[Buenos Aires, 29 de noviembre de 1922 - La Cumbre, 24 de noviembre de 2015]
Aunque busqué denodadamente en mi memoria el día exacto en que conocí a Miguel Ocampo, el inconsciente me traicionó y no pude encontrarlo. Tal vez, porque creo que lo conocía desde siempre.
Hace muchos años, Miguel aparecía en las mañanas en nuestra pequeña oficina, no solo para saludarnos sino para comprobar con cierta curiosidad, si yo estaba pintando. Con mi delantal manchado le abría la puerta con temor reverencial, dispuesta únicamente a escucharlo. Sabía cuando algo no le gustaba demasiado, pero jamás me criticó. Enseñaba sin juzgar, conversando, partiendo de algo que lo había impresionado y tratando de participar en mi juego creativo.
Yo era muy joven. No me daba cuenta que un artista inmenso me estaba visitando. Todo lo hacía fácil, alegre, descontracturado, con la sencillez de los grandes, con el mismo buen humor permanente. Los temas eran infinitos, desde la política, hasta sus proyectos y mis ilusiones.
Tampoco podría describir cómo surgió esta amistad de lazos muy profundos que solamente se interrumpió con su desaparición física.
La Cumbre se había insertado en su vida de manera completa. Había visto todo. Vivió en Roma, en París, en New York. Supe por él mismo que cuando dejaba sus obligaciones consulares, se escabullía en improvisados talleres para pintar aunque fuera durante dos horas. Su madre lo había impulsado a seguir esta vocación, y el mandato perduró de por vida en su espíritu.
«Hay que dibujar todos los días… Es la única manera de consolidar los espacios y las formas», me repetía hasta el cansancio. Si bien el manejo de la luz fue su motor, me pidió que nunca dejara el dibujo. Era su eje, su estructura. Desde sus comienzos en el arte abstracto, la línea conductora fue siempre la misma. Podemos ver en las pampas cordobesas la misma esencia que en las abstracciones líricas de los sesenta, o en los refinados y audaces desnudos de New York.
Miguel Ocampo en Nueva York, delante de sus pinturas. Archivo Miguel Ocampo.
Fue respetuoso y metódico con cada una de las series que realizó con absoluta coherencia, sabiendo que dejaba su impronta en cada cuadro. Primero fueron las enseñanzas de André Lothe, luego el obligado paso por el arte concreto que lo llevó hasta un punto en el que necesitaba abrir las formas y desembocar en los grafismos líricos de París. Allí se entremezclan las formas en líneas discontinuas que encuentran su eje en asordinados estallidos multicolores. Cuadros inmensos donde el color nos embriaga para envolvernos en sutilezas nunca imaginadas.
Piero della Francesca lo deslumbra en Florencia durante su juventud. Sus árboles le revelan algo indescriptible: allí estaba la verdad revelada. Estos paisajes suaves se transformarán más tarde en las curvas ondulantes de los cuerpos femeninos aparentemente inacabados, plenos de sensualidad y erotismo contenidos. No deja nada al azar.
En algún momento llegó La Cumbre. Y con ella, se arremolinan las visiones y los paisajes. Solo existe la sabia naturaleza que le enseñaba todo. Lo envolvían los vientos, las luces, los atardeceres, las humedades, la soledad en compañía.
Y allí fui a visitarlo por primera vez. Llegar a su casa era algo mágico. En medio de un jardín inglés creado por Susy, su ángel guardián, se encontraban en lo alto, el hogar y el taller. Primero un patio invadido de perfumes, luego la escalerita que conducía al ascético espacio donde Miguel producía sus milagros. Brochas, papeles, telas, acrílicos y un secreto jamás revelado sobre las veladuras que lo identificaban al instante. Todo se encontraba en un misterioso caos ordenado. Mientras lo visitaba no pintaba. Me llevó a la mágica trastienda donde iba abriendo humildemente las planeras de las cuales emergían dibujos inhallables. Una vida resumida en papeles. Mi admiración era silenciosa. Escucharlo era fascinante. Todo tenía un sentido. Y todo culminaba en el mismo principio donde se había iniciado. El eje eterno, la coherencia exacta, la sensibilidad contenida, el refinamiento viril.
Volví varias veces a La Cumbre. La idea de la «Sala Miguel Ocampo» como se denominó el comienzo de lo que hoy es el Museo homónimo, fue gestada en Buenos Aires en una servilleta de papel que aún atesoro, y que luego se hizo realidad sin diferencias. Miguel siempre fue el mismo. Para todo. Quiso conservar su pintura en las paredes soñadas que hoy la contienen.
Sala de exhibición con sus pinturas en el Museo Ocampo, en La Cumbre, Córdoba. Gentileza Museo Ocampo.
