Mabel y María Castellano Fotheringham, coleccionistas.

El mundo infantil exhibido en la muestra «Había una vez…» Donación Mabel y Maria Castellano Fotheringham. Museo Fernández Blanco. Fotografía: Mariana Cullen.


Todas sabían coser, y cada una poseía su máquina. Conjunto de Fashion dolls y maquinitas de coser miniatura. Donación María y Mabel Castellano Fotheringham. Museo Fernández Blanco. Fotografía: Mariana Cullen.


La escuela, y el orgullo de vestir el guardapolvo blanco. Kämmer & Reinhardt para Alicia Larguía, Muñeca Marilú, c.1932. Donación María y Mabel Castellano Fotheringham. Museo Fernández Blanco. Fotografía: Mariana Cullen.


María y su madre, María Isabel Fotheringham hacia 1930.


Patricio López Méndez

Licenciado en Historia, jefe técnico y curador principal del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco desde el año 2000. Con anterioridad, fue el responsable del diseño museográfico del Museo Etnográfico Juan Bautista Ambrosetti, Facultad de Filosofía y Letras (UBA), Buenos Aires. Ha diseñado y realizado más de una docena de museos en todo el país, desde su construcción y curaduría de montaje, así como su remodelación parcial o total, entre otros, en el Museo del Hombre y el Mar, Puerto Madryn, Chubut;  el Museo Evita, de Buenos Aires, y el Museo Pueyrredón, la Quinta Los ombúes y el Museo del Juguete dependientes de la Subsecretaría de Cultura de San Isidro. Ha diseñado y curado centenares de exhibiciones tanto en el país como en el extranjero a lo largo de cuatro décadas. Cuenta con múltiples publicaciones de catálogos como autor o coautor.

Ha dictado seminarios sobre museos, curaduría y exposiciones, entre otras instituciones, para el Smithsonian Institute de Washington, USA.


Por Patricio López Méndez *

El abuelo Ignacio Fotheringham, lugarteniente de Roca durante la Conquista del Desierto, había llegado al país desde Southampton por recomendación de sus vecinos argentinos Juan Manuel y Manuelita Rosas. Casado con la cordobesa Adela Ana Ordoñez, se afincó en Río Cuarto. Una de sus hijas, María Isabel, contrajo matrimonio con el abogado y juez Benjamín Castellano, con quien tuvo dos varones y dos niñas. Hasta la llegada de María, la más pequeña de los cuatro hermanos, Mabel fue la consentida de su padre. Tanto es así que, cuando la abuela Adela, presidenta de las damas de beneficencia, organizó en el Teatro Municipal la rifa de una muñeca de celuloide, Benjamín Castellano compró 10 números para que su hija tuviera más chance.

 

El día del evento, Mabel acudió con la ansiedad esperable, rezando porque su abuela sacara del bolillero alguno de sus números. ¡El 12! ¡El 12 era suyo!  Se levantó de la butaca como con un resorte y corrió hacia el escenario al grito de: ¡abuela, es el mío! Fue entonces cuando Mabel recibió su primera lección de honestidad cívica: «No m’hijita, usted no puede ganar, es mi nieta y usted misma va a entregar la muñeca a la nueva ganadora». Y la niña permaneció junto a su abuela, como clavada en el escenario, con los ojos anegados y los puños apretados, viendo que otra pequeña se llevaba su tesoro y se juró a sí misma que «un día, cuando fuera grande, tendría tantas muñecas como para llenar una casa entera y mucho más».


A finales de la década de 1940, cuando murió Benjamín Castellano, la situación económica obligó a su esposa María Isabel Fotheringham a buscar la ayuda de sus hermanas mayores, partiendo con sus hijas a Buenos Aires. Allí dio comienzo su brillante carrera de ceramista, dándole volumen a los más representativos cuadros del arte nacional. Mabel colaboraba a su modo, levantándose en la madrugada para tomar dos colectivos e  ir a la provincia, donde daba clases de dibujo en un colegio del Estado. María, todavía adolescente, tipeaba a máquina aburridas frases comerciales en una oficina cerca de las Galerías Pacifico. A la hora del almuerzo, buscaba consuelo en las vidrieras de los anticuarios.

 

Un día de cobro, con su sueldo en la cartera, María entró al local de los Larco. En un estante, casi invisible entre tanta cosa, había dos muñecas francesas, con sus húmedos ojos de sulfuro y unos rasguños que de seguro ella misma podría reparar. Y no lo dudó. Preguntó el precio y le dio vergüenza decir que era casi la totalidad de su sueldo… Además, llevarse una y dejar a la otra no era siquiera una opción posible. María vació su cartera y salió de Larco con las muñecas envueltas en papel de diario.

 

En el cuarto que compartía con su hermana Mabel, escondió el envoltorio arriba del ropero, detrás de las sombreras. Mientras sus amigas gastaban en medias de seda o suspiraban comprando discos de Frank Sinatra, María acababa de incinerar su salario en dos muñecas de porcelana.

 

- ¿Qué te anda pasando que estás tan callada? - le dijo Mabel que conocía muy bien sus silencios. La siguió hasta el cuarto, la vio subirse a una silla, bajar un paquete del ropero y abrirlo con la delicadeza de estar descubriendo un misterio insondable.

 

– ¿Cuánto te costó esto? ¡Debe haber sido una barbaridad!

 

- ¿No son bonitas? Necesitan que alguien les repare sus vestiditos y vos sabes coser. 

