El reptil de la calle Greifenhagener

El cine Cocodrilo y su público previo a ingresar ante una próxima función. Fotografía: Gentileza www.jugendkulturkarte.berlin/



Manuel Rößler mira la cámara, de pie, en un alto en su tarea de clasificación de los “tesoros” reunidos en décadas de trabajo y búsqueda.



Antiguas y viejas herramientas, en su mayoría de hierro forjado, de la colección de Manuel Rößler.



Irina Podgorny

(Quilmes, Argentina, 1963).


Historiadora de la ciencia. Doctora en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata, Argentina). Investigadora Principal del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata. Profesora Invitada en universidades y otras instituciones nacionales e internacionales. Presidente de la Earth Science History Society (2019-2020), desde 2021 es miembro del Consejo de la History of Science Society (HSS), donde está a cargo de su comité de Reuniones y Congresos.


Autora de numerosos libros, este año publicó Florentino Ameghino y Hermanos. Empresa argentina de paleontología ilimitada (Edhasa, Buenos Aires, 2021) y Los Argentinos vienen de los peces. Ensayo de filogenia nacional (Beatriz Viterbo, 2021). Sus artículos se han publicado entre otras revistas en Osiris, Science in Context, Redes, Asclepio, Trabajos de Prehistoria, Journal of Spanish Cultural Studies, British Journal for the History of Science, Nuncius, Studies in History and Philosophy of Biological and Biomedical Sciences, Museum History Journal, Journal of Global History, Revista Hispánica Moderna, etc.


Asidua colaboradora de la Revista Ñ, dirige la Colección "Historia de la ciencia" en la editorial Prohistoria de Rosario, donde en 2016 se publicó el Diccionario Histórico de las Ciencias de la Tierra en la Argentina, gracias a un proyecto de divulgación científica del CONICET.


Sus publicaciones pueden consultarse: AQUÍ


Por Irina Podgorny *

La planta baja del número 32 de la calle Greifenhagener en el barrio de Prenzlauer-Berg de la ciudad de Berlín alberga una sala cuyo programa está dedicado al cine hecho en el Este o, dicho de otra manera, en los antiguos bloques comunistas, en esa enormidad que se abre en Berlín oriental y atraviesa los Urales y el desierto de Gobi hasta llegar al Pacífico. Un cine surgido de un mundo donde las fronteras y el futuro se cierran y se abren a cada paso, un espacio atravesado por las guerras y la desconfianza frente al porvenir y los gobiernos del país de al lado.


El cine está situado en el centro de Berlín Oriental y se ancla en un mundo de imágenes, pensamientos, autores y prácticas tomadas del siglo XX y de una sociabilidad no digital, lenta, reunida en torno a la mesa que, un par de veces al mes, se sirve en el foyer, con huevos rellenos, hechos en casa, agasajando la presencia de los directores invitados a conversar con los asistentes que no siempre se repiten. Entre otros, se acercan Jeanine Meerapfel y Völker Köpp, vecinos de la zona, pero también directores más jóvenes. Algunos debutan comercialmente en esta sala, inaugurada en 1912 como “Lichtspielhaus” y con 242 lugares pero que, en 2004, luego de un período de abandono, se transformó en el “Kino Krokodil”- el cine Cocodrilo- con apenas 99 asientos. Una sala chica, atendida por sus dueños, Gabriel Hageni y Debora Fiora quienes, al abrirlo, decidieron concentrarse en la producción rusa para luego, en 2008, ampliarla a Europa del Este. También se pasa cine de China y de otros países asiáticos.


