Todos los meses, todas las semanas, me llegan los programas de las salas de cine o de conciertos por las que alguna vez pasé y me inscribí para, desde cualquier lugar del mundo, estar al tanto de la dimensión de lo que ocurre en esos tiempos paralelos. Así, hace unos días, el cine Krokodil de Berlín, anunció que el martes 7 de mayo conmemoraría el centenario del natalicio del cineasta soviético, Serguéi Paradzhánov o Sarkis Howsepi Paradschanian (en ruso, Сергей Иосифович Параджанов), un hijo de armenios, nacido en Tiflis, la capital de Georgia, el 9 de enero de 1924. Y lo haría con un altar en el vestíbulo y con la proyección de, por un lado, El color de las granadas, su película del año 1969, y, por otro, de Réquiem, una entrevista realizada en Múnich por el estadounidense Ron Holloway en 1988, cuando nadie sospechaba que el cineasta moriría dos años más tarde. Disponible también en internet, Réquiem se trata de un ensayo cinematográfico, con fotografías y fragmentos de sus películas, de las obras canceladas o inconclusas y de las realizadas en las décadas de 1950 y 1960, un conjunto del que Paradzhánov renegaría al abandonar los parámetros del realismo socialista.
El programa del Krokodil remarcaba «En la época soviética, el director armenio Sergei Parajanov era un 'enfant terrible' del cine de Europa del Este. La intensidad visual de sus películas y de sus collages -que tratan sobre todo de los pueblos del Cáucaso- deleitó a los críticos y cinéfilos de todo el mundo mientras era desaprobada por la dirigencia soviética. Los censores no solo le rechazaban sus guiones: se le prohibió trabajar y fue encarcelado de 1974 a 1978 por propagar la homosexualidad.»
Desde Ranelagh, al lado de una madre convaleciente, nos dispusimos a acompañar o, mejor dicho, a conocer desde la casa este universo al que mi mamá calificó como lo más raro que había visto en sus casi 90 años de ir al cine. Algo de razón tenía: esa misma rareza ha hecho que hoy se considere a Paradzhánov como uno de los cineastas más originales del siglo pasado. No solo eso: esa rareza surge también de la ausencia del cineasta de los circuitos de lo que algunos ensayistas han llamado «la izquierda cinéfila» de Buenos Aires, es decir, ese público incontable que, entre las décadas de 1960 y 1980, circuló [circulábamos, debería escribir] entre el Cosmos 70, la Sala 1, la Hebraica, la Lugones y el cine Arte, de ciclo en ciclo, de director en director.
«Por única vez»- decían los anuncios que los diarios publicaban por lo menos una vez al año- «Eisenstein integral». Y allí en el Cosmos, nos dábamos cita para encontrarnos con las películas distribuidas por la hoz y el martillo de Artkino, algunas adquiridas gracias a subvenciones de la embajada soviética en la Argentina y otras a través de la oficina checoslovaca. Dos estéticas donde la psicodelia y la experimentación de la segunda contrastaban con la pompa de La Guerra y la paz (1966-1967) de S. Bondarchuk, estrenada en junio de 1969 en la sala de la calle Corrientes, en la cual – según el estudio de Valeria Galván y Michal Zourek- permaneció en cartel 28 semanas atrayendo a casi 160 mil espectadores. Entre ellos, a mi familia. Mi abuelo paterno, dicen, salió conmocionado mientras que, en los países transcaucásicos –esos que mi abuelo también adoraba-, Paradzhánov despotricaba por la cantidad de caballos que Bondarchuk había obtenido para sus producciones mientras a él le retaceaban hasta las ovejas. Y ni hablar de la llama.
