En el mundo del turismo, el valle del Loira equivale a un conjunto de castillos situados en el curso medio y bajo del río. Nadie se pone de acuerdo en cuántos son, pero lo cierto es que, en la Edad Media, en la antigua provincia de Anjou y en el extinguido condado de Tours, se construyó una serie de ciudadelas amuralladas, dispuestas para defenderse de las invasiones que estaban a la orden del día. Ya en el Renacimiento, las fortalezas serían transformadas en residencias palaciegas perdiendo sus fosos y adornándose con jardines y flores. Así, con esa forma renacentista, llegaron al ojo del viajero y de los cineastas del siglo XX no sin antes sufrir varias remodelaciones, como mudanzas de función y propietario. Se sabe: la administración del patrimonio y de la industria cultural crea monumentos sólidos y continuidades allí donde solo hubo cenizas, ruptura, venta, abandono o destrucción. Nada del pasado sobrevive. Los originales, no existen. Y aquello que hoy parece antiguo o enraizado en el tiempo ancestral, pudo haber sido hecho ayer. Basta con un paseo por el castillo de Angers y la lectura de los paneles que explican su arquitectura y arqueología para constatar que los torreones han perdido sus techados y, que luego de haber sido usado como arsenal del ejército nazi, fue reconstruido para, entre otras cosas, albergar el tapiz del apocalipsis, originalmente expuesto en la catedral de la ciudad. A fin de cuentas, nada está donde alguna vez estuvo ni es como parece haber sido. O, dicho de otro modo, bastante con que esté y sobreviva gracias a las capas que solidificaron su historia.
Al lado de los castillos, los dólmenes y los menhires pueblan la región, un testimonio más de algo que ya no es. Sirven como objetos de estudio, pero también para refugiarse de la lluvia, hacer picnic o saltar desde lo alto de las piedras. En un pasado no muy distante se usaron para guardar ganado o como la base para discutir las teorías sobre su función en la prehistoria, una disciplina que, en parte, nació con ellos. También están quienes los siguen utilizando para sus ritos druídicos que más de uno proclama haber recibido como herencia, ocultando el precio que pagó por el libro de antropología donde aprendió esos ritos tragados por la historia sin palabras.
Sin embargo, uno de los espacios más conspicuos y característico de la región son los trogloditas, un término que, lejos de referirse al pueblo de la antigüedad, ese que los personajes de Borges visitaron en El inmortal, nombra a las cuevas de la región, que se vanagloria de ser la que cuenta con su mayor concentración en Francia. Se trata de una enorme cantidad de pasadizos, galerías y agujeros que han dejado las canteras donde se explotaba la piedra caliza utilizada para la construcción.
La región, que hasta hace unos noventa millones de años estaba cubierta por un mar, hasta el siglo XX fue la fuente de creta o tuffeau, una caliza clara, casi blanca, formada por la sedimentación y cementación de los restos de ese mar. Se la utilizaba en bloques para construir las viviendas, los castillos, las iglesias y los edificios públicos en las cercanías de las canteras y, gracias al río, en otras ciudades como se ve en la catedral de Nantes (S. XV-XVI) y en la sede parlamentaria de Bretaña, en Rennes (S. XVII). Cristina Oghina-Pavie, la historiadora franco-rumana de la Universidad de Angers que vive en dicha ciudad desde hace más de treinta años, todavía se maravilla con esas construcciones blancas que, gracias a la mica, reflejan el dorado del sol. Las cretas de menor calidad, por otro lado, se usaban para la fabricación de cal por calcinación con la que luego se preparaba el mortero y, en el siglo XIX, para disminuir la acidez de los suelos agrícolas y, así, mejorar su productividad.
Por otro, lado, la calcarenita bioclástica o coquinoide, llamada localmente falun o grison, es una roca sedimentaria originada en el Mioceno medio, hace unos doce millones de años, cuando el territorio volvió a cubrirse por el mar y los depósitos de las valvas de moluscos empezaron a formar los estratos de dichas rocas. Esta caliza se usó del mismo modo que la creta de baja calidad pero, antes, entre el siglo V y VIII, en la época merovingia, fue el material elegido para la confección de sarcófagos en piedra exportados a todo el oeste francés.