 

Mabel recorrió con sus dedos el plisado suelto del vestidito y alzando la muñeca contra su pecho dijo: Tengo el encaje ideal para este ruedo.

 

¿Podríamos decir que fue en ese instante de complicidad donde todo comenzó? Es probable, pero lo que seguro ocurrió fue que entonces decidieron que lo que iban a emprender no podía ser sino de a dos. En un primer paso adquirieron bibliografía especializada para estudiar y reunir el mayor conocimiento sobre aquel objeto coleccionable.

 

Mabel y María hicieron foco sobre Francia y Alemania. No hubo mejores muñecas que las producidas por estos dos países a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El cinturón de fábricas de porcelana de Bavaria, en el sudeste alemán, la ruta del «oro blanco», fue la primera porcelana que se hizo en Europa. Y si Alemania tuvo su Meissen, Francia tuvo su Limoges. Sin embargo, siendo París el centro de la moda resultó difícil para los alemanes rivalizar con el diseño francés de indumentaria. Todas las innovaciones en el rubro muñecas que hoy conocemos fueron creadas por estas dos potencias entre 1850 y 1914, y las hermanas Castellano Fotheringham procuraron dar con cada una de ellas.

 

La colección se plantaba en el cambio de liderazgo industrial, franco-germano por el de Estados Unidos y Japón, al término de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, la escasez de materiales ante la prioridad armamentista y, por otro, la persecución a los judíos [una buena proporción de los fabricantes lo eran] fueron las causantes de la declinación de Francia y Alemania como potencias jugueteras. Y aunque la producción estadounidense nunca tuvo la calidad de la europea, el más celebrado ejemplo americano fue la Shirley Temple. La «pantalla de plata» hizo que esta muñeca de la pequeña estrella cinematográfica inundara, en variados tamaños, las jugueterías del mundo.


No menos significó, en nuestro medio, el juguete argentino más vendido: la Marilú. Las hermanas Castellano no soslayaron a esta muñequita famosa, pero, inicialmente, se limitaron a coleccionar las que Alicia Larguía, su creadora, mandaba a hacer a las fábricas alemanas de Kämer & Reihardt y, luego, König & Wernicke que, como a tantas otras firmas, la guerra hizo colapsar.

 

La gran originalidad de Marilú fue el perfecto ensamble entre la muñeca alemana y la ropa y accesorios de moda producidos por el taller de sastrería de la firma argentina. Ante el cese de envíos en 1939, Larguía encaró la producción vernácula con Bebilandia. Después de muchos años de haber iniciado la colección, Mabel y María comprendieron que era necesario completar el círculo con las Marilú nacionales. 

 

En la primavera de 1954, «Las Castellano» se atrevieron a irrumpir en el ámbito estrictamente masculino de los anticuarios y galeristas, para fundar junto a Ivonne Fauvety, Nelly Freire y Elena Patrón Costa, la galería Antígona.  Era un sótano del viejo Hotel Príncipe de Gales, frente a las Catalinas y, sin embargo, en el término de una década, se constituyó en la cita obligada y, en muchos casos, en el punto de partida de la carrera plástica de innumerables jóvenes talentos. Fueron las primeras galeristas mujeres y decididamente innovadoras en terrenos expositivos que, sólo más tarde abordarían los grandes museos, como generar diálogos entre patrimonios históricos y arte contemporáneo. Así fue que aparecieron, por primera vez, en la escena pública, sus muñecas antiguas.

 

En los años ochenta, varios ejemplares de bébés Jumeau, las mejores muñecas francesas, participaron de una exposición sobre juguetes antiguos realizada en el Museo Fernández Blanco. Desde entonces, Mabel y María forjaron un vínculo indisoluble con dicha institución. Primero fue Barro y fuego, una exposición sobre las cerámicas de su madre que motivó la donación en 1994 de un pesebre de 14 piezas. Cuatro años después, realizaron una nueva e importante donación, esta vez de pinturas, imágenes, mobiliario y platería colonial. En 2003 se hizo pública su intención de donar la colección de muñecas con una exposición memorable que aún hoy registra el mayor caudal de público en la sede Palacio Noel.  


Vista parcial de la exposición «Había una vez…» con las pequeñas obras de arte de «Las Castellano». Museo Fernández Blanco. Fotografía: Mariana Cullen.


En 2000, se había recuperado la Casa Fernández Blanco, sede original del museo y se decidió restaurarla para exhibir allí las colecciones de las artes aplicadas del siglo XIX y comienzos del XX. Las Castellano fueron las principales propulsoras de este proyecto y su donación de muñecas con destino a esta nueva sede fue el mayor espaldarazo. «Había una vez…» abrió en 2012, generando que, por mucho tiempo, la Casa fuera conocida como el «museo de las muñecas». Tres años después, se editó el libro-catálogo, enteramente hecho por los equipos técnicos del museo.

 

María heredó de su madre la profesión de ceramista y aportó a la fachada de la capilla del Palacio Noel un medio tondo del Niño Jesús Buen Pastor. Ella partió de este plano en primer lugar y cuando una Mabel centenaria también nos dejó, el último lote de piezas de arte colonial fue legado por sus sobrinos. Mabel y María ya ocupan un merecido lugar de privilegio entre los benefactores del museo, pero sus salas de muñecas serán siempre un espacio sin tiempo, donde esas dos niñas van a seguir jugando indefinidamente.

 

* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios



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