En el Cosmos, la frontera soviética pasaba por Tarkovski, amigo y fuente de inspiración de Paradzhánov o Parajanov, según la transliteración en inglés. Este había estudiado en la Academia de Cine de Moscú y trabajado como director en Ucrania. Su estilo y su plástica -término que utilizaba para describir sus películas- le valieron el reconocimiento internacional y le permitieron obtener varios galardones, como los premios cosechados en el Festival de cine de Mar del Plata de 1965, donde «La sombra de nuestros antepasados olvidados» o «Corceles de fuego» –además de estar nominada a la mejor película- obtuvo el premio especial del jurado y el gran premio de la crítica. A pesar de haber llegado a la Argentina de la mano de la delegación soviética, Paradzhánov no parece haber obtenido un lugar en el Cosmos porteño y, por lo tanto, tampoco en ningún país del continente ya que Artkino Argentina era la entrada del cine de Europa del Este a las salas de Ibero-América. Acorazado Potemkin, sí, Frescos de Kiev, no.
No es de extrañar en un país que, como sabemos, supo mantener las buenas relaciones con la URSS: en 1974, Paradzhánov, tras años de espionaje, fue condenado a cinco años de cárcel por cargos fabricados entre los que se incluyeron la sodomía, la homosexualidad, sus supuestas actividades en el mercado negro y el tráfico de obras de arte. Cuando fue liberado, en parte por la intromisión de L. Aragon y de John Updike, se le prohibió volver a filmar y, cuando lo hizo en época de la Perestroika, el Cosmos 70 ya estaba de capa caída.
Las películas de la década de 1960 de Paradzhánov causaban revuelo y molestaban no tanto a los gobernantes sino a los burócratas de la industria del cine con sede en Moscú. El expediente que en 1969 finalmente autorizó el rodaje, el estreno y la distribución de «El color de las granadas» tiene casi 200 páginas. Empezando por “Sayat Nova”, el título original que consideraban engañoso: se trataba de una película dedicada al poeta Harutyun Sayatyan, el maestro de los cantares, quien en el siglo XVIII trabajó en la corte del rey Heraclio II de Georgia y quien, tras la muerte del rey, recorrió el país como bardo ambulante hasta que fue asesinado y martirizado. Para los soviéticos se trataba de una figura ejemplar para fomentar la identidad transcaucásica y multicultural, ya que sus composiciones, con la forma de las canciones tradicionales armenias, estaban escritas en esta lengua, pero también en georgiano y en persa, utilizando el alfabeto georgiano y en un tono secular.
La película de Paradzhánov –si bien muestra cómo la gente entra y sale de idiomas y religiones- en nada se parece a una biografía como la esperada en Moscú. Por el contrario: más se asemeja a una pinacoteca, a un museo de etnografía o a uno de historia natural, a un recorrido que, lejos de proponer una continuidad, se compone de fragmentos, de objetos, de cuadros, aislados unos de los otros por marcos, encuadres, tapices o paredes. Paradzhánov, a fin de cuentas, era hijo de un anticuario, y él, un coleccionista, un amante del collage. Su cine, de hecho, es eso.
El Color de las granadas se compone así de varios capítulos que describen las etapas de la vida del trovador mediante cuadros o miniaturas repletas de símbolos, figuras, animales, cosas, cuya conexión debe ser hecha por quien las mira. Se dice poco, la mayoría de las palabras se encuentran en los títulos que se agregaron entre una y otra miniatura, como recurso didáctico y condición para su estreno.
No solo eso: sus películas son una burla a las etnografías y al folklore del siglo XIX y XX. Como la Medea de Pasolini, parecen un retrato de los mundos arcaicos de las repúblicas transcaucásicas pero, como el antropólogo armenio Levon Abrahamian ha destacado, se trata de otra composición que, como en los museos, apela a los objetos, trajes, adornos, ritos y tradiciones supuestamente antiguas pero que, en realidad, resultan otra invención del director, del coleccionista, del comisario de la exposición. Una modernidad arcaica, como acordamos con Ghassan Salhab.
Los personajes de Paradzhánov cambian de religión y de lealtades. Los sacrificios patrióticos –como el de la Fortaleza de Suram- están orquestados por venganzas amorosas y no por el designio de los dioses o del pueblo. Un mundo nada heroico, como el que le tocaba vivir a esos artistas que se doblegaban para conseguir financiación o para que sus películas se distribuyeran en toda la Unión y más allá de ella.