En el siglo XX, ambos tipos de caliza desaparecieron del mercado de materiales: como las casas ya no se construían en piedra y los suelos se trataban con químicos, su explotación dejó de ser rentable. En la década de 1960, muchas de estas galerías se transformaron en espacios de cultivo de hongos para la alimentación pero, en realidad, aún antes del cierre generalizado de las canteras, los pasadizos abandonados se habían integrado a la vida de los campesinos de la región: en el siglo XIX las cuevas se transformaron en la vivienda semisubterránea de una población rural, a quienes se llamó trogloditas, un término que se origina en el latín y en el griego para referirse al que habita o penetra en los agujeros, a todo ser vertebrado o invertebrado que vive en las cavernas, en un refugio cavado en las rocas, en los acantilados o en las grutas naturales de manera permanente o estacional. De este manera, el término utilizado por los antiguos para designar a diversas tribus bárbaras del Viejo Mundo –del Danubio, el Cáucaso y el África, desde Libia al Mar Rojo- empezó a designar a los campesinos del valle de la Loira que armaron sus vidas en los restos de la explotación de las rocas de la región.
Esta historia se reconstruye en el Museo Troglodita instalado en el pueblo “troglo” de Rochemenier, entre el valle del Loira y la costa Atlántica. Allí, en 1967, Émile Bréton, Florentin Révault y Georges Courant, tres habitantes de la zona, decidieron armar un “museo campesino” aprovechando dos de las antiguas granjas subterráneas de las 40 existentes. Una de ellas, en uso hasta 1900, la otra habitada hasta 1962 por familias dedicadas a la vid, a la producción de vino y a la cría doméstica de cabras y ovejas. Cada granja tenía entre 5 y 10 hectáreas de tierra, de las cuales un tercio se dedicaba a las viñas mientras el vino resultante se guardaba en toneles que se disponían en las cuevas. En el museo también se indican los agujeros horadados en la roca para iluminar los interiores de las viviendas, para la instalación de chimeneas o para asegurar la provisión de agua a través de pozos. Las fotos, los espacios amoblados y los objetos de la vida cotidiana revelan cómo estos campesinos supieron aprovechar los espacios creados por una actividad luego abandonada. La roca, para ellos, brindaba las condiciones ideales para la vivienda y la producción: una temperatura constante, un rango de humedad aceptable y la protección frente a los incendios de los bosques. Las postales que se exhiben detallan que, desde el siglo XIX, la vida subterránea del valle del Loira se instaló como uno de sus atractivos turísticos, pero, como revela el nombre del museo establecido en 1967, formando parte de la historia y presente de los campesinos y de los obreros rurales.
Hoy integran el circuito “troglo”, otra demostración que la mala costumbre de cortar las palabras no tiene patria y que ha transformado a las antiguas canteras en un itinerario de degustación de los productos de la zona. El mismo incluye un “bistroglo”, así como varias bodegas, hoteles, restaurantes, boutiques, el museo del champiñón, una trogloteca y “El misterio de los Falun”, una instalación digital que en los pasadizos de Doué-la-Fontaine, recorre los 10 millones de años de la historia de estas rocas. Pero no todo es negocio en el valle del Loira: las canteras o, mejor dicho, los restos de ellas están integradas a la arquitectura local. Muchas casas las usan como garaje o depósito, cerrados con un portón y al costado de la vivienda principal. Es cuestión de viajar con los ojos bien abiertos, porque donde uno menos lo espera, salta un troglodita.
Sí, el valle de la Loira es mucho más que castillos de Piel de Asno, peras angevinas o viñedos. Como todos los paisajes de nuestro planeta, es una composición de restos y trabajos de épocas diferentes y de una historia tejida por este río navegable y temperamental a quien el valle le debe su fertilidad y su atractivo económico desde la prehistoria. Un río que crece, se desborda e inunda los terrenos agrícolas y los poblados plantados en sus orillas. Pero eso es otra historia que, Hilario mediante, llegará antes de fin de año o, quizás, el que viene.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios
Agradecemos la información brindada por Silvia Ametrano y Luis Spalletti, geólogos de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de La Plata.