«El hecho de conseguir las firmas de las personas que uno admira, sea porque sobresalen en campos intelectuales, científicos, artísticos o deportivos que uno transita como amateur, sea simplemente porque poseen habilidades que uno no tiene, implica algo así como lograr para uno mismo un trazo irrepetible, trozo de esa persona también irrepetible, reliquia mínima que nos la conserva firme en la memoria y nos religa para siempre con ella». Así escribía yo, a propósito de la colección de autógrafos musicales –de música ´clásica´, aclaro para no despertar falsas expectativas- que estaba armando desde mis años de juventud y que siguió creciendo y diversificándose hasta hoy, y que ahora presento, especialmente revisitada, para los lectores de Hilario.
El concepto de «cazador de autógrafos» puede resultar algo superficial y volátil, lo admito, pero creo que en este caso el resultado ha ido creciendo más allá de lo personal hasta transformarse en un registro documental de la intensa actividad que desplegaron los protagonistas musicales –compositores, directores, instrumentistas, cantantes, incluso orquestas y conjuntos varios– en nuestro país y en el mundo [1]. Porque el catálogo no se limita a los músicos que nos visitaron sino que incluye a muchos otros, de primer nivel, que no lo hicieron [2]. Con el agregado de que buena parte de la colección consta de dibujos y acuarelas hechos expresamente por el suscripto para soporte del autógrafo respectivo, y muchos de ellos realizados como justificable excusa para abordar personalmente al artista, prolongar una entrevista, ampliar una dedicatoria o simplemente registrar la huella de un concierto o una ópera determinada.
Algunos ejemplos significativos de esto sucedieron con los prestigiosos compositores que a partir de 1964 dictaron seminarios y cursos en los años heroicos del recordado Instituto Di Tella donde, encolumnadas junto a tiras verticales que hice con grafismos musicales más o menos abstractos, pude reunir las firmas y algunos compases de Malipiero, Olivier Messiaen, Aaron Copland, Penderecki, Maderna, Luigi Nono, Pierre Boulez y Philip Glass, entre otros. También durante esos años (básicamente de 1958 a 1975), y a lo largo de muchos intervalos en los conciertos de los lunes en el Teatro Colón, logré reunir en un único pergamino –en realidad una simple hoja de papel, sucesivamente enrollada y desenrollada– las firmas de 44 notables compositores argentinos, desde Josué Wilkes y Pascual de Rogatis hasta Gandini y Piazzolla, pasando por Caamaño, Gianneo, Ginastera, Hilda Dianda, los hermanos Castro y varios más. Documentos que conservan la huella de los famosos protagonistas de entonces y el recuerdo que nos han dejado de esas épocas opíparas para la creación musical argentina.
Pero regresemos al principio de mi osado coleccionismo, iniciado varios años antes de estas incursiones juveniles, ya conscientes. En realidad, todo comenzó en 1951, cuando apenas había cumplido once años; alentado por los contactos de mi profesora de piano y contando con la inesperada complicidad de un conserje del Plaza Hotel, conseguí en una misma mañana los autógrafos de Beniamino Gigli, Wilhelm Backhaus y Arturo Rubinstein. No conocía más que sus nombres, pero ir cada lunes con mi padre a los conciertos de la Wagneriana y los miércoles (¡vespertinos!) con mi madre a las óperas del Colón –más lo que aportaban musicalmente en casa los discos de pasta y mis clases de piano– resultó definitorio para abrir mis oídos a la música, conocer a sus intérpretes y empezar a llenar una flamante libretita de hule con sus firmas semanales.
Luego, en los primeros años sesenta, me esforcé en enviar por correo retratos en tinta china y aguada a celebrados artistas que nunca vinieron o hacía mucho que no nos visitaban, como Hans Knappertsbuch, von Karajan, Charles Munch, Georg Solti, sir John Barbirolli, Alfred Cortot, Gyorgy Cziffra, Lotte Lehmann, Peter Pears, la Schwarzkopf, Antonio Janigro, Andrés Segovia, etc. (Siempre trato de olvidar a los que nunca me contestaron...) Un caso especial sucedió con Glenn Gould, el genial y excéntrico pianista canadiense que me remitió su autógrafo junto con una misiva muy amable, en la que me pedía una copia del dibujo para conservarla para su placer personal (pedido que por supuesto me apresuré a cumplir).
Otro recuerdo especial conservo de sir Thomas Beecham, en la única visita que hizo a Buenos Aires, en 1958. Conociendo su ácido humor inglés y su aversión a los cazadores de autógrafos, preparé una trabajosa lámina de retratos suyos (¡nada menos que nueve rostros!) dibujados con tinta china y escarbadientes. Al final de su ensayo para su único concierto mozartiano en el Coliseo, avancé apretando los dientes y sin dudar hasta el podio y lo encaré de frente, con la lámina desplegada. Parpadeó, se asombró y me preguntó con qué técnica lo había dibujado: alcancé a contestarle “with black ink” pero me faltó la traducción de ´escarbadientes´ y sólo atiné a imitar la acción de mondar. Se rió, y a su firma añadió “¡bravo!”.