Paradzhánov, mientras pudo filmar, lo hizo gracias al apoyo y la admiración de varios colegas, profesores y directivos del cine de las repúblicas en las que vivía y filmaba. Gracias a ello, logró tensar la cuerda al máximo solicitando más que los caballos de Bondarchuk. Muchos de los objetos que usaba en sus películas eran “reales”, procedían de los museos o de las iglesias históricas y, con el permiso de las agencias estatales de filmación, se trasladaban a los escenarios donde se rodaba.
Entre las muchas libertades que se tomó –como la abundancia de símbolos y escenas religiosas en un cine que los evitaba programáticamente-, sobresale la presencia de las llamas en el monasterio de Haghbat donde vive el poeta Sayat-Nova y en otras de sus películas. Llamas en las montañas de Armenia, un guiño para recordar –a los ojos atentos del zoólogo avezado- cuán lejos del realismo está su cine. Abrahamian sugiere que, tal vez para naturalizar la inesperada aparición de este animal, se rodó una escena donde los monjes ordeñaban una llama y que fue suprimida de la versión final. Pero incluso en este caso, podría pensarse que se burlaba de todo: la llama en cuestión era un macho, que se había preferido a raíz de su cuerpo imponente y porque la hembra del zoológico de Ereván era algo caprichosa.
Paradzhánov insinuaba que este animal, entre camello y oveja, más que una fuente de leche, servía como pareja de los monjes. Y en esa línea, mientras se rodaban las escenas en el monasterio, decoró la pared del hotel donde se alojaba con un dibujo suyo que escandalizaba a las periodistas y admiradoras que visitaban su habitación: una ilustración de lo que hacían a las llamas en las montañas andinas, acompañado del siguiente pie de foto: «Y los pastores, tiernamente, besaron a la llama en los labios».
De hecho, continúa Abrahamian, el episodio de la llama nos lleva a uno de los aspectos más interesantes de Paradzhánov, quien a menudo comenzaba una escena basándose en algo inusual, absurdo, provocativo, para permitir que este núcleo oculto se expandiera y oscureciera con detalles diluyendo los orígenes del episodio. Este, transformado, adquiría una resonancia que ya no tenía nada en común con la capa de significado anterior, más terrenal. Dado que en El color de las granadas casi no hay movimiento de cámara, la articulación entre los cuadros ocurre a través de estos desplazamientos.
Paradzhánov insistió e insistió para conseguir la llama macho, un animal ajeno al contexto histórico de la película cosa que no solo la hacía complicada de encontrar sino también de justificar ante quienes debían firmar las autorizaciones. Cuando la llama llegó al escenario de filmación, luego de tremendas dificultades y esfuerzos, Paradzhánov, irradiaba felicidad... Con esa satisfacción, creó uno de los episodios de la película que luego llevaría a otras, mostrando que las llamas como los pavos reales, los peces y las granadas formaban parte de este Viejo Mundo creado en el Siglo XX.
En realidad, piensan quienes estudiaron los archivos secretos de Moscú, esta insistencia estaba muy en consonancia con su compulsión por probar los límites de lo que podía hacer, tanto en términos de la censura cinematográfica como de las costumbres sociales impuestas por la moral del partido. Por cierto, en esos años circulaba a ambos lados del océano, a uno y otro lado del Cáucaso, la hipótesis etnocéntrica de que la sífilis procedía de las llamas, portadoras naturales de la enfermedad, que pasó de los pastores andinos que las cuidaban a las mujeres de la zona, quienes a su vez la transmitieron a los primeros exploradores europeos, a través de los cuales llegó a Europa. Un mundo donde todo se mueve, donde la vida y la muerte no tienen bandera pero comparten en cambio, el color de la granada.
* Especial para Hilario. Artes Letras Oficios