Debora Fiora nació en Italia en 1978. Estudió ruso, alemán y polaco, especializándose en prosa contemporánea y traducción literaria en la Universidad de Turín. Luego continuó en el Instituto de Europa del Este de la Universidad Libre de Berlín, con un trabajo de maestría sobre las formas híbridas de largometraje analizando el falso documental ruso "Los primeros en la Luna" (2005) de Aleksey Fedorchenko. Gabriel Hageni, por su parte, nació en Sajonia, RDA, en 1972, estudió historia del arte y trabajó en diversas partes de Rusia, desde Kaliningrado a una colonia de artistas cerca de Veliki Nóvgorod. Regresó a Berlín donde estudió en el mismo instituto que su mujer. Juntos manejan el Cocodrilo que así se llama porque, del techo del vestíbulo, pende un cocodrilo azul, sintético, atado del cielorraso como en los viejos gabinetes de curiosidades. Es el regalo de un artista amigo que, al mudarse, buscaba casa para su cuadrúpedo y, en esas vueltas de las cosas, terminó dándole nombre al cine ya que era una palabra fácil de pronunciar en cualquiera de los idiomas que se hablan por el barrio- aunque a nosotros, los de lengua castellana, el lugar de la “r” nos desoriente.


En ese número de la calle Greifenhagener, todo empieza bajo el cocodrilo: a la derecha está la boletería que también es un bar, una barra, un despacho de bebidas donde se vende vodka y té a la rusa, es decir en vaso de vidrio. Y en la sala, entre las butacas, hay varias mesitas intercaladas para que las botellas reposen mientras se mira la película. 


A veces, en la recepción, en el lugar de la mesa, se hacen exposiciones, como la dedicada a Laika, una muestra en la cual, desde una vitrina, saludaba el cráneo amordazado de vaya a saber qué perro. Iba acompañado de folletos y documentos, todo en ocasión de la proyección de Space dogs, (2019) una película austro-alemana sobre el presunto fantasma de la primera viajera muerta en el espacio exterior.


El cocodrilo sintético pende del cielorraso; a la derecha, las antiguas herramientas exhibidas. Fotografía: gentileza www.kinokompendium.de 


Más recientemente, el vestíbulo albergó otra exposición dedicada a la colección de instrumentos agrícolas hecha por Manuel Rößler, miembro honorario de los amigos del Cocodrilo, nacido en Berlín oriental en 1957, donde hizo su Abitur en una escuela equivalente a un industrial con orientación en construcciones. Trabajó en una planta de hormigón armado, seguido del servicio militar, luego empleado como leñador y en otras tareas forestales.  Estudió filosofía en Jena, estuvo encargado de un club para la juventud para dedicarse por varios años a la museología en el Institut für Museumswesen (1954-2001), así como al estudio de la pre y protohistoria.  Luego de la caída del Muro y la disolución de las instituciones de Alemania del Este, Rößler, con un amigo, decidieron dedicarse a coleccionar, a desollar techos, a desmontar puertas y ventanas. A fin de cuentas, la arqueología es eso, el camino inverso a la construcción.  Con los resultados, abrieron un negocio cerca de Bernau, donde, por más de 30 años, encauzaría todos sus intereses: “Historische-bauwerkstucke” (Elementos de construcción históricos). Rößler, además, escribe poesía, en parte con esas cosas improbables surgidas, no podía ser de otro modo, de los vertederos de la historia. Revolviendo en las chatarrerías y en los caseríos abandonados de las zonas rurales de Alemania oriental, supo aprovechar cualquier oportunidad que se le presentaba para recolectar esas herramientas que consideradas superfluas, fueron descartadas del uso y en 2023 se exhiben en el Krokodil. Entre ellas, hachas pequeñas, hachas de tala, rastrillos, picos, picos de hielo, hoces, azadas, guadañas, cosechadores y cuchillos para remolachas, morteros. Un total de 4500 objetos, 8 toneladas de material juntadas a lo largo de 40 años de devoción a estas cosas.


Detalle de la exposición de herramientas donadas por Manuel Rößler al museo Altranft, en la ciudad de Bad Freienwalde en Oderbruch, Alemania. Exhibición realizada en el “Kino Krokodil”- el cine Cocodrilo-. de Berlín.