Mi catálogo incluye también el plantel completo de dos orquestas sinfónicas –la Hallé de Manchester, que vino aquí con la batuta de Stanislaw Skrowaczewski en 1992– y, treinta años antes, una cartulina con la firma de los integrantes de la recordada (y lamentablemente desaparecida) OSLRA que tenía sede en la Facultad de Derecho, conjuntos de un capítulo de la colección que se nutre con dos o tres decenas de los más famosos tríos, cuartetos, quintetos, coros y cameratas que pasaron por nuestro país.
Una frecuente asistencia a espectáculos musicales (después de estudios, cursos y actividad como coreuta, desde principios de los setenta había debutado como crítico musical), la atención a mi actividad primaria de arquitecto y docente universitario y el crecimiento de mis responsabilidades familiares –ya teníamos cuatro hijos que atender– me indujo a simplificar mis producciones autografiables y hacerlas más estandarizadas. Así fue como introduje el modelo acuarelado de mano y batuta para directores de orquesta (al principio fueron dos manos, inauguradas por el director negro Dean Dixon, pero luego suprimí la izquierda para las más de treinta que siguieron), las ´manchas´ de partituras sobre pentagramas o síntesis varias para compositores, siluetas de un piano abierto para pianistas y diferentes esquemas pensados para otros instrumentistas. En uno u otro de estos ítems figuran los compositores Paul Hindemith, Darius Milhaud, Werner Henze, Witold Lutoslawski, William Walton y Luciano Berio, los directores Daniel Barenboim, Zubin Mehta, Previtali, Baudo, Leitner, Karl Richter, Kurt Masur y Riccardo Muti, pianistas como Bruno Gelber y Horacio Lavandera, Geza Anda y Magaloff, Ingrid Haebler y Rosalyn Tureck, los violinistas David Oistraj, Pinchas Zukerman, Shlomo Mintz y Gidon Kremer, cellistas como Pablo Casals y Janos Starker, laudistas y guitarristas como Narciso Yepes, Andrés Segovia o Giuseppe Anedda, etc.
Unas pocas caricaturas reflejan asimismo ciertas oportunidades puntuales en que pude contactar y conocer artistas, sea por mis pasajeras actividades como entrevistador en televisión (1979/82), algún desempeño como coreuta en obras sinfónico-corales –Sinfonía “Fausto” de Liszt, con Alexander Szenkar, Requiem, de Mozart, con Rodríguez Fauré– o asistiendo a recitales y a ocasionales encuentros sociales. Entre otros, recuerdo a Enrique Mono Villegas, que caricaturicé durante uno de sus expansivos recitales, a Lorin Maazel, sorprendido en plena conferencia de prensa, a Menhajem Pressler y John Ogdon dibujados durante un ensayo y a Trevor Pinnock en un encuentro callejero.
Pero debido a mi cercanía cada vez más intensa por la ópera, con inclusión a mi interés por sus aspectos literarios, teatrales y escénicos que rodean a la música, seguí inventando dibujos individuales para las distintas producciones, con intención de dedicarlos a las firmas del elenco responsable de cada una. Así se sucedieron los grandes títulos mozartianos e italianos, la seguidilla wagneriana de los 70/80, las creaciones straussianas que solían acompañar cada temporada, los estrenos locales de “Benvenuto Cellini”, “Rey Roger”, “Katia Kabanova” y “Le grand Macabre” y también –por qué no- varios retratos y orlas individuales para los cantantes más destacados que nos visitaron en las inolvidables temporadas líricas que se dieron entre los 60´s y los 90´s.
Entre los ítems más interesantes figuran dos páginas firmadas que pueden considerarse históricas: la 9ª Sinfonía de Beethoven que dirigió Juan José Castro, recién vuelto de su exilio australiano, para inaugurar la temporada 1958 del Colón, y la “Tosca” de Puccini, que Plácido Domingo y Eva Marton se animaron a interpretar aquí en mayo de 1982, en plena guerra de Malvinas. Dos documentos que veo como nudos que amarran el recuerdo de sendas veladas con los ecos de la historia.
Podría seguir mencionando nombres, firmas y anécdotas de tantos recuerdos, actualmente sumando bastante más de mil objetos que permanecen enmarcados o prensados unos sobre otros, como las capas múltiples de una cebolla. Lo que nació y creció con la pasión de un impulso personal cuya experiencia, reconozco, no puede trasladarse, adquiere sin embargo hoy el valor de conjunto testimonial de una época de muy intenso despliegue musical en nuestro país y conserva la huella escrita de las figuras nacionales e internacionales que fueron sus protagonistas más relevantes.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios
Notas:
1. Incluyo donaciones posteriores –varias familiares, ya que mi bisabuelo paterno, Guglielmo Bellucci, fue un activo músico y director orquestal en el Buenos Aires de entresiglos- que fueron extendiendo los límites cronológicos de la colección hacia las décadas finales del siglo XIX, con tarjetas, fotos y firmas de Puccini, Cilea, Panizza, Charpentier, Franz Lehar, Ignaz Friedman, Rosa Ponselle, Regina Pacini y hasta del arzobispo porteño, monseñor Antonio Espinosa, censurando el “Parsifal” de Vagner (sic).
2. Esto habla de la importancia que tuvo el correo hasta fines del siglo XX para garantizar el envío de huellas escritas (no digitalizadas), algo que las actuales tecnologías de la comunicación han hecho caer en desuso.