No quiso aventurarse demasiado al principio. Se dejó llevar por la intuición y sus deseos firmes. Tenía todo en su mente y en la «bitácora», un pequeño cuaderno manuscrito que resumía, sin planillas computarizadas, su historia de artista. Recuerdo la caligrafía de arquitecto, invariable, como su actitud frente a la vida y a su inmensa producción artística.
Inauguró la Sala para los vecinos, para su gente y para cualquiera que quisiera acercarse a ver su obra. Este momento fue tan importante como la retrospectiva que se realizó en el Centro Cultural Recoleta entre agosto y septiembre de 1997, para conmemorar sus cincuenta años con la pintura. En ese espacio algunos lo descubrieron, muchos más lo revalorizaron, y la mayoría disfrutó de una de las muestras más bellas que se hicieron en Buenos Aires. Miguel estaba más sorprendido que nadie. Con la misma paz interior con la que vivía, disfrutó con el éxito sin apropiárselo, casi como si no fuera el protagonista. Allí el público tomó conciencia de la magnitud de su talento.
Cuando Miguel cumplió noventa años, me permitió hacerle una entrevista en La Cumbre. Yo no soy periodista. Solo era su amiga, su discípula.
Llovía esa tarde de noviembre. Sentados en su taller, con la mayor generosidad, respondió a mis preguntas. Puedo rescatar algunas frases que quedaron grabadas en mi memoria:
«Yo veo en mis muestras, los resultados de un testimonio sincero, de una coherencia que marcó siempre mi camino en la pintura».
«La arquitectura influye mucho en mi orden interno. Pero mi pintura no es solo racional, responde a una intencionalidad, a un camino a recorrer, una dirección, un deseo informal. Una meta que no sé a dónde me lleva».
«Desde los siete años sabía que quería ser pintor. Es una vocación profunda, no adquirida. No fue una simple elección, sabía que no podía dejar de pintar».
«Hay dos formas de pintar. Una cuando queremos concretar una imagen borrosa que podemos tener en la cabeza, y la otra, que se conforma entre el diálogo real de tu capacidad creativa y el resultado final que se logra mientras estás pintando. A veces coincide con la idea inicial. Otras veces, lo que lograste es diferente pero superador. No te has dejado llevar por la imagen sino por lo que tenés entre manos».
«Lo abstracto y lo figurativo, siempre funcionaron bien. Mi formación geométrica me hace ver esa rama que asoma por la ventana, como una línea recta con curvas. Todo lo sintetizo en formas geométricas».
«De todas las ciudades donde viví tomé algo, pero tal vez las traduje de manera inconsciente, libremente. Siempre se reciben influencias de corrientes diversas, pero creo que los resultados son individuales».
«Me considero absolutamente un pintor visual. Lo que todos ven, es lo que yo veo. La teoría existe, pero la experiencia pictórica nace con la mirada, con la observación. La teoría es inevitable, ayuda, pero es solo un soporte del libre resultado».
«Lo urbano no aparece en mi costado figurativo porque siempre me han interesado el paisaje y la figura, que son esencialmente creaciones naturales».
«Un cuadro no es una casualidad. Va surgiendo de una idea inicial, y puede ser que la pasión esté en la manera de lograrlo. Yo he sido siempre fiel a mí mismo. No copio. Solo pinto. Además, hay que aprender de los propios errores, y de los vaivenes que surgen a lo largo de la creación».
«La Cumbre: Lo fundamental fue vivirla y no visitarla. Aprendí a conocer su naturaleza, los cambios climáticos, y yo me he sentido parte de esos fenómenos. YO SOY MI PINTURA».
Nadie podría agregar una sola palabra más a estas definiciones precisas y auténticas. Solo basta adentrarse en sus obras para comprobar que todo lo antedicho es absolutamente así. Dejarse envolver en los suaves ritmos de su pintura, es retornar a la esencia más pura de las cosas. Es seguir creyendo que la belleza supera cualquier barrera si emerge del alma incontaminada de un artista genuino.
Volví por última vez a La Cumbre cuando Miguel había dejado físicamente este mundo. Sin embargo, él estaba entre las piedras, los verdes y los aromas de su jardín. Y vuelve siempre. Con el ejemplo, con el talento que perdura en el tiempo, con la coherencia de un formidable camino recorrido.
Ser su amiga ha sido un inmenso regalo. Cuando la tela blanca me quiere demoler, pienso en sus consejos, y el miedo se va desvaneciendo. «No me olvido de dibujar, Miguel …»
Desde el lugar en el que se encuentre, seguramente me estará custodiando.
Noviembre de 2014.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios
Uno de sus desnudos, de 1992. Gentileza Museo Miguel Ocampo.