«Se me ocurrió hacer una exposición- dice Gabriel Hagerli- cuando visité a Manuel Rößler, que acababa de dejar su empresa. El gran salón, que alguna vez tuvo cientos o incluso miles de puertas históricas, ya estaba despejado. Muchos de esos objetos, algunos de los cuales sumaban varios cientos de años, tenían un alto valor histórico o estético, lo que contrastaba con los precios del mercado. Era más una colección o un gabinete de curiosidades administrado por su custodio, mientras que la competencia vendía la chapa corrugada oxidada, producida industrialmente, por unos 80 euros el metro cuadrado. Así funciona el mercado: los bares y las discotecas del centro de la ciudad ahora buscan “encanto industrial” como decoración. No se trata de la historia, sino de la apariencia y, si es necesario, los objetos son envejecidos artificialmente. Manuel tuvo que desprenderse de muchas cosas y encontrar un espacio para su colección de objetos de hierro forjado. Me invitó a verlos. Vi pájaros colgando de los ganchos, y así los colgué flotando en el vestíbulo. También construí la conexión con el cine, quizá exagerando un poco pero allí están».


La colección Rößler forma ahora parte del patrimonio del Museo Altranft, en la ciudad de Bad Freienwalde en Oderbruch, un paraje en el río Oder en Brandenburg, en el este de Alemania y en la frontera con Polonia. Se trata de una zona inundable que empezó a utilizarse a mediados del siglo XVIII mediante la construcción de diques y canales que acelerarían la velocidad de flujo del río, desecando una extensa superficie, desde entonces aprovechable para la agricultura. La zona fue productora de azúcar de allí la especialización de las herramientas para lidiar con las remolachas.


La historia de Altranft 


La sede del museo comenzó con un pueblo de pescadores. En el siglo XIV, se convirtió en un caserío agrícola y ha sido propiedad de cinco familias. Durante la República Democrática Alemana, Altranft fue uno de los primeros pueblos en los que se fundó una cooperativa de producción, convirtiéndose en un pueblo museo ya en la década de 1980. En el marco del programa TRAFO -modelos para la cultura en transición-, fue transformado en un taller de cultura rural, un museo del desarrollo de la cultura regional. Allí se presenta el sistema hídrico del Oder, la topografía del Oderbruch y el sistema de zanjas y canales que, con más de 1.000 km de largo, está compuesto por represas y estaciones de bombeo. Las ocho toneladas de Rößler incorporadas al museo todavía no se exhiben por lo que las piezas del Krokodil son una primicia y, de alguna manera, una provocación: el museo de la vida rural parece su destino natural, entonces ¿qué hacen en un cine de la capital alemana?


La exposición llevaba por título “¿Qué era el cine?”, una pregunta en pasado que remite a las reflexiones del siglo XX pero que se responden con el vocabulario anterior a la invención del cinematógrafo: El vestíbulo de la sala quiere ser usado como un “mundo nuevo”, un titirimundi o un pantoscopio, una referencia a esa caja de madera más o menos grande, con un visor con forma de ventanilla o agujero que contenía un cosmorama portátil o una colección de figuras de movimiento y se llevaba por las calles para diversión de la gente.


La segunda pregunta que plantea la muestra remite a los objetos exhibidos, en qué sentido son cinematográficos: la respuesta Hagerli dice que puede ser un poco forzada pero, en realidad, parece tomada de un manual de arqueología y de las teorías de los historiadores de los medios alemanes. Las herramientas llevan grabadas las huellas del movimiento y del trabajo de los hombres del pasado y, en este sentido, son otro medio del registro del devenir de las cosas. El cine, a fin de cuentas, empieza como registro del trabajo humano.


Pero ¿por qué la gente va al cine? El cocodrilo colgando tiene la respuesta. Está allí por casualidad, pero no deja de ser una cita del pasado, de cuando los museos eran espacios pequeños, situados entre lo público y lo privado, a los que la gente llegaba a conversar sobre los objetos que allí se exhibían y a pensar sobre la naturaleza, la filosofía de las cosas.


¿Qué es el cine? ¿Qué es un museo? – se preguntan Debora Fiora y Gabriel Hagerli, recordándonos que el Krokodil, sin dudas, es un espacio donde esas cuestiones todavía pueden plantearse sabiendo que la respuesta quedará flotando en la frontera del mañana.


Con un agradecimiento a Gabriel Hagerli por su ayuda con las fotos y parte de los textos.


* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios


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