hermosas, y dos vasijas, tan resistentes como podría desearse, una de las cuales estaba perfectamente esmaltada por la fundición de la arena.

 

No tengo que decir que después de este experimento, no volví a necesitar ningún cacharro de barro que no pudiera hacerme. Mas debo decir que en cuanto a la forma, no se diferenciaban mucho unos de otros, como es de suponerse, ya que los hacía del mismo modo que los niños hacen sus tortas de arcilla o que las mujeres, que nunca han aprendido a hacer masa, hornean sus pasteles.

 

Jamás hubo alegría tan grande por algo tan insignificante, como la que sentí cuando vi que había hecho un cacharro de arcilla resistente al fuego. Apenas tuve paciencia para esperar a que se enfriara y volví a colocarlo en el fuego, esta vez, lleno de agua, para hervir un trozo de carne, lo que logré admirablemente. Luego, con un poco de cabra, me hice un caldo muy sabroso y solo me habría hecho falta un poco de avena y algunos otros ingredientes para que quedara tan sabroso como lo hubiera deseado.


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